No consta que haya quedado testimonio de la primera historia jamás contada. Caben, sin embargo, pocas dudas acerca de su antigüedad. En el interior de una caverna prehistórica, acaso al calor crepuscular de una de las primeras lumbres encendidas por la pericia humana, alguien, un hombre o una mujer, inauguró sin saberlo el apego inmemorial de nuestra especie a la ficción.
Quizá aquel ser humano presuntamente primitivo se limitó a evocar con sonidos bucales un episodio de caza. Puede que lo venciera la ambición de dar sentido a los puntos luminosos dispersos en la noche. O que, en un alarde de imaginación, ideara un alojamiento perpetuo para cada uno de nosotros después de muertos.
Los primeros balbuceos narrativos de la humanidad me suscitan una doble suposición. Por fuerza precedieron a la cultura escrita y son, por tanto, anteriores a la noción de autor y a la noción de arte. La segunda hipótesis es indemostrable, pero igual de verosímil. La primera transmisión de sucesos reales o imaginarios sometidos a un orden episódico, esto es, la primera historia jamás contada, debió de durar un trozo pequeño de tiempo, lo que nos legitima ahora a otorgarle el nombre convencional de cuento.
No tengo noticia de ningún caso en que la facultad del lenguaje articulado no hubiese dado lugar al hábito de referir historias. Dicho de otro modo, el cuento, aunque en su versión impresa admita y aun exija los artificios puestos a su disposición por la preceptiva literaria, es antes de nada una forma natural de narración. A un niño de dos años no se le cuenta de anochecida una novela entera, aunque quizá esta fuese la variedad narrativa adecuada si sólo se pretende que la criatura concilie el sueño.
El cuento ha sido incesante en la historia diversa de las civilizaciones. Vio nacer la escritura cuneiforme, el papiro, el pergamino y, por supuesto, el libro, donde también se alberga. Su origen precedió a la invención de los géneros literarios, a la educación escolar y, por descontado, a los concursos de cuentos. Y parece llevarse bien con los procedimientos modernos de difusión en la red cibernética.
Lo siguen cultivando las tribus indias de la Amazonia, los contadores de historias en los zocos árabes, la abuela culta o analfabeta con la cara vuelta hacia los ojos que la miran fascinados desde una cuna, o el escritor profesional. El cuento transmite al ser humano, ya en una edad temprana, cuando el intelecto todavía está en los albores de su desarrollo, una enseñanza determinante para la captación y entendimiento de la realidad: la de que no todo lo que ocurre a nuestro alrededor es visible, ni está presente, ni acaso se explique con la sola ayuda del sentido común.
Desde sus orígenes y a pesar de las innumerables audacias formales que han ido modelándolo a lo largo de los siglos, el cuento nunca ha dejado de consistir en una unidad narrativa breve. Perdón por la simpleza. Confío en ser exculpado de ella si añado que concibo la referida brevedad en función de las derivaciones prácticas que implica y no como el mero enunciado de una magnitud. El contar breve, esto es, la certeza previa por parte de quien cuenta y por parte de quien escucha o lee de que entre la primera y la última palabra dista un tramo que nuestra atención puede recorrer sin interrupciones en poco tiempo, afecta más de lo que pueda parecer a primera vista a la esencia del cuento.
Dicha brevedad no sólo determina el modo como se eslabonan los sucesivos elementos de una ficción, sino que actúa sobre ellos a la manera de un filtro severo. En un cuento no cabe de todo, como suele afirmarse, no sin ligereza, de la novela. Un cuento (un buen cuento, se entiende) admite un número limitado de ingredientes. Ni siquiera necesita agotar la narración de una historia para darla completa. Le basta con sugerirla de tal suerte que al oyente o al lector le quepa el refinado placer de desarrollarla en su imaginación hasta donde juzgue conveniente, en dichosa complicidad con el cuentista.
La brevedad impone la concentración, al tiempo que convierte al cuento en un arte de las insinuaciones, los sobrentendidos, los datos ocultos, las medias palabras. A este arte no le queda más remedio que apurar su capacidad de sugerencia cuanto más reducida es la masa verbal que integra la pieza narrativa. Su forma extrema la constituye el llamado microrrelato, cuyo acierto se cifra en la habilidad con que es sugerida en él una historia completa a partir de unos pocos elementos explícitos.
Un cuento se compone en esencia sólo de cuento. Su naturaleza no lejana a la de un poema de medida estricta lo hace incompatible con la digresión, las descripciones exhaustivas, las introducciones prolijas, los pasajes de transición y, de un tiempo a esta parte, con las moralejas. No hay espacio físico en él para añadidos accesorios. Al menor desliz, a la menor vanidad de estilo, la ilusión narrativa se desbarata. Cuatro, ocho, quince páginas ofrecen un margen insuficiente para el olvido de un fallo. No digamos un microrrelato de apenas unas pocas líneas o de una sola palabra que, en el colmo del infortunio literario, fuera inexacta o contuviese un error.
Como en el día remoto de su manifestación primera, el cuento acepta con naturalidad la posición del narrador que tiene delante a un público, también cuando la vía de transmisión es la escritura. Cambian los idiomas, la técnica literaria y los formatos de difusión, pero el rito asociado al hecho narrativo breve permanece. Este rito sencillo y antiguo se sustenta en un acuerdo tácito de entendimiento, asimilado por el instinto humano antes incluso de las primeras letras, entre quien cuenta y quienes escuchan o leen lo contado.
Por eso, trate del asunto que trate, todavía encuentran fácil acomodo en el cuento los recursos propios de la oralidad. Lo cual no significa que el escritor esté obligado a expresarse con un remedo de musiquilla hablada. Se diría que todos los cuentos, el de la madre al hijo, el del maestro a los alumnos, el del indio en la selva, el árabe en el zoco o el escritor dado a las consabidas piruetas de vanguardia, son apenas variaciones de aquella primera historia suscitada por el hecho asombroso de que estamos vivos y lo sabemos. Alguien, ignoramos quién, empezó a contar alguna vez aquella historia que otros prolongamos ahora sin que nos sea dado predecir su desenlace.