Capítulo 1

Capítulo 1

Esquemas.

El esquema de la luz solar de octubre que se filtra a través de ventanas enrejadas para asentarse en una m"anch"a color ámbar sobre un suelo de madera con cicatrices. Sombras que se funden con la mancha de sol: las sombras de hombres altos en mangas de camisa; es octubre, pero hace calor en la comisaría y el veranillo de San Martín muere lentamente.

Suena el teléfono.

Más allá de las ventanas está el sonido de la ciudad. El alarido simultáneo de niños que salen de la escuela, el vendedor callejero tras su carrito —«Hot dogs, jugo de naranja»—, el estrépito retumbante de autobuses y coches, el cliqueteo en staccato de tacones altos, el hueco rechinar de los patines sobre aceras marcadas con tiza. A veces la ciudad se queda bruscamente silenciosa. Casi se puede oír el latido de un corazón. Pero ese silencio es parte del ruido urbano, parte de su estructura. A veces en la quietud, una pareja de amantes camina por debajo de las ventanas de la sala de la comisaría y sus palabras se elevan apagándose en susurros. Un policía alza la cabeza de la máquina de escribir. Afuera funciona una ciudad.

Esquemas.

Un detective está de pie junto a la máquina de agua. Sostiene el vaso cónico de papel en la mano, espera que se llene, y después inclina la cabeza para beber. Lleva un 38 de Policía Especial en una cartuchera que cuelga del costado izquierdo del cinturón. Se oye una máquina de escribir al otro lado de la sala, vacilante, tropezando, pero hay que mecanografiar los informes, y por triplicado; los policías no tienen secretaria particular.

Suena otro teléfono.

—Distrito 87, habla Carella.

Hay algo de atemporal en esta sala. Hay esquemas que se superponen entre sí, y se combinan para formar el ambiente clásico del trabajo policial. Este varía levemente de un día a otro. Hay una rutina oficinesca y un hábito investigador, y muy de vez en cuando llega un caso que rompe el esquema clásico. El trabajo policial es como una corrida de toros. Siempre hay una arena, un toro, y siempre un matador y picadores y monosabios, y siempre, también, la música del pasodoble, la trompeta inaugural que toca la Virgen de la Macarena, la música ritual completa, anunciando las diversas etapas de un enfrentamiento que no acaba de serlo del todo. Normalmente el toro muere, pero sólo cuando se trata de un toro excepcionalmente bravo se le perdona la vida, aunque en la mayoría de los casos muere. No existe nada de auténtico deporte porque el desenlace queda asegurado antes de que empiece el falso combate. El toro morirá. Desde luego, hay ciertas sorpresas dentro del marco de la ceremonia sacrificial —un matador quedará cubierto de sangre, un toro saltará la barrera— pero el esquema permanece establecido e invariable, el clásico ritual de la sangre.

Lo mismo ocurre con el trabajo policial.

Hay esquemas en esta sala. Hay algo de atemporal en los hombres de este sitio haciendo el trabajo que están haciendo.

Están todos profundamente comprometidos con el clásico ritual de la sangre.

—Distrito 87, detective Kling al habla.

Bert Kling, el hombre más joven de la patrulla, apretó el auricular entre el hombro y la oreja, se inclinó sobre la máquina de escribir y empezó a borrar un error. Había deletreado mal la palabra «aprehendido».

—¿Quién? —Preguntó por teléfono—. Oh, claro, Dave, pásamela.

Esperó mientras Dave Murchison, encargado de la centralita en el cuarto de control de abajo, le pasaba la llamada.

Junto a la máquina de agua, Meyer Meyer llenó otro vaso de papel y dijo:

—Siempre lo llama una muchacha. Las muchachas de esta ciudad no tienen otra cosa que hacer: llaman al detective Kling y le preguntan cómo anda hoy el mundo del crimen. —Sacudió la cabeza.

Kling le pidió silencio con la palma de la mano tendida.

—Hola, querida —dijo por teléfono.

—Oh, es ella —dijo Meyer, con voz de enterado.

Steve Carella, que estaba terminando con una llamada en su escritorio, colgó y dijo:

—¿Es quién?

—¿Quién te parece? Kim Novak, es ella. Llama todos los días. Quiere saber si debería comprar algunas acciones de la Columbia Pictures.

—¿Queréis hacer el favor de cerrar el pico, muchachos? —dijo Kling. Al teléfono añadió—: Oh, lo de siempre. Los payasos haciendo de las suyas otra vez.

Claire Townsend, en el otro extremo de la línea, dijo:

—Diles que se metan en sus asuntos. Diles que estamos enamorados.

—Eso ya lo saben —aseguró Kling—. Escucha, ¿nos vemos esta noche?

—Sí, pero llegaré un poco tarde.

—¿Por qué?

—Tengo que ir a un sitio después de la escuela.

—¿Qué tipo de sitio? —preguntó Kling.

—Tengo que recoger unos libros. Deja de sospechar.

—¿Por qué no dejas de estudiar? —Preguntó Kling—. ¿Por qué no te casas conmigo?

—¿Cuándo?

—Mañana.

—Mañana no puedo, estaré muy ocupada. Además, el mundo necesita asistentas sociales.

—El mundo no me importa. Yo necesito una esposa. Tengo agujeros en los calcetines.

—Te los zurciré esta noche —dijo Claire.

—Bueno, en realidad —susurró Kling— tenía pensada otra cosa.

—Está susurrando —le comentó Meyer a Carella.

—Cierra el pico —ordenó Kling.

—Cada vez que llega a la parte sabrosa, susurra —dijo Meyer, y Carella rompió a reír.

—Esto se está poniendo imposible —dijo Kling, con un suspiro—. Claire, te veré a las seis y media, ¿de acuerdo?

—Mejor a las siete —contestó ella—. Iré disfrazada, dicho sea de paso. Tu entrometida portera no me reconocerá cuando fisgonee en el vestíbulo.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué tipo de disfraz?

—Ya verás.

—No, venga. ¿Qué llevas puesto?

—Bueno… Llevo una blusa blanca —describió Claire—, abierta en la garganta, sabes, y un collar de perlas muy pequeñas. Y una falda negra, bien ajustada, con un cinturón negro ancho, el de la hebilla de plata…

Mientras Claire hablaba, Kling sonreía inconscientemente, y construía una imagen mental de ella en la cabina telefónica de la universidad. Sabía que estaría inclinada con el aparato muy cerca de la boca. Medía un metro setenta, y la cabina resultaría pequeña para ella. El cabello, negro como el pecado, estaría peinado hacia atrás, dejándole el rostro libre, con los ojos marrones intensos y vivos mientras hablaba, tal vez con una tenue sonrisa en los labios. La blusa blanca se estrecharía en la cintura, la falda negra caería sobre las amplias caderas, en línea recta sobre los muslos y las largas piernas.

—… sin medias porque hace tanto calor —proseguía Claire—, y zapatos de tacón alto, y eso es todo.

—¿Dónde está el disfraz, entonces?

—Bueno, me compré un sostén nuevo —susurró Claire.

—¿Eh?

—Tendrías que ver cómo me queda, Bert. —Hizo una pausa—. ¿Me amas, Bert?

—Sabes bien que sí.

—Ella le preguntó si la ama —adivinó Meyer, y Kling hizo una mueca.

—Dímelo —susurró Claire.

—En este momento no puedo.

—¿Me lo dirás más tarde?

—Mmmmm —dijo Kling, y miró a Meyer con recelo.

—Espera a ver mi sostén.

—Sí, no veo la hora de verlo —dijo Kling, mirando a Meyer, articulando las palabras con cuidado.

—No pareces muy interesado —añadió Claire.

—Lo estoy. Es un poco difícil, eso es todo.

—Se llama «Abundancia» —dijo Claire.

—¿Qué cosa?

—El sostén.

—Muy bonito —sentenció Kling.

—¿Qué están haciendo ahí? ¿Parados alrededor de tu escritorio y respirándote en la nuca?

—Bueno, no exactamente, pero creo que sería mejor despedirnos. Te veo a las seis y media, querida.

—Las siete —corrigió Claire.

—De acuerdo. Adiós, muñeca.

—«Abundancia» —susurró ella, y colgó. Kling también colgó el teléfono.

—Perfecto —dijo—. Voy a llamar a la telefónica y les voy a pedir una cabina.

—Se supone que no tienes que hacer llamadas privadas durante el tiempo que te pagan los contribuyentes —comentó Carella, y le guiñó el ojo a Meyer.

—No hice esta llamada, la recibí. Además, se supone que un hombre tiene derecho a cierta intimidad, aun cuando trabaje con una horda de bastardos calentones. No veo por qué no puedo hablar con mi prometida sin que…

—Está molesto —observó Meyer—. Le llamó su prometida en vez de su chica. Escucha, habla con ella. Llámala tú y dile que sacaste a los gorilas de la sala y que ahora puedes hablar. Vamos, hazlo.

—Vete al diablo —gruñó Kling.

Furioso, volvió a concentrarse en la máquina de escribir, olvidando que había dejado una palabra a medio borrar. Empezó a teclear otra vez y entonces se dio cuenta de que estaba escribiendo sobre lo que ya había mecanografiado. Rencorosamente, sacó de un tirón, desgarrándolo, el informe casi completo.

—¿Veis lo que habéis conseguido? —Gritó impotente—. ¡Ahora tengo que empezar otra vez de nuevo!

Sacudió la cabeza desesperado, tomó un informe blanco de la División de Detectives, otro azul y un tercero amarillo del cajón superior del escritorio, intercaló las tres hojas con papel carbón, y empezó a teclear otra vez, aporreando las teclas como si se estuviera vengando.

Steve Carella caminó hacia la ventana y bajó la vista hacia la calle. Era un hombre alto, y se erguía con una engañosa y elegante gracia junto a la reja, bañado por la luz solar del final de la tarde, con el cuerpo anguloso sin dar indicios del poder destructivo de su pecho y los brazos musculosos. De perfil parecía levemente oriental, el sol recortando los elevados pómulos y los ojos curiosamente sesgados hacia abajo.

—A esta hora —afirmó—, siempre tengo ganas de irme a dormir.

Meyer miró su reloj.

—Es porque nos van a relevar pronto —dijo.

Al otro lado de la sala, Kling seguía aporreando las teclas de la máquina de escribir.

Había dieciséis detectives, sin contar al teniente Byrnes, destinados al Distrito 87. De los dieciséis, por lo común cuatro estaban en misión especial en alguna parte, dejando un grupo de doce, que se dividía en cuatro grupos de servicio integrados por tres hombres. A diferencia de los patrulleros propiamente dichos, los detectives elaboraban sus propios horarios, y el esquema, aunque arbitrario, era coherente. Había dos turnos, el de las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, y el de las seis de la tarde hasta las ocho de la mañana. El turno de noche era el más pesado de los dos, y ninguno de los detectives tenía simpatía por él, aunque lo cumplían, sin embargo, cada cuatro días. También estaban «fuera de servicio» cada cuatro días, término éste que no significaba mucho, pues teóricamente todos los policías están «de servicio» las veinticuatro horas durante cada día del año. Además, la mayoría de los detectives de la división consideraban que esos días fuera de servicio eran necesarios para llevar a cabo trabajos de investigación externa de carácter vital. Era complicado mantener los horarios, dado que los policías en misión especial cambiaban constantemente, y porque se hacía un reconocimiento diario de lunes a jueves, y se exigía que los detectives aparecieran por allí para conocer a los hombres que estaban cometiendo crímenes en toda la ciudad, y porque tenían que aparecer en el juzgado para testificar en los procesos, y porque… era complicado mantener los horarios. Los equipos cambiaban, los hombres entraban y salían, a menudo había ocho policías en la sala de la escuadra en vez de tres. Cada semana clavaban el horario en la pared, pero seguirlo era imposible.

En todo caso, había algo que permanecía inalterable. Los detectives de relevo, por un acuerdo tácito, siempre llegaban a la sala de la escuadra quince minutos antes de la hora, una vieja costumbre de sus días de patrulleros. El turno de noche, que no comenzaba hasta las seis de la tarde, sin duda comenzaría en cualquier momento entre las cinco y media y las seis menos cuarto.

Eran las cinco y cuarto cuando sonó el teléfono.

Meyer Meyer levantó el auricular y dijo «Distrito 87, detective Meyer». Acomodó el block de notas para escribir.

—Sí, adelante —dijo. Empezó a escribir en el block—. Sí —añadió. Apuntó una dirección—. Sí. —Siguió escribiendo—. Sí, perfecto. —Colgó—. Steve, Bert —dijo—, ¿quieren encargarse de esto?

—¿De qué se trata? —preguntó Carella.

—Un chiflado acaba de tirotear una librería en la Avenida Culver —dijo Meyer—. Hay tres personas muertas en el local.

El gentío se había ya reunido alrededor de la librería. Un cartel que sobresalía del frente del edificio decía «BUENOS LIBROS, BUENA LECTURA». Había dos policías de uniforme en la acera, y un patrullero junto al cordón, al otro lado de la calle. La gente se echó atrás instintivamente cuando oyeron el sonido de la sirena del coche de policía. Carella salió primero y dio un portazo. Esperó que Kling rodeara el coche, y después los dos arrancaron en dirección al establecimiento. Junto a la puerta, el patrullero dijo:

—Hay un montón de muertos dentro, señor.

—¿Cuándo llegó usted?

—Hace cinco minutos. Estábamos de ronda cuando nos llegó el aviso. Volvimos a llamar en cuanto vimos de qué se trataba.

—¿Sabe cómo cumplimentar el impreso?

—Sí, señor.

—Vaya y hágalo, entonces.

—Sí, señor.

Entraron en el establecimiento. A menos de un metro de la puerta vieron el primer cadáver. El hombre estaba en parte acurrucado contra uno de los estantes de libros, en parte desparramado en el suelo. Llevaba un traje de algodón azul, tenía un libro en la mano y un hilo de sangre le había recorrido el brazo, manchándole la manga y siguiendo hasta la mano que sostenía el libro. Kling lo miró y supo de inmediato que aquello iba a ser duro, aunque no advertía todavía hasta qué punto.

—Aquí hay otro —advirtió Carella.

El segundo cuerpo estaba a unos tres metros del primero; otro hombre sin abrigo, con la cabeza torcida y encajado cómodamente en el ángulo que había entre la estantería y el suelo. Cuando se acercaron, movió la cabeza levemente, tratando de alzarla de su incómoda posición. Un nuevo flujo de sangre le cayó sobre el blanco cuello. Dejó caer la cabeza de nuevo. El patrullero, con la garganta ronca y la voz matizada de temor reverencial, dijo:

—Está vivo.

Carella se agachó junto al hombre. La fuerza de la bala le había desgarrado el cuello. Miró la piel y el músculo rajados y por un instante cerró los ojos con la misma rapidez del chasquido de una cámara fotográfica, abriéndolos de nuevo y mostrando una máscara tensa y dura que pretendía ser su rostro.

—¿Han llamado a una ambulancia? —preguntó.

—En cuanto llegué —dijo el patrullero.

—Bien.

—Hay otros dos —añadió una voz.

Kling se apartó del muerto de traje azul. El hombre que había hablado era un hombrecito calvo con cierto aspecto de pájaro. Estaba arrinconado contra una de las estanterías, con la mano en la boca. Llevaba un gastado suéter marrón abierto y una camisa blanca. Reflejaba un abyecto terror en el rostro y los ojos. Lloriqueaba en sollozos ahogados, sofocados, que acompañaban las lágrimas que fluían de los ojos, canalizándose extrañamente a cada lado de la nariz. Cuando Kling se le acercó, pensó: «Otros dos. Meyer dijo que había tres. Pero son cuatro».

—¿Usted es el dueño del establecimiento? —preguntó.

—Sí —dijo el hombre—. Por favor atienda a los otros. Allí atrás. ¿Viene una ambulancia? Un salvaje, un salvaje. Atienda a los demás, por favor. Pueden estar vivos. Uno de ellos es una mujer. Por favor atiéndalos.

Kling asintió y se dirigió hacia la parte de atrás del local. Encontró al tercer hombre doblado sobre uno de los mostradores, con un libro abierto junto a él; sin duda lo estaba hojeando cuando se iniciaron los disparos. El hombre estaba muerto, con la boca y los ojos abiertos. Con un movimiento inconsciente, las manos de Kling se dirigieron a los párpados del hombre, y los cerró con suavidad.

La mujer yacía en el suelo junto a él.

Llevaba una blusa roja.

Sin duda trasladaba una pila de libros cuando las balas le alcanzaron. Había caído al suelo y los libros también, sobre ella y a su alrededor. Uno estaba justo bajo su mano derecha extendida; otro, abierto como una carpa, le cubría el rostro y el cabello renegrido, y un tercero estaba apoyado sobre la curva de su cadera. Al caer, la blusa roja se había desprendido de su falda negra. Ésta estaba arremangada sobre la parte trasera de las largas piernas. Tenía una pierna doblada, la otra rígida y recta. Un zapato negro de tacón alto había quedado a unos cuantos centímetros del pie descalzo. La mujer no llevaba medias.

Kling se arrodilló junto a ella. Curiosamente, los títulos de los libros quedaron registrados en su mente: Pautas culturales, La sociedad cuerda y Entrevistas: Sus principios y métodos. Comprendió de pronto que la blusa no era roja, pues, una punta que se había librado de la falda negra le revelaba que era blanca. Había dos agujeros enormes en el costado de la muchacha, y la sangre había rezumado sin cesar de aquellas heridas, tiñendo de rojo brillante la blusa blanca. Un collar de perlas pequeñas se había roto y éstas estaban ahora desparramadas en el suelo, como pequeñas islas resplandecientes en la pegajosa coagulación de su sangre. A Kling le dolió mirarla. Tendió la mano hacia el libro que había caído abierto sobre el rostro, lo levantó, y el dolor se convirtió de pronto en algo muy personal, muy íntimo.

—¡Oh, Cristo! —dijo.

Hubo algo en su voz que hizo que Steve Carella se precipitara hacia la parte de atrás del local de inmediato. Y entonces oyó el grito de Kling, un solo grito agudo de angustia que perforó el aire polvoriento, hediondo a pólvora, del local.

—¡Claire!

Cuando Carella lo alcanzó llevaba a la muchacha muerta en los brazos. Tenía las manos y el rostro cubiertos con la sangre de Claire Townsend, y le besaba los ojos sin vida y la nariz y la garganta, y seguía murmurando sin cesar: «Claire, Claire», y Steve Carella recordaría ese nombre y el sonido de la voz de Kling durante el resto de su vida.