2
Hacer leer a un niño sin romperlo
Le conté al Viejo que con cierta regularidad, siendo niño, visitaba a mi abuela Juana Goicoechea. Era una mujer grande, de mirada severa y temperamento arisco, viuda desde los días de la guerra civil. Nunca la vi vestida sino de luto. Mi abuela era una casera iletrada de Asteasu, en el corazón de Guipúzcoa. De joven se fue a trabajar a una fábrica de jabones de San Sebastián. En esta ciudad conoció a mi abuelo. Hablaba defectuosamente la lengua castellana. La recuerdo con un punto de agradecimiento por dos razones. Porque fue la persona que me regaló mi primer tablero de ajedrez y porque al término de cada visita me obsequiaba con un duro. Por lo demás, no era pródiga en gestos afectuosos. Vienes por el duro, me dijo alguna que otra vez en tono de reproche. Y yo hacía que sí con la cabeza porque, para qué disimular, iba a verla principalmente por el duro.
A continuación, con la moneda apretada en la mano, bajaba derecho a la librería Angeli, en la cercana calle Matía, del barrio de El Antiguo, y me compraba un tebeo, por lo general, aunque no siempre, de vaqueros: Roy Rogers, Hopalong Cassidy o El Llanero Solitario, que era mi preferido. Estos tebeos fueron las primeras publicaciones que yo leí. Lecturas primerizas, todas ellas voluntarias y gustosas, que precedieron a las impuestas en el colegio de agustinos. El Lazarillo, el Quijote, Los Sueños de Quevedo, Larra, Bécquer y El gran torbellino del mundo de Pío Baroja, en ediciones de la colección Austral, tuve que leerlos a la fuerza a la edad de diez y once años. Con el primero de ellos creí posible aparentar que había cumplido la obligación. El fraile descubrió la triquiñuela y me la hizo pagar con una sonora bofetada. Quizá, durante unos días, puede que durante unas semanas, detesté la literatura.
Más tarde, los vaivenes imprevisibles de la vida me llevaron a ejercer la docencia. Durante veinticuatro años fui profesor de niños y adolescentes en dos colegios públicos de Alemania. Hasta donde fue posible me esforcé por hacerles a los alumnos apetecible la lectura de libros. Sobre dicha cuestión publiqué una vez un artículo en un periódico español. Me ofrecí a leérselo otro día al Viejo. Estuvo él de acuerdo y así lo hice.