Aquel alemán de raigambre judía adquirió a los treinta y siete años de edad el hábito de consignar en cuadernos sucesivos los avatares de sus jornadas recién cumplidas. Perseveró en esa disciplina de escribiente meticuloso hasta el último tramo de su dilatada vida. Al principio parece animarlo tan sólo un empeño por levantar acta de la propia inanidad cotidiana. Nada le impide ocuparse de trivialidades, puesto que no tiene en mente a un público mientras redacta. Problemas de salud, apuntes sobre libros leídos, confidencias anodinas y una considerable porción de dimes y diretes tocantes a compañeros de docencia colman cientos de páginas de soliloquio escrito sin apenas relieve de estilo.

En el proceso de tres lustros, los que median entre 1918 (cuando fueron fechados los primeros renglones de sus diarios) y el año en que las urnas propician el ascenso al poder del partido de Hitler, la biografía de este gris profesor de lenguas románicas, afincado en Dresde, discurre al amparo del desahogo económico por caminos más bien llanos y despejados. Victor Klemperer no conoció en dicho lapso otra cúspide vital que el regreso del frente de guerra con una distinción honorífica concedida por el último rey de Baviera. Estirando mucho, alguien podría tildar de interesantes sus comentarios de actualidad relativos a los años de desmesura inflacionista o el relato de algún que otro viaje de placer por tierras de Sudamérica, España e Italia. Bien poca cosa para ganar el renombre que la posteridad le ha deparado, por otras razones, largos años después de su muerte.

La vida cómoda del intelectual sedentario, consagrada al estudio y la labor docente, sufre un cambio traumático cuando el nacionalsocialismo toma en sus manos el timón de la política alemana. Las nuevas circunstancias de acoso al ciudadano judío, de persecución del disidente y de derrumbe de los principios elementales de cualquier sociedad civilizada confieren a los papeles privados de Victor Klemperer el carácter de testimonio del horror vivido en carne propia.

Este horror que aquí se menciona no entraña la menor connotación ponderativa. Las anotaciones de Victor Klemperer no son por así decir literatura, sino lo que en lenguaje popular llamamos la verdad desnuda. Verdad que, por ser como es y por su constante y amenazadora cercanía, no admite tratamientos retóricos al uso. La expresa de manera seca, con copia de pormenores espeluznantes, un hombre persuadido de tener las horas contadas. El relato es premioso, discontinuo; en realidad, más que un relato es un temblor verbal a escondidas. A diferencia de los diarios anteriores a la instauración del régimen nacionalsocialista, estos de ahora consisten en una actividad ilegal que comporta, para su autor principalmente, pero también, de rechazo, para aquellos compañeros de infortunio cuyos nombres figuran en el texto, el riesgo de acabar en un campo de exterminio. Él sabe que por mucho menos han sido embarcadas otras personas en los trenes de Auschwitz. Eva Klemperer se encargará de sacar de Dresde, de tiempo en tiempo, los papeles de su marido, poniéndolos a buen recaudo en casa de una amiga, con grave peligro para la vida de ambas. Su ascendencia aria garantiza a Eva libertad de movimiento. Entre las hojas que viajan ocultas en su equipaje hay en cierta ocasión una que contiene una frase justificativa: Quiero dejar testimonio hasta el final. Llegará el día en que dé título al segmento de diarios correspondientes al periodo 1933-1945. Por de pronto constituye el estímulo principal de llevar un libro de cuentas del terror.

Los diarios de Klemperer constatan que hasta la tristemente célebre «noche de los cristales rotos», el 9 de noviembre de 1938, la persecución de que se hace objeto a los judíos se produce de forma escalonada. A fin de que merezcan el castigo que se les desea aplicar a toda costa, los dueños del poder se afanan, en una primera fase represiva, por procurarles la ocasión de delinquir, creando contra ellos, con sutileza maligna, un cuerpo de leyes. Hoy una disposición les prohíbe esto, semanas después otra les prohíbe o les impone lo otro. No se les arrebata el aire de golpe sino poco a poco, y aún pueden respirar. Al descrédito se agregan la humillación, el expolio, y mal que bien pueden respirar. Todavía no se han generalizado las deportaciones en masa y algunos, ingenuamente, se aferran a la esperanza de estar padeciendo un episodio breve de la historia de Alemania.

Las primeras reacciones de Klemperer guardan similitud con el cabeceo reprobatorio de un hombre culto. «En realidad», afirma en una apuntación de 1933, «siento más vergüenza que miedo». Y a seguido puntualiza: «Vergüenza por Alemania». Ni entonces ni más tarde, cuando se vea en el aprieto de subsistir en una situación de continuos sufrimientos físicos y psicológicos (o cuando años después contemporice con el régimen comunista), renuncia Victor Klemperer a su condición germánica. La germanidad (Deutschtum) lleva aparejada para él una punta de orgullo cultural. Se advierte en sus escritos que es más vulnerable por el lado intelectual que por el judío. Hijo noveno de un rabino, renegó siendo joven de su primera fe para abrazar, con el tibio entusiasmo que le merecía cualquier sistema de convicciones, la doctrina de Lutero. Sus señas judaicas le suscitan similar resignación que sus frecuentes achaques cardiacos. No hay duda de que aventurarse por las calles de Dresde marcado con la estrella amarilla lo abochorna; pero no por ello sufre mella en la estima de sí mismo, sea porque se sabe víctima de una iniquidad, sea porque a veces recibe consuelo de algún viandante que osa dirigirle un susurro solidario. En cambio, su desolación no conoce paliativo al serle vedado el acceso a las bibliotecas públicas, o cuando le confiscan la máquina de escribir y le prohíben leer la prensa, poseer libros o guardar papel en casa.

¿Qué impide a este hombre emprender el camino de la emigración? ¿Por qué no toma ejemplo de su hermano, de su primo (el eximio director de orquesta) y de tantos amigos, vecinos, colegas, que ventearon como él la infamia a tiempo y se marcharon? Desde los primeros barruntos de la barbarie, sus diarios se pueblan de vaticinios agoreros. Ya en 1933, Victor Klemperer antevé lo esencial de la catástrofe que se avecina. No necesita abismarse en cálculos complicados. Le basta un dos más dos igual a cuatro para inferir la guerra y los pogromos. Lo lógico sería ponerse a salvo ahora que las salidas no están cerradas. Klemperer se debate en un vórtice de dudas y temores. Tantea en repetidas ocasiones, sin eficacia ni firmeza, la posibilidad del destierro, hasta que lo vence el fatalismo. «Estoy atado a este país y a esta casa para el resto de mi vida», escribe en 1937.

No menos que el miedo a despegarse intelectualmente de Alemania, lo retiene en Dresde la negativa a prescindir de su posición desahogada y de los bienes materiales obtenidos con esfuerzo: el puesto de profesor del que será despojado, la criada que no podrá sostener, el coche que le confiscarán, la casa que deberá ceder en alquiler forzoso. El hambre no tarda en llamar a la puerta, vestida con harapos, acompañada del consabido cortejo de desgracias. Llega un momento en que la situación del matrimonio Klemperer se torna apenas soportable. Se apresuran entonces marido y mujer a probar fortuna en las oficinas del Consulado General de Estados Unidos en Berlín, donde se les inscribe con los números 56429 y 56430 en la lista de espera de los que se perecen por conseguir un pasaporte visado. Corre el verano de 1939. Ya es tarde para escapar, ya están ambos en la trampa, ya sus vidas penden de una hebra. Por espacio de seis años no conocerán otra cosa que el infierno. Consumidas las últimas esperanzas, la resignación adopta en los diarios de Victor Klemperer formas de humor acerbo. «O sobrevivo a la guerra», se lee en una nota de 1940, «y entonces no hace falta que me marche, o no sobrevivo y por tanto tampoco necesito marcharme, y mientras persista la guerra no me puedo ir. Entonces, ¿para qué atormentarse?»

Esa época de conflicto bélico internacional y de caza de judíos confiere a los diarios de Victor Klemperer un sentido de resistencia heroica. Cada página, ahora que escribir equivale a no haber sido asesinado todavía, resguarda del olvido un fragmento de dignidad humana. Aquella escritura que comenzó siendo monólogo vespertino de intelectual ocioso, que derivó a partir de 1933 hacia una actividad arriesgada de comentario y crítica, ha tomado finalmente el cariz de una misión que rebasa los límites de la mera crónica de vicisitudes personales, y ello sin necesidad de perder de vista todo aquello (las minucias caseras, el recuento de penalidades, la pérdida paulatina de sensibilidad) que permite establecer una clara distinción entre el documento humano y la mera acumulación de datos útiles para explicar un tramo execrable de la historia europea del siglo XX.

Dicha misión es asumida por un hombre acosado y débil a quien no resta más propiedad que su lucidez. «La sensación de tener que escribir», afirma en 1942, «es mi tarea vital, mi profesión». En otro lugar dirá «mi heroísmo». Los papeles privados de Klemperer no reproducen, partiendo de una selección consciente y ordenada de recuerdos (Primo Levi, Semprún, Jean Améry, entre otros), una experiencia particular de la atrocidad, sino que son el presente de dicha atrocidad, abordado desde el ángulo de visión de la víctima. Son a un tiempo testimonio inmediato y denuncia. Prueba de esto último es que los editores alemanes han creído conveniente suprimir de los textos los nombres de algunas personas implicadas en la persecución de los judíos y aún con vida en el momento de la difusión pública de los diarios.

Confinado en sucesivas casas de judíos, Klemperer combate denodadamente esa otra hambre que lo está consumiendo con no menos saña que la del cuerpo: el hambre intelectual. Si hay suerte la mitiga mediante la lectura de libros que le prestan bajo mano, pues tiene rigurosamente prohibida la lectura. Con el mismo fin se impone tareas que despacha en papeles sueltos, a menudo en medio de circunstancias inhumanas. Para garantizarse la supervivencia mental, el viejo profesor escribe sus diarios, relata su vida, toma notas con vistas a un proyecto de estudio de los usos lingüísticos del Tercer Reich, obras que verán la luz en su día. En febrero de 1945, aprovechando el caos que se desencadena a raíz de la destrucción de Dresde, Victor Klemperer logra escurrirse entre las llamas y las ruinas, y huir hacia el campo en compañía de su mujer. Demacrado, enfermo y andrajoso, lleva consigo sus últimos manuscritos.

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