El verano pasado (o el anterior, ya no me acuerdo) me entretuve observando cómo follaban dos moscas en el alféizar de una ventana. El vocablo follar, ahora que lo pienso, acaso resulte desproporcionado si vinculamos sus atléticas connotaciones con la falta de agitación, de esfuerzo físico, de gozosa fatiga y de jadeos que se percibía en aquellos dos minúsculos seres acoplados. Tampoco afirmaría yo, más finamente, que hicieran el amor, aunque vaya usted a saber. A mí al menos no me consta que los bichos se mostrasen acordes en ningún tipo de ritual voluptuoso. Dudo, incluso, que se conocieran personalmente.

Lo cierto es que, cuando me acerqué a la ventana de aquel ambulatorio de provincias, una de las moscas se encontraba sola, frotándose tan campante los artejos sobre la chapa de cinc que cubría el alféizar. Por lo que sucedió acto seguido deduje que se trataba de una hembra; si joven o vieja, esto yo no lo puedo precisar. De repente llegó volando la otra y, sin mediar palabra ni preguntar el precio, se montó encima de la primera.

Me acometió al pronto una punzada de envidia. Se me figuraba que en las sociedades mosquiles no existe impedimento para la satisfacción del apetito sexual. Un encuentro fortuito determina la cópula. Todo su arte de amar consiste en entregarse a una simple pulsión, suscitada, supongo, por un estímulo de naturaleza olfativa. No conocen el galanteo, ni la poesía amatoria, ni el noviazgo, ni la noche de bodas, ni el lío a escondidas. Una mosca reprimida, melancólica, mortificada por los complejos, es una posibilidad que la naturaleza a buen seguro no contempla.

La mosca hembra ni siquiera parecía haberse percatado de que un congénere se le acababa de subir a la espalda con el empeño de efectuar un apacible trasvase de secreciones. El fulano díptero, tipo por lo visto parco en palabras, permanecía en su particular postura coital tan quieto, tan apático, como esos chavalillos que esperan con cara de formales a que el operario del tiovivo ponga en marcha la rueda de caballitos.

Inferí que las moscas son gente desinhibida que tiene resuelto el problema de la liberación sexual. Ni sacralizan el placer ni satanizan el apareamiento. Pegan los abdómenes por el extremo correspondiente y santas pascuas. Ni siquiera se miran a la cara. A este respecto llevan todavía ventaja sobre el género humano; aunque no parece superfluo mencionar aquí que en las últimas décadas hemos conseguido acortar diferencias. Al menos en los países occidentales, hace décadas que cundió la precipitación por sepultar en los muladares de la trivialidad una cultura erótica de antigua raigambre. Imitamos a las moscas. Y esto, para la literatura, es perjudicial.

William Somerset Maugham afirma en un ensayo sobre novelas y novelistas (Diez grandes novelas y sus autores) que el progreso hacia la relación sexual es más excitante que su culminación. No recuerdo con exactitud sus palabras; pero juraría que apenas difieren de estas que le atribuyo. La idea no es más joven que la humanidad; pero, al paso que vamos, bien pudiera reducirse a una nuez vacía en ciertos predios de apogeo consumista en los que la exhibición de carne íntima con fines comerciales contribuye a vaciar de fantasía y buen gusto la mente de los ciudadanos. Estoy, dicho sea de paso, a favor de la revolución sexual siempre y cuando se trate de mi revolución sexual.

A la castidad fomentada desde los púlpitos le complace obstruir el camino que conduce a la consumación del deseo concupiscente. También a su manera el sexo explícito, el relato de asunto fisiológico, comporta una negación del rito amoroso, sin el cual la literatura erótica, que es ante todo un arte del detalle sugerente, de la insinuación, del desvelamiento paulatino, se queda privada de su necesario sustento poético.

Así que para cuando la enfermera anunció mi turno desde el umbral del consultorio, ya no me desazonaba el menor atisbo de envidia por las moscas del alféizar. Antes al contrario, me daban lástima a causa de su ignorancia de los dulces prolegómenos que dilatan la consumación del placer. ¿Cómo iban ellas a tener noción de la desnudez si nunca se visten? ¿Qué delicias de los sentidos podría celebrar quien desconoce la superación de la vergüenza, los tabúes y las convenciones sociales? Me alejé de la ventana convencido de que las dificultades del camino hacen doblemente deliciosa la llegada.

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