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Complicidad con el Quijote
El Viejo me contó que, por los días en que sus ojos no le vedaban el placer de la lectura, había profesado afición a los testimonios autobiográficos de personajes históricos y también a los debidos a escritores de distintas épocas y procedencias. Recordaba una convicción compartida por no pocos de ellos, según la cual los libros leídos a edad temprana suelen dejar huellas perdurables en los futuros hombres de letras. Quiso a este punto averiguar si yo había experimentado algo parecido, esto es, si tenía constancia de que hubiesen afectado a mi manera de concebir y practicar la literatura los libros frecuentados por obligación o por gusto en mi adolescencia.
No conozco, le respondí, instrumento ninguno capaz de medir con exactitud estas cosas. Podría citar unas cuantas obras maestras de la literatura universal por las cuales me gustaría haber sido influido. Pero que admiremos un libro no quiere decir que automáticamente nos influya. Puede incluso que algunos libros malos nos hayan iluminado con mayor intensidad al hacernos conscientes de errores y defectos.
Confesé, no obstante, que mientras escribo mis novelas y cuentos me dejo a menudo llevar por una propensión gustosa a establecer vínculos en forma de referencias, de alusiones, de citas más o menos solapadas e imitación de recursos y detalles, con al menos dos de aquellos libros que me acompañaron en mis primeras experiencias de lector. Me refiero, añadí, al Lazarillo de Tormes y al Quijote. Claro que ambos los he leído varias veces desde entonces, lo que me impide datar las reconocibles huellas que me han dejado.
La infancia en condiciones adversas, la lucha por la vida o la naturaleza del mal son asuntos de los que me he ocupado reiteradamente en mis escritos, sin dejar de atender a otros estímulos temáticos. Pero aquellos que acabo de mencionar los encontré tratados por vez primera en las peripecias de aquel niño menesteroso de buen corazón, que extrajo del desamparo, de los malos tratos y del hambre lecciones útiles para su vida.
En cuanto al Quijote, a fin de no extenderme demasiado y porque ya el delicioso vino de Valdepeñas que en cantidades generosas estábamos saboreando empezaba a nublarme el entendimiento, propuse al Viejo que aplazásemos la conversación para el jueves siguiente, en que yo podría darle a conocer un texto antiguo mío sobre mi relación particular con la novela de Cervantes. Él se mostró al instante conforme y, transcurrida una semana, sobrio y en voz alta, le leí esto que sigue: