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Cuentos elusivos

También le llevé al Viejo aquel jueves una reflexión escrita sobre un libro de cuentos de Pilar Adón, ya que, además de haber disfrutado mucho con su lectura, me había parecido modélico en un punto en que los buenos narradores no deben fallar. Me refiero a la selección de detalles significativos, siempre importante, pero rigurosamente fundamental cuando la pieza narrativa es breve. Y le dije al Viejo que, a mi juicio, los detalles han de eslabonarse de modo que induzcan al lector, según su particular entendimiento, a abarcar en una proporción suficiente la historia que el texto nunca le da completa, que a veces sólo le insinúa.

Le dije asimismo, y él lo admitió, que no hay ser humano que consista en una historia terminada y que por fuerza toda idea que albergamos de los demás, aunque convivamos estrechamente con ellos, es parcial. El Viejo añadió que acaso era mejor así por cuanto pocas personas, una vez desentrañados los componentes de la personalidad, se librarían de dejar al descubierto su constitutiva insignificancia. La gente, concluyó, como las figuras de ficción, resulta más interesante cuando no ha sido despojada de todo su misterio.

Pues es posible (es seguro, me corrigió) que algunos vecinos del barrio donde me crie habrían perdido para mí su naturaleza enigmática, incluso su estatura mítica, si los hubiera conocido lo bastante como para entender los motivos de su conducta. ¿Por ejemplo?, me preguntó un tanto retador. Me acordé de uno que solía andar por la calle tocando la gaita, seguido de un enjambre de niños fascinados al que a veces yo también me sumaba. Pregunté en casa por qué aquel vecino, padre de familia numerosa con tendencia a hablar a solas en voz alta, iba de un lado a otro tocando la gaita sin que hubiera fiestas, y mis padres, por toda respuesta, hicieron el gesto de quien empina el codo. Gesto que comportaba una explicación insatisfactoria para mí, pues había numerosos hombres en el barrio que se daban a la bebida, pero sólo uno tocaba la gaita.

En el piso inmediatamente inferior al nuestro, rara era la noche en que el padre no abroncase a los hijos, una muchacha y dos muchachos. Al parecer los varones, sobre todo el más joven, eran los destinatarios de las reprimendas. A veces, en ausencia del padre, la madre asumía la ruidosa función de regañar. Por más que yo aguzase el oído, no acababa de entender las palabras distorsionadas por la voz enorme del padre o por los gritos terebrantes de la madre, amortiguadas además por la capa intermedia de cemento. ¿Qué razón motivaba las broncas frecuentes en el piso de abajo? La respuesta adoptaba por fuerza la forma de una historia compuesta a la medida de mis suposiciones, puesto que yo no disponía de posibilidad ninguna de comprobación. Lo único que sabía a ciencia cierta era que por nada del mundo me habría apetecido ser miembro de aquella familia.

Luego descubrí que uno no tiene por qué resignarse a ser mero espectador de vidas ajenas, sino que puede de modo calculado intervenir en ellas, obligando a sus congéneres, lo quieran o no y acaso sin que se den cuenta, a interpretar episodios insólitos y divertidos. ¿Algún ejemplo?, preguntó el Viejo. Me vino al recuerdo uno que protagonicé de adolescente. Mi familia solía recordármelo en prueba de lo bicho que yo era. Picado por la curiosidad, el Viejo me pidió que se lo contara y yo se lo conté.

En un edificio que formaba ángulo con el nuestro y, como nosotros, en el tercer piso, vivía un hombre fornido, aficionado a la bebida, a quien los vecinos apodaban el Rubio por razones que no precisan aclaración, aunque, bien mirado, tiraba a pelirrojo. Una noche de buen tiempo lo vi desde detrás de la cortina del comedor de mi casa acodado en la barandilla de su balcón. Vestido con una camiseta interior blanca, sin mangas, miraba la calle. Me tomó de repente un vivo deseo de obrar alguna clase de efecto perturbador en aquel vecino que disfrutaba apaciblemente de la calma nocturna. Con dicha finalidad, busqué su número de teléfono en la guía y lo llamé. La proximidad de ambas viviendas me permitió escuchar los timbrazos de su aparato. El Rubio se metió en su casa. Yo esperé unos pocos segundos y colgué antes que él hubiera tenido ocasión de alcanzar el auricular. Volvió a acodarse en la barandilla, volví a llamarlo y él acudió de nuevo al teléfono. A la tercera o cuarta vez, se soltó a proferir tacos y a dar tales voces que las ventanas del vecindario no tardaron en llenarse de caras sorprendidas. Le concedí una tregua para que se serenase y saboreara cuatro o cinco caladas de su cigarrillo. Apenas recobrada la tranquilidad, zas, volvió a sonar el teléfono dentro de su casa.

El Viejo chocó su copa con la mía. Aramburu, dijo, era usted un bicho de cuidado.

La culpa, alegué, es del Quijote, que me influyó en el gusto de literaturizar la realidad cotidiana interfiriendo en ella con lances y aventuras.

¿Lances, aventuras?, dijo él. Vamos, vamos. Lo suyo eran puras y simples perrerías.

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