Capítulo 14

Capítulo 14

El caso estaba tan muerto como cualquiera de sus víctimas.

El caso estaba tan muerto como noviembre, que llegó con una brusquedad helada, congelando a la ciudad y sus habitantes, cubriendo de pronto los ríos de hielo.

En la sala de la comisaría no podían sacudirse de encima ni el frío ni el caso. Estaban con el caso a cuestas durante todo el día, y después se lo llevaban a casa por la noche. El caso estaba muerto, y lo sabían.

Pero también lo estaba Claire Townsend.

—¡Tiene que estar relacionado con ella! —le dijo Meyer a su esposa—. ¿Qué otra cosa podría ser?

—Podría ser otras cien cosas distintas —le dijo Sarah con furia—. Todos están ciegos en este caso. Es la muchacha de Kling, y entonces todos se han vuelto ciegos.

Meyer rara vez perdía los estribos con Sarah, pero el caso lo estaba irritando, y además, ella había cocido demasiado los guisantes.

—¿Quién te crees que eres? —gritó—. ¿Sherlock Holmes?

—No le grites a mamá —intervino Alan, el hijo mayor.

—¡Cierra la boca y come tus guisantes! —gritó Meyer. Se dio la vuelta hacia Sarah y dijo—: ¡Hay demasiada gente en vuelta en esto! La muchacha embarazada, el…

Sarah lanzó una mirada rápida hacia los chicos y una advertencia a Meyer.

—De acuerdo, de acuerdo —concedió él—. Si aún no saben de dónde vienen los bebés, ya es hora de que lo sepan.

—¿De dónde vienen los bebés? —preguntó Susie.

—Cállate y come tus guisantes —le dijo Meyer.

—Vamos, dile de dónde vienen los bebes —le dijo Sarah, furiosa.

—¿De dónde, papá?

—Ocurre que las mujeres son criaturas maravillosas, comprensivas, fructíferas y magníficas que el Señor les dio a los hombres, ¿entiendes? Y también hizo posible que estos individuos encantadores, inteligentes y simpáticos pudieran hacer bebés, para que un hombre pudiera estar rodeado por sus hijos cuando regresa del trabajo a su casa.

—Sí, ¿pero de dónde vienen los bebés? —preguntó Susie.

—Pregúntale a tu madre.

—¿Puedo tener un bebé? —quiso saber Susie.

—Aún no, querida —dijo Sarah—. Algún día.

—¿Por qué no puedo tenerlo ahora?

—Oh, cállate, Susie —gruñó Jeff, el hermano al que ella le llevaba dos años—. No te enteras de ninguna cosa.

—Eres tú quien no se entera de nada —protestó Susie—. Se supone que no tienes que decir «de ninguna cosa». Se supone que deberías decir «de nada».

—Oh, cállate, idiota —dijo Jeff.

—No le hables así a tu hermana —advirtió Meyer—. No puedes tener un bebé porque eres demasiado pequeña, Susie. Tienes que ser una mujer, como tu madre. Quién comprende lo que tiene que pasar un hombre y…

—Sencillamente estoy diciendo que ninguno de vosotros está viendo esto con claridad. Todos estáis metidos en un estúpido tipo de venganza, buscando cualquier estúpido modo de relacionarlo con Claire y cegándoos a cualquier otra posibilidad.

—¿Qué posibilidades quedan, quieres decírmelo? Hemos ido hasta el fondo. No sólo con Claire. Con todos los que tuvieron que ver con ello. Todos. Todas las víctimas y sus familias, y sus parientes, y sus amigos. No queda nada, Sarah. Así que volvemos a Claire y los Glennon, y la doctora Madison, y…

—Ya oí esto antes —dijo Sarah.

—Escúchalo otra vez; no te matará.

—¿Puedo irme, por favor? —rogó Alan.

—¿No quieres el postre?

—Quiero ver Malibú Run.

Malibú Run tendrá que esperar —ordenó Sarah.

—Mamá, empieza a las…

—Tendrá que esperar. Comerás el postre.

—Déjalo ir si quiere ver su programa —comentó Meyer.

—Escucha, detective Meyer —dijo Sarah con furia—, tal vez seas un investigador fantástico que acostumbra a ponerse pesado con los sospechosos, pero ésta es mi mesa, y da la casualidad que me pasé tres horas esta tarde preparando la cena, y no quiero que mi familia salga corriendo…

—Y quemaste los guisantes mientras la hacías —recordó Meyer.

—¡Los guisantes no están quemados!

—¡Están demasiado cocidos!

—Pero no quemados. Siéntate donde estás, Alan. ¡Vas a comer el postre aunque tenga que hacértelo tragar a la fuerza!

La familia terminó de comer en silencio. Los chicos dejaron la mesa, y el sonido de problemas subacuáticos llegó desde el televisor del living.

—Lo siento —dijo Meyer.

—Yo también. No tenía derecho a meterme en tu trabajo.

—Tal vez estamos ciegos —concedió Meyer—. Tal vez lo tenemos ante las narices. —Dejó escapar un pesado suspiro—. Pero estoy tan cansado, Sarah. Estoy tan condenadamente cansado.

CARPENTER

Steve Carella escribió la palabra sobre una hoja de papel y después la estudió. Debajo de la palabra, apuntó:

CARPINTERO

EBANISTA

LEÑADOR

HOMBRE-DE-MADERA(?)[4]

—No puedo pensar en ninguna otra palabra que pueda relacionarse con «carpintero» —le dijo a Teddy. Teddy se acercó hasta donde estaba sentado y miró la hoja de papel. La tomó y, en su propia letra manuscrita, agregó las palabras: ¿MADERO? ¿MADERERO? ¿ASERRADERO?

Carella asintió y después suspiró:

—Creo que vamos llegando.

Dejó la hoja de lado, y Teddy se le sentó en las rodillas.

—De todos modos, es probable que no tenga nada que ver con el asunto.

Teddy, mirándole los labios, sacudió la cabeza.

—¿Crees que sí? —preguntó Carella.

Ella asintió.

—Eso parecería, ¿no? ¿Por qué si no un hombre iba a mencionarlo antes de morir? Pero… hay tantas otras cosas, Teddy. Toda esta cuestión que tiene que ver con Claire. Eso parecería…

De pronto Teddy se llevó las manos a los ojos.

—¿Qué?

Apoyó las manos sobre sus ojos.

—Bueno, tal vez estemos ciegos —dijo Carella. Volvió a tomar las hojas de papel—. ¿Crees que hay un acertijo en esta maldita palabra? ¿Pero por qué un tipo iba a ponerse a hacer un acertijo mientras agoniza? Nos diría directamente lo que piensa, ¿verdad? Oh, Cristo. No sé. Tratemos de resolverlo.

Tomó otra hoja de papel y un lápiz para Teddy, y juntos empezaron a elaborar combinaciones posibles. CARPENTER.

Carp enter

Car penter

Carpen ter

Carpent, R.[5]

—No encuentro más —gruñó Carella. Teddy estudió la lista de palabras durante un momento y después contó las letras de «carpenter».

—¿Cuántos? —preguntó Carella.

Ella alzó los dedos.

—Nueve —dijo Carella—. ¿Nos ayuda en algo eso?

Nine, escribió ella en la hoja de papel. ¿Nein?[6]

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué te parece probar al revés? —preguntó Carella. Escribió la palabra: RETNEPRAC—. ¿Significa algo para ti?

Teddy estudió la palabra y después sacudió la cabeza.

—Empecemos otra vez por el principio. Carp (carpa). Es un pez ¿verdad?

Ella asintió.

Carp enter (entra carpa). O Fish enter (entra pez). Fis henter. For shenter. Forcé centre (centro de fuerza). For centre (para el centro). —Se encogió de hombros—. ¿Te sugiere algo?

Teddy sacudió la cabeza.

—Tal vez estaba tratando de decirnos que un hombre llamado Fish entró en la librería y disparó las balas. Teddy asintió vacilante.

—Fish —dijo Carella—. Fish enter (entra Fish). —Hizo una pausa—. ¿Entonces por qué va a decir «Carp enter»? (entra Carp). ¿Por qué no decir simplemente «Entra Fish»?

Las manos de Teddy trabajaron con rapidez. Carella le miraba los dedos.

Tal vez Willis oyó mal, dijeron las manos. Tal vez estaba diciendo otra cosa.

—¿Qué, por ejemplo?

Ella escribió la palabra en la hoja de papel: CARPETER.[7]

—¿O sea un hombre que coloca carpets (alfombras)?

Teddy asintió.

—Carpeter. —Lo pensó por un momento—. Puede ser. —Se encogió de hombros—. Pero entonces también puede haber estado diciendo «carboner» (carbonatador), por ejemplo. —Pudo advertir por la expresión confundida de ella que las palabras se parecían entre sí en sus labios: carpenter, carpeter, carboner. Acomodó su papel y escribió la palabra:

CARBONER (carbonatador).

¿Qué es un carbonatador?, preguntaron las manos de Teddy.

—No sé —dijo él—. El que le pone carbono a las cosas, supongo.

Teddy sacudió la cabeza, con una amplia sonrisa en la cara. No, dijeron sus manos, así es como vosotros los italianos decís carbono.

—¡’Satamente! —dijo Carella—. ¡’Satamente lo que dico io! ¡Carbone! L’único problema e’ que signore Wechsler no e’ tano. —Sonrió y dejó el lápiz—. Ven aquí —dijo—. Quiero discutir sobre el tipo ese de las alfombras.

Teddy se dejó rodear por sus brazos y se sentó en sus rodillas.

Ninguno de ellos supo hasta qué punto se habían acercado.

Noviembre.

Los árboles habían perdido todas las hojas.

Caminaba solo, sin sombrero, con el cabello rubio agitado en el viento furioso. Había noventa mil personas en el distrito y ocho millones de personas en la ciudad, y una de ellas había matado a Claire.

¿Quién? Se preguntaba…

Se descubrió mirando rostros. Cada transeúnte se convertía en un asesino potencial, y los estudiaba en detalle, buscando inconscientemente al hombre que llevara el asesinato en la mirada, buscando conscientemente el hombre que fuera blanco, poco bajo, sin cicatrices, marcas ni deformidades, que llevaba abrigo oscuro, sombrero de fieltro gris y tal vez gafas negras.

¿En noviembre?

¿Quién?

Señora, señora, yo lo hice.

Señora, señora, yo disparé las armas, yo dejé esos agujeros abiertos en el costado de ella, yo hice que la sangre corriera por el suelo de la librería, yo le quité la vida, yo la metí en la tumba.

¿Quién?

¿Quién, hijo de puta?

Podía oír sus propios pasos solitarios sonando en el pavimento. El chasquido del neón lo rodeaba, los sonidos del tráfico, el sonido de voces que reían, pero sólo oía sus propios pasos, su propio ritmo hueco, y en algún sitio la voz recordada de Claire, nítida y vital, incluso susurrando, Claire, Claire: «Bueno, me compré un sostén nuevo».

¿Eh?

—Tendrías que ver cómo me queda, Bert. ¿Me amas, Bert?

Sabes que sí.

—Dímelo.

En este momento no puedo.

—¿Me lo dirás más tarde?

De pronto le brotaron lágrimas de los ojos. Sintió una pérdida tan total, tan completa en ese instante, que pensó que él mismo moriría, que él mismo caería sin vida sobre el pavimento. Se pasó una mano por los ojos.

De pronto recordó que no le había dicho que la amaba, y que nunca tendría la oportunidad de volver a hacerlo.

Fue una suerte que Steve Carella recibiera la llamada de la señora de Joseph Wechsler. Fue una suerte porque Bert Kling le tenía gran simpatía a la mujer y hubiera azuzado el oído. Fue una suerte porque Meyer Meyer estaba demasiado acostumbrado a oír acentos similares y no habría advertido la única pista importante, que dejó caer. Fue una suerte porque Carella había estado jugueteando el tiempo suficiente con la palabra «Carpenter» y estaba dispuesto a saltar sobre cualquier cosa que arrojara luz sobre ella. El teléfono fue de gran ayuda. El aparato establecía una barrera entre los dos. Nunca había encontrado a la mujer. Sólo oyó la voz que llegaba por la línea, y tuvo que esforzarse para captar cada sílaba.

—Houla, shoy la seniora Vaxler —dijo la voz.

—Sí, señora —contestó Carella.

—M’esposo es Joseph Vaxler —dijo.

—Ah, sí, señora Wechsler. ¿Cómo está usted? Soy el detective Carella.

—Houla —saludó ella—. Sénior Carell, no quishera moleshtarlo. Shé qu’está ocupado.

—No hay problema, señora Wechsler. ¿De qué se trata?

—Buen’, cuand’el detetive eshtuvo en casa mía, le di a él fa’turas unas cuantas, porqu’él quería verlas, ¿no? Ahora neshecito que las devuelva, las factura’.

—Oh, lo siento mucho —se disculpó Carella—. Tendrían que habérselas devuelto hace tiempo.

—’Stá boino —dijo la señora Wechsler—. No quishera moleshtarlo, pero hoy me yega segunda fa’tura d’hombre que pintaba l’auto, y m’acordé: no había pago.

—Haré que se las envíen ahora mismo —aseguró Carella. Alguien se debe de haber olvidado.

—Gracias. Quiero pagarla’ ia mishmo…

—¿El qué? —preguntó Carella de pronto.

—¿Perdón?

—¿El qué? ¿El hombre que qué?

—N’entiendo de qu’habla, signor Carell.

—Dijo algo de un hombre que…

—Oh, el que pint’autos.[8] L’hombre que pintó l’auto de Joseph. Sé, sé. Es’es la shegunda fa’tura. ¿Qu’hay con él?

—Señora Wechsler, ¿su… su esposo hablaba como usted?

—¿Cá?

—Su esposo. ¿Acaso… acaso él hablaba como usted?

—Oh, ia creo que sí, pobr’alma. Per’era boino, sabe. Er’un amor, boino…

—¡Bert! —aulló Carella.

Kling alzó los ojos de su escritorio.

—Vamos —dijo Carella—. Adiós, señora Wechsler, la llamaré más tarde.

Colgó el aparato con violencia.

Kling ya se estaba poniendo la cartuchera.

—¿Qué pasa?

—Creo que lo tenemos.