Capítulo 6
Capítulo 6
Bert Kling llegó a la comisaría a las dos aquella tarde del sábado, a tiempo para ver el informe que habían entregado de Balística. Estaba sin afeitar, con una pelusa rubia cubriéndole la mandíbula y la quijada. Vestía el mismo traje y la misma camisa que había llevado la noche antes, pero se había sacado la corbata, y las ropas se veían arrugadas como si las hubiese usado para dormir. Aceptó algunas condolencias en el pasillo externo de la sala de patrulla, rechazó el café que le ofreció Miscolo, y se dirigió directamente a la oficina del teniente. Estuvo con Byrnes durante más o menos media hora. Cuando salió Carella y Meyer habían regresado de la universidad, donde un rastro prometedor se había reducido a cenizas. Se dirigió al escritorio de Carella.
—Steve —dijo—, estoy trabajando en el caso.
Carella alzó la cabeza y asintió.
—¿Crees que es una buena idea?
—Acabo de hablar con el teniente —dijo Kling, con voz extrañamente desprovista de tono—. Cree que hago bien.
—Yo había pensado…
—Quiero trabajar en él, Steve.
—De acuerdo.
—En realidad, yo… estaba aquí cuando llegó el aviso, así que… oficialmente… yo…
—No tengo problemas, Bert. Sólo pensaba en ti.
—Estaré bien cuando lo agarremos —dijo Kling.
Carella y Meyer intercambiaron una mirada silenciosa.
—Bueno… bueno, está bien entonces. Seguro. ¿Quieres… quieres ver el informe de Balística?
Kling tomó el sobre de papel en silencio y lo abrió. Había dos informes dentro del sobre. Uno describía una automática calibre 45. El otro un 22. Kling estudió cada informe por separado.
No hay nada demasiado misterioso en la determinación de la marca de un arma de fuego desconocida cuando uno posee una sola bala disparada por ella. Kling, como policía de servicio, lo sabía. Al mismo tiempo encontraba un poco desconcertante el proceso, y trataba de no pensar mucho o demasiado a menudo en él.
Sabía que había un enorme archivo documental de revólveres, pistolas y balas en el Departamento de Balística, y que todas estaban clasificadas por el calibre, por la cantidad de muescas y relieves, y por la dirección de giro en el espiral del arma. Además, sabía que todas las armas de mano en uso tenían marcas en espiral que hacían que una bala rotara mientras pasaba por el cañón. Los relieves, lo sabía de memoria, eran las superficies suaves entre las muescas de la espiral del cañón. Las zonas lisas y las muescas dejaban marcas en una bala.
Cuando una bala ya utilizada era recobrada y enviada a Balística, se la hacía rodar sobre una hoja de papel carbónico y después se la comparaba con las fichas del archivo. Si Balística sacaba tentativamente una bala del archivo, la bala sospechosa se colocaba bajo un microscopio junto con una bala de prueba de otra parte del archivo y se las comparaba con minuciosidad. Era entonces, cuando desempeñaban un importante papel el giro y el ángulo de giro, en lo que Kling se confundía un poco.
Por eso no pensaba nunca mucho en el asunto. Sabía sencillamente que el mismo tipo de pistola o revólver siempre dispararía una bala con la misma cantidad y anchura de muescas y la misma dirección en espiral y de giro. Por eso aceptaba los informes de Balística sin discutirlos.
—Así que empleó dos armas distintas, ¿eh? —dijo Kling.
—Sí —contestó Carella—. Eso explica los informes contradictorios de nuestros testigos. No los viste, Bert. Están en el archivo.
—¿Clasificados en qué letra?
—Cómo… —Carella vaciló—. En la K… por Kling.
Kling asintió brevemente. Era difícil saber qué pensaba en ese momento.
—Pensamos que quería matar a uno de los cuatro que alcanzó, Bert —dijo Meyer. Hablaba lenta, cautelosamente. Una de los cuatro había sido Claire Townsend.
Kling asintió.
—No sabemos cuál —dijo Carella.
—Esta mañana interrogamos a la señora Land, y nos dio lo que parecía una pista, pero no resultó nada. Queremos ver a los otros hoy y mañana.
—Yo me encargaré de uno —comentó Kling. Hizo una pausa—. Preferiría no interrogar al padre de Claire, sino a cualquiera de los otros…
—Por supuesto —asintió Carella.
Los hombres permanecieron en silencio. Tanto Meyer como Carella sabían que había que decir algo, y que tenían que decirlo ahora. Meyer era el mayor de los dos —tanto en edad como en años de experiencia en la comisaría— pero miró con ojos suplicantes a Carella, y éste captó el mensaje, carraspeó, y dijo:
—Bert, creo… creo que tendríamos que dejar algo bien claro.
Kling alzó la cabeza.
—Queremos coger a ese tipo. Realmente lo queremos agarrar.
—Lo sé.
—No tenemos casi nada en qué basarnos, y eso no lo hace fácil. Se volverá más difícil si…
—¿Si que?
—Si no trabajamos en esto como un equipo.
—Estamos trabajando en equipo —aseveró Kling.
—Bert, ¿estás seguro de que quieres entrar en este caso?
—Estoy seguro.
—¿Estás seguro de que puedes interrogar a cualquiera y escuchar los hechos referidos a la muerte de Claire y ser capaz de pensar en…?
—Puedo hacerlo —apuntó Kling de inmediato.
—No me interrumpas, Bert. Estoy hablando de un asesinato múltiple en una librería, y una de las víctimas era…
—Dije que puedo hacerlo.
—… una de las víctimas era Claire Townsend. ¿Ahora, puedes?
—No seas hijo de puta, Steve. Puedo hacerlo y…
—Yo no lo creo.
—¡Bueno, yo sí lo creo! —dijo Kling alzando la voz.
—¡Ni siquiera me permites mencionar el nombre de ella en la comisaría, por Cristo! ¿Qué vas a hacer cuando alguien describa el modo en que la mataron?
—Sé que la mataron —aceptó Kling con suavidad.
—Bert…
—Sé que está muerta.
—Mira, mejor si no participas. Hazme un favor y…
—Viernes trece —dijo Kling—. Mi madre solía llamarle «maleficio vudú» a ese día. Sé que está muerta, Steve. Seré capaz de… de… Trabajaré contigo, y la cabeza me funcionará bien, no te preocupes. No sabes hasta qué punto quiero atrapar a este tipo. No sabes hasta qué punto y no serviré en otra cosa hasta que lo agarremos, créeme. No serviré en ninguna otra cosa, ¡maldita sea!
—Existe la posibilidad —dijo Carella con voz neutra— de que el asesino buscara a Claire.
—Lo sé.
—Existe la posibilidad de que podamos descubrir cosas sobre Claire que a ti no te interesaría especialmente saber.
—No hay nada nuevo que pueda averiguar sobre Claire.
—Homicidios abre muchos armarios cerrados, Bert.
—¿Adonde quieres llegar? —preguntó Kling—. ¿Qué quieres que haga?
Carella y Meyer intercambiaron otra larga mirada.
—De acuerdo —dijo Carella al fin—. Vete a casa, aféitate y cámbiate de ropa. Aquí está la dirección de la esposa de Joseph Wechsler. Estamos tratando de averiguar si alguna de las víctimas recibió alguna advertencia o amenazas o… queremos saber con exactitud detrás de quién andaba, Bert.
—Perfecto. —Kling tomó la hoja de papel, la dobló en dos, y la deslizó en el bolsillo de la chaqueta. Cuando ya iba a marcharse, lo llamó.
—¿Bert?
Kling se dio la vuelta.
—¿Sí?
—Sabes… sabes lo que pensamos sobre esto ¿no?
Kling asintió con la cabeza.
—Creo que sí.
—Perfecto.
Los dos hombres se miraron a los ojos durante un instante. Después Kling se dio la vuelta y salió de la sala caminando con rapidez.
La ciudad es una chiflada totalidad compuesta de muchas partes que no encajan del todo. Uno creería que todas las piezas debieran unirse como los trozos de un rompecabezas, pero por algún motivo los ríos, los arroyos, los puentes y los túneles delimitan y unen zonas que, tanto en carácter como en geografía, podrían ser países extraños apartados por varios kilómetros y no segmentos de la misma metrópolis desplegada.
Isola, desde luego, era el eje de la ciudad, y el Distrito 87 estaba adherido al centro de ese eje, como una rueda dentro de una rueda, girando. Isola era una isla, bautizada de modo apto y literal por un explorador italiano poco imaginativo que tropezó con América, mucho después de que su compatriota la descubriera y la reclamara para la Reina Isabel. A pesar de Colón, el aventurero tardío dio con esta hermosa isla, se quedó sin palabras ante su belleza, y murmuró simplemente: «Isola». No «Isola Bella», o «Isola Bellissima» o «Isola lapiú bella d’Italia», sino meramente «Isola».
Isla.
Como era un italiano de pura cepa, nacido y criado en la pequeña ciudad de San Luigi, había pronunciado el nombre en un italiano perfecto. El nombre, si no la isla propiamente dicha, fue variando durante los siglos siguientes, de modo que ahora se pronunciaba «Ais-ei-luj», o a veces incluso «Ais-luj». La mala pronunciación tal vez hubiese molestado al descubridor de la isla en caso de que siguiera vivito y coleando en el siglo veinte, pero lo más probable es que ni siquiera hubiese reconocido el lugar. Isola estaba saturada de rascacielos por encima y de túneles por debajo de la superficie. Rugía con el ritmo estruendoso de los grandes establecimientos. Sus puertos desbordaban de mercancías provenientes de todas partes del mundo. Sus costas estaban contorneadas por incontables puentes que la conectaban con el resto, menos frenético, de la ciudad. Isola había recorrido un largo camino desde San Luigi.
Majesta y Bethtown reflejaban la influencia inglesa sobre el nuevo mundo, al menos en cuanto a sus nombres honraban a la realeza británica. Bethtown fue bautizada tomando el nombre de la Reina Virginia en un estallido de familiaridad y habiendo decidido los ministros llamar al lugar «Besstown». Pero la persona que comunicó el nuevo nombre a la colonia de la corona era un hombre que había ceceado desde que aprendiera a hablar, y le dijo a quien en ese entonces era el gobernador que el deseo de la reina era llamar al lugar «Bethtown». Así quedó registrado en los archivos oficiales. Para cuando Bess descubrió la fenomenal chapuza, el nombre ya era de uso común, y la reina advirtió que no podría reeducar muy bien a los colonos, así que permitió que permaneciera. A cambio, cortó la cabeza del mensajero ceceoso… pero eso pertenece al mundo del espectáculo.
Majesta había sido bautizada según George III, cuyos consejeros habían pensado al principio que sería adecuado poner al lugar el nombre de Georgetown pero después decidieron que ya había demasiados Georgetowns en danza. Buscaron en sus textos latinos y dieron con la palabra majestas, que significa «grandeza», «grandiosidad» o «majestad», y les pareció un tributo adecuado para su monarca. Más tarde George tuvo un pequeño problema en Boston con ciertos bebedores de té, cuando su majestad quedó de algún modo disminuida, pero el nombre Majesta siguió en pie como un recuerdo de días mejores.
A Punta Calma no la habían bautizado así por insinuación de nadie. En realidad, durante un tiempo muy largo apenas sí había vivido alguien en esa islita que bordeaba la isla mayor de Isola. En aquellos días, los animales salvajes recorrían los bosques en busca de alimento enzarzándose en sanguinarias batallas; pero aún así el resto de la ciudad se refería a la isla que estaba al otro lado del río Harb, como Punta Calma. Unos pocos aventureros endurecidos limpiaron los bosques de animales, alzaron un par de tiendas, y empezaron a propagarse. Así es como se inicia un suburbio, por cierto. Poco después, cuando la tribu crece, uno puede solicitar a la ciudad un servicio de ferry. En caso de una auténtica explosión demográfica, siempre se puede tener la esperanza de un puente que enlace con el continente.
Bert Kling se dirigía a Riverhead, donde residía la esposa de Joseph Wechsler. En realidad no había ningún río que tuviera su cabeza —o incluso su cola— en esa zona de la ciudad.[1] En los días de los viejos colonos holandeses toda la zona de la ciudad que estaba encima de Isola era propiedad de un tal Ryerhert. La Granja de Ryerhert era buena tierra salpicada de roca ígnea y metamórfica. Cuando la ciudad creció, Ryerhert vendió parte de su tierra y donó el resto hasta que con el tiempo toda fue propiedad de la ciudad. «Ryerhert» era difícil de pronunciar, incluso antes de 1917 cuando se puso de moda ese sonido levemente teutónico, Ryerhert se había convertido en Riverhead. Desde luego, había agua en Riverhead, pero, en realidad, ésta era un pequeño arroyo y ni siquiera lo llamaban un arroyuelo, sino Charca Cinco Millas. No tenía cinco millas de ancho, ni cinco de largo, ni estaba a cinco millas de ningún mojón geográfico notable. Sencillamente era un arroyuelo al que llamaban Charca Cinco Millas en una comunidad llamada Riverhead que no tenía ninguna cabeza de río en ella.
A veces la ciudad era una chiflada totalidad.
La señora Wechsler vivía en Riverhead en un edificio de apartamentos que tenía una amplia zona abierta de entrada flanqueada por dos enormes floreros de piedra sin flores en su interior.
Kling caminó entre los floreros, y a través de la zona abierta, entró en el vestíbulo. Vio una placa que decía Joseph Wechsler, apartamento 4 A, y apretó el timbre. Hubo un click de respuesta, la puerta cerrada con llave del vestíbulo interno se abrió y Kling subió las escaleras hasta el cuarto piso.
Tomó aliento, con una profunda aspiración, en el pasillo ante el apartamento de Wechsler. Después golpeó la puerta.
Abrió una mujer. Miró a Kling con curiosidad y dijo:
—¿Sí?
—¿Señora Wechsler?
—¿No? —Seguía siendo una pregunta—. ¿Es usted el nuevo rabino? —preguntó la mujer.
—¿Qué?
—El nuevo…
—No. Soy de la policía.
—Oh. —La mujer hizo una pausa—. Oh, ¿quiere ver a Ruth?
—¿Ella es la señora Wechsler?
—Sí.
—Es a ella a quien me gustaría ver —afirmó Kling.
—Nosotros… —La mujer parecía confundida—. Ella… mire, estamos sentados en el shivah. Es decir… ¿usted es judío?
—No.
—Estamos de duelo. Por Joseph. Yo soy la hermana. Creo que sería mejor que volviera en otro…
—Señora, me gustaría poder hablar con la señora Wechsler ahora. Yo… puedo comprender… pero…
De pronto sintió deseos de marcharse, no quería estar con gente de duelo. Y después pensó: «te vas, y el asesino te saca ventaja».
—¿Por favor, podría verla ahora? —preguntó—. ¿Podría hacer el favor de preguntarle?
—Le preguntaré —dijo la mujer, y cerró la puerta.
Kling esperó en el pasillo. Podía oír los ruidos de un edificio de apartamentos rodeándolo, los ruidos de la vida. Y, más allá de la puerta cerrada del apartamento 4 A, la quietud de la muerte.
Un joven que llevaba un libro bajo el brazo subió por las escaleras. Asintió con solemnidad ante Kling, se detuvo junto a él, y le preguntó:
—¿Aquí es lo de Wechsler?
—Sí.
—Gracias.
Llamó a la puerta. Mientras esperaba que alguien contestara, tocó con los dedos el mezuzah asegurado a la jamba de la puerta. Esperaron juntos en silencio. Desde algún lugar de los pisos superiores una mujer llamaba a gritos al hijo que estaba en la calle. «¡Martin! ¡Sube a ponerte un suéter!». Dentro del apartamento, había silencio. El joven llamó a la puerta otra vez y pudieron oír pasos más allá de ella. La hermana de Joseph Wechsler abrió, miró primero a Kling y después al recién llegado.
—¿Usted es el rabino? —preguntó.
—Sí —contestó el hombre.
—¿Quiere entrar, por favor, rovt? —dijo. Se volvió hacia Kling—: Ruth dice que hablará con usted, señor… ¿cuál es su nombre?
—Kling.
—Sí, señor Kling. Señor Kling, ella acaba de perder a su esposo. ¿Quisiera… podría tener la amabilidad…?
—Entiendo —dijo Kling.
—Entre entonces. Gracias.
Estaban sentados en la sala. Había una canasta de frutas sobre la mesa de café. Los cuadros y los espejos estaban envueltos en paños negros. Los dolientes estaban sentados en canastos de madera. Los hombres llevaban yomulkas negras, las mujeres mantones. El joven rabino entró en la habitación y empezó a dirigir una plegaria. Ruth Wechsler se apartó del grupo de dolientes y se acercó a Kling.
—¿Cómo está usted? —saludó—. Encantada de conocerlo.
Hablaba con un denso acento yiddish, que al principio sorprendió a Kling porque la mujer parecía muy joven y la escasa familiaridad con el inglés no parecía concordar con la juventud. Después, al mirarla con mayor atención bajo la luz difusa del cuarto, advirtió que ya había pasado hacía tiempo los cuarenta, y que incluso tenía más de cincuenta, una de esas raras mujeres semíticas que realmente nunca envejecen, de cabello negro como la brea y luminosos ojos marrones, más luminosos porque estaban húmedos de lágrimas. Le tomó la mano brevemente, y Kling se la estrechó con torpeza, sin saber qué decir, con su propia pena tragada de pronto en los ojos de aquella hermosa mujer pálida y que no tenía edad.
—¿Quisiera usted acompañarme, por favor? —dijo.
Su acento era realmente atroz, casi como el de los números burlescos del dúo Sammy y Abie, desprovisto de toda diversión, debido a su profunda tristeza. Kling realizó instintivamente un ajuste auditivo, abandonando el denso dialecto, traduciendo mentalmente, oyendo aún la curiosa estructura de las frases pero forcejeando a través del acento para llegar al significado de las palabras.
La mujer lo llevó a un pequeño cuarto detrás de la sala. Había un sofá y un televisor. La pantalla estaba en blanco. Dos ventanas daban a la calle y a los sonidos de una ajetreada ciudad. Desde la sala llegaba el sonido de la voz del rabino alzada en las antiguas y dolientes plegarias hebreas. En el pequeño cuarto del televisor, Kling se sentó junto a Ruth Wechsler y se sintió unido a la mujer. Quería tomar sus manos en las suyas. Quería llorar con ella.
—Señora Wechsler, sé que esto es difícil…
—No, me gustaría hablar con usted —dijo ella. Pronunció justaría. Asintió con la cabeza y prosiguió—: Quiero ayudar a la policía. Na podemos atrapar al asesino si no ayudo a la policía.
Kling miró los luminosos ojos marrones y oyó las palabras exactamente de ese modo, aunque ella en realidad había dicho: Na prodremos trapar Vazeshino si n’achudo lapolecia.
—Bueno… es muy amable por su parte, señora Wechsler. Trataré de no hacer demasiadas preguntas, y de ser lo más breve posible.
—Tómese el tiempo que necesite —dijo ella.
—Señora Wechsler, ¿sabe por casualidad qué estaba haciendo su esposo en Isola en esa librería en particular?
—Cerca de ahí, tenía una tienda.
—¿Dónde, señora Wechsler?
—En la esquina de Stem y la Cuarenta y Nueve.
—¿Qué tipo de tienda?
—Ferretería.
—Ya veo, y su establecimiento queda cerca de la librería. ¿Iba él con frecuencia a la librería?
—Sí. Era muy lector, Joseph. No hablaba demasiado bien, Joseph. Tiene, como yo, un acento espantoso. Pero le gustaba leer. Decía que eso lo ayudaba con las palabras, leer en voz alta. Me leía en voz alta en la cama. Creo… creo que fue a buscar un libro que mencionó la semana pasada… y que yo le dije que sería hermoso que me leyera.
—¿Qué libro era, señora Wechsler?
—De Hermán Wouk, que es un buen hombre. Joseph me leyó en voz alta El motín del Caine y Éste es mi Dios, y le dije que teníamos que conseguir este libro, Marjorie Morningstar, porque cuando se editó hizo mucho ruido, algunos judíos se ofendieron. Le dije a Joseph, ¿cómo un buen hombre como Herman Wouk va a escribir un libro que ofenda a los judíos? Le dije que tenía que haber un error, y que mucha gente, no sé, es demasiado sensible. Le dije que el señor Wouk debía ser el ofendido, que no entienden a este hombre, pues a veces no comprenden su amor y lo toman por otra cosa. Eso es lo que le dije a Joseph. Así que le pedí que consiguiera el libro, para comprobarlo nosotros mismos.
—Entiendo. ¿Y cree que fue allí a buscar el libro?
—Sí, eso creo.
—¿Acostumbraba hacerlo? ¿Comprar libros en esa librería en especial?
—Sí y también usaba la biblioteca de préstamo.
—Entiendo. ¿Pero en esa librería? ¿No en una de este barrio, por ejemplo?
—No. Joseph pasaba mucho tiempo en la tienda, entiende, así que hacía sus diligencias a la hora del almuerzo, o tal vez antes de volver a casa, pero siempre en el barrio donde estaba su tienda.
—¿A qué tipo de diligencias se refiere, señora Wechsler?
—Oh, cositas. Déjeme pensar. Bueno, por ejemplo hace unas semanas una radio portátil que teníamos se rompió. Así que Joseph se la llevó al trabajo y la hizo arreglar en una tienda de aquel barrio.
—Entiendo.
—O el automóvil, que tenía una raspadura en el guardabarros. Lo dejó estacionado en la calle, alguien chocó con él y le raspó pintura del guardabarros… ¿no podíamos hacer algo con el asunto?
—Bueno… ¿se pusieron en contacto con su compañía de seguros?
—Sí, pero teníamos un tope mínimo de cincuenta dólares… ¿sabe lo que es eso?
—Sí.
—Y esto era un trabajito de pintura solamente, veinticinco, treinta dólares, me olvidé. Aún tengo que pagar la cuenta. El pintor de coches me envió la factura la semana pasada.
—Entiendo —dijo Kling—. En otras palabras, su esposo acostumbraba tratar con comerciantes del barrio donde se encontraba su propio negocio. Y alguien podía saber que iba a la librería con frecuencia.
—Sí. Alguien podía saberlo.
—¿Hay alguien que… que pueda haber tenido algún motivo para querer matar a su esposo, señora Wechsler?
Bruscamente, Ruth Wechsler dijo:
—Sabe, no puedo acostumbrarme a que esté muerto.
Dijo las palabras sin alterarse, como si estuviera comentando un aspecto curioso del clima. Kling se quedó en silencio y escuchó.
—No puedo acostumbrarme a que ya no me lea en la cama en voz alta. En la cama. —Sacudió la cabeza—. No puedo acostumbrarme.
El cuarto quedó en silencio. En la sala, la letanía de la rosa muerta se alzaba y caía en tonos sombríos, melódicos.
—¿Tenía… tenía él algún enemigo, señora Wechsler? —preguntó Kling suavemente.
Ruth Wechsler sacudió la cabeza.
—¿Había recibido alguna nota o alguna llamada telefónica amenazante?
—No.
—¿Había discutido con alguien? ¿Con furia? ¿Algo por el estilo?
—No sé. No creo.
—Señora Wechsler… cuando su esposo murió… en el hospital, el detective que estaba con él le oyó decir la palabra «carpenter».[2] ¿Es el apellido de alguien que usted conozca?
—No. ¿Carpenter? No. —Sacudió la cabeza—. No, no conocemos a nadie con ese nombre.
—Bueno… ¿es posible que su esposo hubiera encargado algún trabajo en madera?
—No.
—¿Que pudiese haber contactado con algún carpintero o ebanista?
—No.
—¿Nada por el estilo?
—No.
—¿Está segura? —inquirió Kling.
—Por completo.
—¿Tiene alguna idea acerca de por qué dijo esa palabra, señora Wechsler? La repitió una y otra vez. Pensamos que podía tener algún sentido especial.
—No. Ninguno.
—¿Tiene algunas cartas o facturas de su esposo? Tal vez se escribía con alguien, o estaba haciendo negocios con alguien que…
—Compartía todo con mi esposo. Nadie llamado Carpenter. Ningún trabajador de la madera. Ningún ebanista. Lo siento.
—Bueno, ¿puedo quedarme con las facturas y las cartas de todos modos? Se las devolveré en buen estado.
—Pero por favor no se quede mucho tiempo con las facturas —rogó Ruth Wechsler—. Me gusta pagar pronto las facturas. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Ahora tengo que leer.
—Lo siento, ¿qué…?
—El libro. El libro del señor Wouk. —Hizo una pausa—. Mi pobre esposo. Mi pobre querido.
Y aunque pronunció la palabra como «carido», no sonó divertido en absoluto.
Cuando estuvo en el pasillo ante el apartamento, Kling se apoyó de pronto contra la pared y cerró los ojos con fuerza. Respiró con dificultad y violencia durante varios instantes, después dejó escapar un profundo suspiro, se apartó con un impulso de la pared, y bajó tranquilo los escalones basta la calle.
Era sábado y los niños habían vuelto todos de la escuela. En medio de la calle se desarrollaba un partido de pelota, los chicos con las camisas abiertas en la desacostumbrada calidez de octubre. Niñas con vestiditos brillantes saltaban a la cuerda en la acera… «Do-re-mi-fa-sol-la-si, ¡si-la-sol-fa-mi-re-do!». Dos pequeños jugaban a las canicas en la alcantarilla, uno de ellos discutiendo si era lícito usar una canica de acero. Calle arriba, Kling vio a tres conspiradores de un metro veinte, dos chicos y una niña, subir corriendo hasta el umbral al nivel de la calle, mirar furtivamente a su alrededor, hacer sonar el timbre, y después cruzar corriendo la calle hasta la acera opuesta. Cuando pasó junto al umbral, la puerta se abrió y un ama de casa se asomó inquisitiva. Desde el otro lado de la calle, los tres niños empezaron a cantar:
—Señora, señora, yo lo hice; señora, señora, yo lo hice; señora, señora, yo, lo hice; señora, señora, yo lo hice…
El sonido de sus voces retumbó en sus oídos durante todo el tiempo que recorrió esa manzana.