Capítulo 9

Capítulo 9

Llegó la mañana del lunes.

Siempre llega.

En la mañana del lunes uno se echa hacia atrás en la silla y le da un vistazo a las cosas y éstas se ven horribles. Es parte del lunes, forma parte de la naturaleza de la bestia, pues ese día debería ser un nuevo principio, una especie de Año Nuevo semanal. Pero, por algún motivo, el lunes es sólo y siempre una continuación, el despertar familiar de un arranque que en realidad es apenas una repetición. Tendría que haber una ley contra la mañana del lunes.

A Arthur Brown la mañana del lunes no le gustaba más que a cualquier otro. Era un policía, y sólo incidentalmente un negro, y vivía en un gueto de color cerca de la oficina. Tenía una esposa, Caroline, y una hija llamada Connie, y compartían un piso de cuatro habitaciones en un edificio agobiado por el tiempo. Por suerte, cuando Brown saltó de la cama en la mañana del 16 de octubre, el suelo no estaba frío. Por lo común los pisos estaban fríos en esa época del año, a pesar de la ordenanza municipal que obligaba a suministrar calefacción central a partir del quince de octubre. Este año, con el veranillo de San Martín agitando su trasero ardiente a través de la ciudad, los encargados disfrutaban de una tregua, y los inquilinos no tenían que andar dándole golpes a los radiadores. Brown estaba agradecido por los pisos cálidos.

Bajó de la cama en silencio, no quería despertar a Caroline que seguía dormida junto a él. Era un hombre corpulento con cabello negro bien corto, ojos marrones y una tez color marrón profundo. Había trabajado en los muelles antes de incorporarse a la fuerza policial, y los brazos, los hombros y el pecho aún se veían abultados por los músculos del trabajo juvenil. Había dormido sólo con los pantalones del pijama; Caroline estaba acurrucada junto a él en la gran cama de dos plazas. Después de deslizarse silenciosamente fuera de la cama, caminó con el pecho desnudo hasta la cocina, donde llenó una caldera con agua y la puso sobre el hornillo. Encendió la radio bien bajo y escuchó las noticias mientras se afeitaba. Motines raciales en el Congo. Demostraciones de protesta en el Sur. Apartheid en Sudáfrica.

Se preguntó por qué era negro.

A menudo se lo preguntaba. Se lo preguntaba ociosamente, y sin ninguna auténtica convicción de ser negro. Eso era lo extraño del asunto. Cuando Arthur Brown se miraba en el espejo, sólo se veía a sí mismo. Ahora sabía que era un negro, sí. Pero también era demócrata, y detective y esposo y padre, y leía el New York Times: era un montón de cosas. Y por eso se preguntaba por qué era negro. Se preguntaba por qué, siendo tal variedad de cosas aparte de ser negro, la gente lo miraba y veía a Arthur Brown, negro… y no a Arthur Brown, detective, o a Arthur Brown, esposo, o cualquiera de los Arthur Brown que no tenían nada que ver con el hecho de que era negro. No se trataba de un concepto sencillo, y Brown no lo equiparaba, en términos sencillos, al estilo de Shylock de Shakespeare, cosa que el mundo había dejado atrás hacía tiempo.

Cuando Brown miraba al espejo veía a una persona.

Era el mundo quien había decidido que esta persona era un hombre negro. Ser esta persona era algo difícil en extremo, porque significaba vivir una vida sobre la que el mundo había decidido, y no la vida que él —Arthur Brown— hubiera elegido particularmente. Él, Arthur Brown, no veía a un hombre negro o a un hombre blanco o a un hombre amarillo o a un hombre color chartreuse cuando se miraba en el espejo.

Veía a Arthur Brown.

Se veía a sí mismo.

Pero superpuesta a la imagen de sí mismo estaba el concepto externo de hombre negro-hombre blanco, un concepto que existía y que Brown se veía obligado a aceptar. Se convertía en una persona que interpretaba un complejo rol. Se miraba a sí mismo y veía a Arthur Brown, Hombre. Eso es todo lo que deseaba ser. No deseaba ser blanco. En realidad, prefería más bien el cálido, bruñido color de su propia piel. No deseaba acostarse con una rubia cremosa. Había oído decir a los amigos de color de su estado que los hombres blancos tenían órganos sexuales más grandes que los de los negros, pero él no lo creía, y no sentía envidia. Había encontrado el prejuicio en ciento y una maneras sutiles y nada sutiles desde el instante en que tuvo la edad suficiente como para comprender lo que decían y hacían a su alrededor, pero la intolerancia nunca le enfurecía: sólo lo confundía.

«Veamos —pensaba—, yo soy yo, Arthur Brown. ¿Qué demonios tiene que ver toda esa basura de hombre blanco-hombre negro? No comprendo qué quieren que sea. Ustedes dicen que soy un negro, ustedes dicen que es así, pero yo no sé qué quiere decir negro, no sé a qué se refiere toda esta condenada discusión. ¿Qué quieren de mí, exactamente? Si digo, bueno sí, está bien, soy negro, bien ¿y entonces qué? ¿Qué demonios desean? Eso es lo que me gustaría saber».

Arthur Brown terminó de afeitarse, se enjuagó la cara, y miró el espejo.

Como de costumbre, se vio a sí mismo.

Se vistió en silencio, bebió un poco de jugo de naranja y café, besó a la hija que dormía en su camita, despertó a Caroline brevemente para decirle que se iba a trabajar, y después cruzó la ciudad hasta el barrio donde Joseph Wechsler había tenido una tienda de ferretería.

Fue pura casualidad que Meyer Meyer fuera solo a ver a la señora Rudy Glennon ese lunes por la mañana, casualidad provocada por el hecho de que Steve Carella había ido a cumplir con Reconocimiento. Las cosas podían haber resultado distintas si Carella lo hubiese acompañado, pero el comisario sentía que era necesario poner en contacto a sus detectives con criminales, de lunes a jueves inclusive. Carella, como era un detective, se encargó como hombre de Reconocimiento y envió a Meyer al apartamento de la señora Glennon solo.

Señora Glennon fue el nombre suministrado por el doctor McElroy del Hospital Buenavista, la mujer con cuya familia Claire Townsend se había relacionado personalmente. Vivía en uno de los peores barrios bajos de Isola, a cinco manzanas de la comisaría. Meyer caminó hasta allí, encontró el edificio de apartamentos, y subió las escaleras hasta el tercer piso. Golpeó la puerta del apartamento y esperó.

—¿Quién es? —preguntó una voz.

—Policía —respondió Meyer en voz alta.

—¿Qué desea? Estoy en cama.

—Me gustaría hablar con usted, señora Glennon —solicitó Meyer.

—Vuelva la semana que viene. Estoy enferma. Estoy en cama.

—Me gustaría hablar con usted, señora Glennon.

—¿Sobre qué?

—Señora Glennon, ¿quiere hacer el favor de abrir la puerta?

—Oh, Virgen Santísima, está abierta —gritó la mujer—. Entre, entre.

Meyer hizo girar el picaporte y entró en el apartamento. Las persianas estaban bajadas y el cuarto se encontraba en penumbra. Buscó con la mirada.

—Aquí estoy —indicó la señora Glennon—. En el dormitorio.

Siguió a la voz hasta el otro cuarto. La mujer estaba sentada en medio de una amplia cama de dos plazas, apoyada contra las almohadas, una mujer débil con una bata rosa tenue sobre el camisón. Miró a Meyer como si la mirada le quitara toda la energía. El cabello se dividía en mechones, con algunas hebras grises. Las mejillas eran delgadas.

—Le dije que estaba enferma —inquirió la señora Glennon—. ¿Qué es lo que desea?

—Lamento molestarla, señora Glennon —repuso Meyer—. El hospital nos dijo que la habían dado de alta. Creí…

—Estoy convaleciente —interrumpió ella. Dijo la palabra con orgullo, como si la hubiera aprendido con gran esfuerzo.

—Bueno, lo siento muchísimo. Pero si se siente capaz de contestar a algunas preguntas, se lo agradecería muchísimo —dijo Meyer.

—Ahora ya está aquí. Puede hacerlo.

—¿Tiene usted una hija, señora Glennon?

Y un hijo. ¿Por qué?

—¿Qué edad tienen los chicos?

—Eileen diecisiete y Terry dieciocho. ¿Por qué?

—¿Dónde están ahora, señora Glennon?

—¿Qué le importa? No han hecho nada malo.

—No dije que así fuera, señora Glennon. Sencillamente…

—¿Entonces por qué quiere saber dónde están?

—En realidad, estoy tratando de ubicar…

—Aquí estoy, mamá —dijo una voz detrás de Meyer.

La voz llegó de pronto, sobresaltándolo. Llevó la mano automáticamente al revólver de servicio unido a su cinturón sobre la izquierda… y se detuvo. Se dio la vuelta lentamente. El muchacho que estaba parado detrás de él era sin duda Terry Glennon, un chico alto y fuerte de dieciocho años, con los ojos penetrantes y la misma mandíbula estrecha de la madre.

—¿Qué desea, señor?

—Soy policía —le contestó Meyer antes de que se le ocurriera cualquier otra cosa—, y quiero hacerle unas preguntas a tu madre.

—Mi madre acaba de salir del hospital. No puede contestar preguntas —apuntó Terry.

—Está bien, hijo —dijo la señora Glennon.

—Deja que me encargue de esto, mamá. Será mejor que se vaya, señor.

—Bueno, me gustaría preguntar…

—Creo que es mejor que se vaya —repitió Terry.

—Lo siento, muchacho —dijo Meyer—, pero es que estoy investigando un homicidio, y yo creo que me quedaré.

—Un homi… —Terry Glennon tragó la información en silencio—. ¿A quién mataron?

—¿Por qué? ¿A quién crees que mataron?

—No sé.

—¿Entonces por qué preguntas?

—No sé. Usted dijo un homicidio, así que naturalmente pregunté…

—Ajá —dijo Meyer—. ¿Conoces a alguien llamado Claire Townsend?

—No.

—Yo la conozco —intervino la señora Glennon—. ¿Ella lo envió aquí?

—Mire, señor —interrumpió Terry, al parecer decidido de un vez por todas—. Le dije que mi madre está enferma. No me importa qué está investigando… ella no va a…

—Terry, basta —ordenó su madre—. ¿Compraste la leche que te pedí?

—Sí.

—¿Dónde está?

—La puse sobre la mesa.

—Bueno, ¿de qué me sirve sobre la mesa, donde no puedo alcanzarla? Pon un poco en un recipiente y enciende el gas. Después puedes irte.

—¿Qué quieres decir, irme?

—Abajo. Con tus amigos.

—¿Qué quieres decir, mis amigos? ¿Por qué siempre lo dices así?

—Terry, haz lo que te digo.

—¿Vas a dejar que este tipo te fatigue?

—No estoy fatigada.

—¡Estás enferma! —gritó Terry—. Acabas de sufrir una operación, ¡por Cristo!

—Terry, no blasfemes en mi casa —advirtió la señora Glennon, olvidando al parecer que ella había profanado el nombre de la madre de Cristo un poco antes, cuando Meyer estaba en el pasillo—. Ahora ve a poner la leche a calentar, vete y encuentra algo que hacer.

—Caramba, no te entiendo —gruñó Terry.

Lanzó una furiosa mirada petulante a su madre, parte de la cual salpicó a Meyer, y después salió caminando iracundo del cuarto. Alzó el recipiente de leche de la mesa, entró en la cocina, hizo sonar con estrépito una serie de recipientes y cacerolas, y después salió del apartamento como una tromba.

—Tiene mal carácter —apuntó la señora Glennon.

—Mmmmm —comentó Meyer.

—¿Lo envió Claire?

—No, señora. Claire Townsend está muerta.

—¿Qué? ¿Qué está diciendo?

—Sí, señora.

—Tch —dijo la señora Glennon. Inclinó la cabeza hacia un costado y repitió el sonido—. Tch.

—¿Era usted muy amiga de ella, señora Glennon? —preguntó Meyer.

—Sí.

Sus ojos parecieron quedar en blanco. Estaba pensando en algo, pero Meyer no sabía en qué. Había visto esa mirada muchas veces antes, una frase que desencadenaba un recuerdo o una asociación mental con la persona que era interrogada simplemente derivando hacia un pensamiento íntimo.

—Sí, Claire era una espléndida muchacha —dijo la señora Glennon, pero tenía la mente en otra cosa, y Meyer hubiera dado un colmillo por saber en qué.

—Trabajó con usted en el hospital, ¿no es así?

—Sí.

—Y también con su hija.

—¿Qué?

—Su hija. Tengo entendido que Claire era amiga de ella.

—¿Quién le dijo eso?

—El interno del Buenavista.

—Oh. —La señora Glennon asintió—. Sí, eran amigas —admitió.

—¿Muy amigas?

—Sí. Sí, supongo que sí.

—¿De qué se trata, señora Glennon?

—¿Eh? ¿Qué?

—¿En qué está pensando?

—En nada. Estoy contestando sus preguntas. ¿Cuándo… cuándo… mataron a Claire?

—El viernes por la tarde.

—Oh, entonces ella… —La señora Glennon cerró la boca.

—¿Entonces ella qué? —preguntó Meyer.

—Entonces la… la mataron el viernes por la tarde —dijo la señora Glennon.

—Sí. —Meyer le escrutó la cara con cuidado—. ¿Cuándo fue la última vez que la vio, señora Glennon?

—En el hospital.

—¿Y su hija?

—¿Eileen? Yo… no sé cuando vio a Claire por última vez.

—¿Dónde está ella ahora? ¿En el colegio?

—No. No, ella… está pasando unos… este… días con mi hermana. En Bethtown.

—¿No va al colegio, señora Glennon?

—Sí, claro que sí. Pero tengo apendicitis, sabe, y… se quedó en casa de mi hermana mientras yo estaba en el hospital y… bueno… pensé que ahora debía enviarla un tiempo allí, hasta que pueda tenerme en pie. ¿Entiende?

—Entiendo. ¿Cómo se llama su hermana, señora Glennon?

—Iris.

—Sí. ¿Iris qué?

—Iris… ¿por qué quiere saberlo?

—Oh, sólo para el registro —argumentó Meyer.

—No quiero que la moleste, señor. Ya tiene bastantes problemas. Ni siquiera conoce a Claire. Me gustaría que no la molestara.

—No pienso hacerlo, señora Glennon.

La señora Glennon frunció en entrecejo.

—Se llama Iris Mulhare.

Meyer apuntó el nombre en su libreta.

—¿Y la dirección?

—Mire, usted dijo.

—Para el registro, señora Glennon.

—Calle Cincuenta y seis 1131.

—¿En Bethtown?

—Sí.

—Gracias. Y dijo que su hija Eileen está con ella, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cuándo se fue para allá, señora Glennon?

—El sábado. El sábado por la mañana.

—Y también estuvo anteriormente, ¿verdad? Mientras usted estaba en el hospital.

—Sí.

—¿Dónde conoció ella a Eileen, señora Glennon?

—En el hospital. Vino a visitarme un día mientras Claire estaba allí. Así se conocieron.

—Ajá —dijo Meyer—. ¿Y Claire la visitó a ella en la casa de su hermana? ¿En Bethtown?

—¿Qué?

—Dije que supongo que Claire la visitó en la casa de su hermana.

—Sí, yo… supongo que sí.

—Ajá —dijo Meyer—. Bueno, eso es muy interesante, señora Glennon, y se lo agradezco. Dígame, ¿no ha visto ningún diario?

—No.

—Entonces no sabía que Claire estaba muerta hasta que se lo dije, ¿verdad?

—Es verdad.

—¿Supone que Eileen lo sabe?

—Yo… no sé.

—Bueno, ¿le mencionó algo el sábado por la mañana? ¿Antes de ir a la casa de su hermana?

—No.

—¿Usted escuchaba la radio?

—No.

—Porque también dieron la noticia, sabe. El sábado por la mañana.

—No escuchamos la radio.

—Ya veo. ¿Y su hija no vio un periódico antes de dejar la casa?

—No.

—Pero, desde luego, ahora ya debe de estar enterada. ¿Le dijo algo a usted?

—No.

—Habló con ella, ¿verdad? Quiero decir, ella la llama. ¿Desde la casa de su hermana?

—Sí, yo… hablé con ella.

—¿Cuándo habló con ella por última vez, señora Glennon?

—Yo… estoy muy cansada ahora. Quisiera descansar.

—Desde luego. ¿Cuándo habló con ella por última vez?

—Ayer —dijo la señora Glennon, y suspiró hondamente.

—Ya veo. Gracias, señora Glennon, me ha sido usted muy útil. ¿Quiere que le alcance la leche? Ahora ya debe estar caliente.

—¿Me haría el favor?

Meyer entró en la cocina. La cocinilla estaba entre un armario y una pared, en donde estaba colgada una pizarra de corcho para anotar mensajes. Sobre el armario había un número de teléfono. Tomó el recipiente de leche de la cocinilla justo cuando empezaba a hervir. Sirvió una taza y después dijo en voz alta:

—¿Quiere que le añada un poco de mantequilla?

—Sí, por favor.

Abrió la nevera, sacó el plato de mantequilla, encontró un cuchillo en el cajón del armario, y cuando estaba cortando una porción vio la nota manuscrita clavada en la pizarra. La nota decía:

CLAIRE

SÁBADO

CALLE SOUTH FIRST 271

Asintió una vez, brevemente, copió en silencio la dirección en su libreta, y después llevó la leche con mantequilla a la señora Glennon. Ella le agradeció la atención, le pidió otra vez que no molestara a su hermana, y después empezó a tomar la leche a sorbos.

Meyer abandonó el apartamento, preguntándose por qué la señora Glennon le había mentido, seguía todavía preguntándoselo cuando llegó al descansillo del primer piso.

El ataque se produjo rápida y silenciosamente.

No estaba en absoluto preparado. El puño surgió de la oscuridad cuando daba la vuelta alrededor del pasamanos. Lo golpeó en el puente de la nariz. Se giró para enfrentar al atacante, buscando al mismo tiempo el revólver enfundado, cuando de pronto lo golpearon desde atrás con algo más duro que un puño, algo que le dio en la base del cráneo y le produjo una ola de absorbente oscuridad a través de los ojos.

Extrajo el revólver con rapidez y facilidad, recibió más golpes, había más de dos personas y lo golpearon otra vez, oyó su propio revólver cómo se disparaba, aunque no recordaba haber apretado el gatillo. Algo cayó al suelo con un restallante sonido metálico. Se dio cuenta de que utilizaban caños, y sintió la sangre goteándole el ojo. Un caño cruzó la casi total oscuridad, golpeándole la boca, y se percató de que el arma le caía de la mano, al tiempo que caía de rodillas bajo los tenaces y silenciosos golpes de los caños implacables.

Oyó pasos, mil pasos, corriendo sobre y más allá de él y bajando las escaleras, precipitados, precipitados. No perdió el sentido y con el rostro apretado contra el áspero suelo de madera y el sabor de la propia sangre en la boca, se preguntó ociosamente por qué los detectives privados siempre caían, caían, caían en un charco de oscuridad; se preguntó ociosamente por qué la señora Glennon le había mentido, por qué lo habían golpeado, se preguntó dónde estaba su revólver, y tanteó ciegamente en su busca, con los dedos pegajosos de sangre, arrastrándose hacia las escaleras.

Encontró el primer peldaño y después se precipitó cabeza abajo, tropezando, pegado a la barandilla y cortándose el cuero cabelludo con el afilado borde de una de las contrahuellas verticales, brazos y piernas torcidos ridículamente mientras rodaba y rebotaba hasta el descansillo de la planta baja. Observó, entonces, un brillante rectángulo de luz roja donde la puerta del vestíbulo daba a la calle. Escupió sangre y se arrastró a través del vestíbulo penumbroso y hasta el escalón de entrada, dejando un rastro de sangre, sacándose la que tenía en los ojos, y con la nariz y los labios chorreando sangre.

Se arrastró como pudo para bajar el breve tramo de escalones y llegar a la acera. Trató de levantarse sobre un codo y de llamar a alguien.

Nadie se agachó a ayudarlo.

Era un barrio donde uno sobrevivía metiéndose en sus propios asuntos.

Diez minutos después un coche patrulla lo encontró en la acera, donde se había dejado caer, caer, caer en un charco de oscuridad.

El cartel fuera del garaje decía CHAPERÍA Y PINTURA, REPUESTOS Y RETOQUES. El dueño del garaje se llamaba Fred Batista, y salió a ponerle gasolina al coche sin marca de Brown sólo para enterarse de que Brown era un detective que había ido a hacer preguntas. Pareció disfrutar con la idea. Le pidió a Brown que estacionara cerca de la bomba de aire y después lo invitó a entrar en la pequeña oficina del garaje. Batista necesitaba afeitarse, y llevaba un mono cubierto de grasa, aunque había un destello en sus ojos cuando él y Brown empezaron con la rutina del interrogatorio. Tal vez nunca antes había visto un policía tan cerca, o tal vez los negocios iban mal y le alegraba un respiro dentro de la monotonía. Fuera cual fuese el motivo, contestó las preguntas de Brown con locuacidad y entusiasmo.

—¿Joe Wechsler? —dijo—. Caramba, sí que me acuerdo, lo conocía. Tenía una pequeña ferretería aquí en la esquina. Más de una vez fuimos ahí, cuando necesitábamos una herramienta o algo por el estilo. Un buen hombre, este Joe. Y algo terrible lo que le pasó —Batista asintió—. También conocía a Marty Fennerman… el tipo que lleva la librería. Hubo un atraco ahí hace tiempo, ¿no? ¿Le contó eso?

—Sí, señor, nos lo contó —ratificó Brown.

—Cierto, lo recuerdo, debe hacer ya siete u ocho años. Seguro. ¿Quiere un puro?

—No, gracias, señor Batista.

—¿No le gustan los puros? —inquirió Batista, ofendido.

—Sí, me gustan —asintió Brown—. Pero no me gusta fumar por la mañana.

—¿Por qué no? Por la mañana o por la tarde, ¿qué diferencia hay?

—Bueno, por lo común me fumo uno después del almuerzo y otro después de la cena.

—¿Le importa si fumo uno? —preguntó Batista.

—Ningún problema.

Batista asintió y escupió el extremo del puro a un barril de trapos sucios cerca del escritorio deteriorado. Encendió el puro, sopló un gran chorro de humo, dijo «Ahhhh», y después se echó hacia atrás en su antigua silla giratoria.

—Tengo entendido que el señor Wechsler le encargó un trabajito poco antes del tiroteo, ¿no es así, señor Batista?

—Así es —dijo Batista—. Sin la menor duda.

—¿Qué tipo de trabajo?

—De pintura.

—¿Hizo usted el trabajo personalmente?

—No, no. Lo hizo mi encargado de reparaciones. No era gran cosa. Algún chiflado chocó con Joe mientras estaba estacionado en la calle frente a su tienda. Así que trajo el coche y…

—¿El coche estaba abollado?

—Sí, pero nada grave, ya sabe, apenas una abolladura en el guardabarros, una cosa así. Buddy se encargó del asunto.

—¿Buddy?

—Sí, mi encargado de reparaciones y pintura.

—¿Quién pagó el trabajo? ¿El señor Wechsler o el hombre que lo abolló?

—Bueno, a decir verdad, nadie ha pagado todavía. Le mandé la factura a Joe la semana pasada. Lógico, no sabía aún que lo habían matado. Oiga, puedo esperar por el dinero. La esposa ya tiene bastante de que apenarse ahora.

—¿Pero se lo facturó al señor Wechsler?

—Sí. Joe no sabía quién lo había abollado, pues un día volvió de almorzar, y ahí estaba, la gran abolladura en el guardabarros. Así que trajo el coche aquí, y nos encargamos. Buddy es un buen hombre. Hace apenas un mes que está conmigo, pero es mucho mejor que el último tipo que tuve.

—Me pregunto si podría hablar con él.

—Claro, pase y hágalo. Está atrás. Trabaja en un Ford del 56. No puede equivocarse.

—¿Qué apellido tiene?

—Manners. Buddy Manners.

—Gracias —dijo Brown. Se disculpó y echó a andar hacia la parte de atrás del garaje.

Un hombre alto, musculoso vestido con un mono manchado de pintura estaba pintando con pistola de aire el costado de un Ford convertible azul. Alzó la cabeza cuando Brown se acercó, comprobó que no era nadie conocido, y volvió al trabajo.

—¿Señor Manners? —preguntó Brown.

Manners apagó la pistola de pintar y alzó los ojos inquisitivamente.

—Soy de la policía —dijo Brown—. Quisiera saber si puedo hacerle algunas preguntas.

—¿De la policía? —dijo Manners. Se encogió de hombros—. Claro, empiece cuando quiera.

—Tengo entendido que hizo un trabajo para el señor Wechsler.

—¿Para quién?

—Joseph Wechsler.

—Wechsler, Wechsler… ah, sí, un Chevy del 59, eso es. Un trabajo a pistola sobre el guardabarros izquierdo. Es cierto. Sólo puedo recordarlos por los coches. —Sonrió.

—Entonces supongo que no sabe lo que le pasó al señor Wechsler.

—Sólo sé lo que le pasó a su coche —señaló Manners.

—Bueno, lo mataron el viernes por la tarde.

—Caramba, qué pena —exclamó Manners, adoptando, de pronto, un aspecto grave en el rostro—. Lamento enterarme. —Hizo una pausa—. ¿Un accidente?

—No, lo asesinaron. ¿No lee los periódicos, señor Manners?

—Bueno, estuve bastante ocupado este fin de semana, fui a Boston… es de donde vengo… a ver una chica que conozco. Así que no vi los periódicos de aquí.

—¿Conocía bastante al señor Wechsler?

Manners se encogió de hombros.

—Creo que lo vi dos veces. La primera fue cuando trajo el coche y después vino mientras lo estaba pintando. Dijo que el color era un poco subido. Así que hice una nueva mezcla y le di otra pasada al guardabarros. Eso fue todo.

—¿Nunca volvió a verlo?

—Nunca. ¿Está muerto, eh? Qué pena. Parecía un buen hombrecito. Para ser un judas.

Brown clavó los ojos en los de Manners y después dijo:

—¿Por qué dijo eso?

—Bueno, parecía un buen tipo. —Manners se encogió de hombros.

—Quiero decir, ¿por qué lo llamó Judas?

—¡Oh! Caramba, porque eso es lo que era. Quiero decir, ¿alguna vez lo oyó hablar? Era un desastre. Parecía que acabara de bajar del barco.

—El trabajo de pintura que le hizo… ¿discutió con él sobre el color?

—¿Discutir? No, él sólo dijo que le parecía que el color era un poco subido, y yo dije perfecto, haré una nueva mezcla, y eso fue todo. Es difícil que combine a la perfección. Ya sabe. Así que hice lo que pude. —Manners se encogió de hombros—. Supongo que quedó satisfecho. No dijo nada cuando se llevó el coche.

—Oh, ¿entonces habló con él otra vez?

—No, sólo lo vi esas dos veces, pero si no hubiese estado de acuerdo con el trabajo, el patrón me lo habría dicho. Así que supongo que quedó satisfecho.

—¿Cuándo fue a Boston, señor Manners?

—El viernes por la tarde.

—¿A qué hora?

—Bueno, acabé el trabajo a eso de las tres y tomé el de las cuatro y diez en la Union Station.

—¿Fue solo, o no?

—Fui solo, sí.

—¿Cómo se llamaba la muchacha? ¿La de Boston?

—¿Por qué?

—Por curiosidad.

—Mary Nelson. Vive en West Newton. Si piensa que miento sobre lo de Boston…

—No creo que mienta.

—Bueno, puede comprobarlo si quiere.

—Tal vez lo haga.

—De acuerdo. —Manners se encogió de hombros—. ¿Cómo mataron al judas?

—Alguien le pegó un tiro.

—Qué desastre —se lamentó Manners. Sacudió la cabeza—. Parecía un buen hombrecito.

—Sí. Bueno, gracias, señor Manners. Siento haber interrumpido su trabajo.

—No importa —dijo Manners—. Cuando guste.

Brown regresó a la parte delantera del garaje. Encontró a Batista llenándole el tanque a un cliente. Esperó a que terminara y después le preguntó.

—¿A qué hora se fue Manners el viernes por la tarde?

—Dos y media o tres, algo así —contestó Batista.

Brown asintió.

—En cuanto al trabajo de pintura que le hizo a Wechsler. ¿Wechsler se quejó?

—Oh, sólo sobre el primer color que le puso Buddy. No combinaba bien. Pero lo arreglamos.

—¿Algún roce?

—No que yo sepa. No estaba aquí cuando Joe vino y se lo dijo a Buddy. Pero Buddy es un tipo tranquilo. Sólo preparó una nueva mezcla y ahí terminó todo.

Brown volvió a asentir.

—Bueno, muchas gracias, señor Batista.

—Por favor —protestó Batista—. ¿Está seguro de que no quiere un puro? Vamos, tome uno. —Batista sonrió—. Para después del almuerzo.

Carella estaba en Jefatura observando un desfile de criminales, pasando el ritual de Reconocimiento.

Willis estaba en la calle hablando con conocidos dopados del barrio, tratando de conseguir una pista sobre el adicto llamado Anthony La Scala.

Di Maeo iba en busca de dos conocidos criminales que habían sido arrestados por Bert Kling, condenados, y liberados durante el último año.

Kling estaba en la funeraria con Ralph Townsend, realizando las últimas gestiones para enterrar a Claire al día siguiente.

Bob O’Brien estaba solo en la sala de la comisaría cuando sonó el teléfono. Alzó el auricular con indiferencia, se lo llevó al oído y dijo: «Distrito 87, habla O’Brien». Había dejado a medias la tarea de mecanografiar un informe acerca de los resultados de su noche en la barbería. Seguía con la mente en el informe cuando la voz del sargento Dave Murchison lo arrancó bruscamente de él.

—Bob, habla Dave, de abajo. Acabo de recibir una llamada del patrullero Oliver en el South Side.

—¿Sí?

—Encontró a Meyer golpeado en una acera de la zona.

—¿Quién?

—Meyer.

Nuestro Meyer.

—Sí, nuestro Meyer.

—Por Cristo, ¿qué coño pasa? ¿Inauguraron la temporada de caza al policía? ¿Dónde dijiste que estaba?

—Ya envié a una ambulancia. Probablemente ya esté de camino al hospital.

—¿Quién lo hizo, Dave?

—No lo sé. El patrullero dice que estaba tirado ahí, en su propia sangre.

—Mejor que vaya al hospital. ¿Quieres llamar a los demás, Dave? Y envía a alguien aquí para que me releve, ¿quieres? Estoy solo.

—¿Quieres que haga venir a alguien?

—No sé qué decirte. Debería haber un detective aquí. Mejor que lo preguntes al jefe. Odio interrumpirle el sueño a cualquiera.

—Bueno, ya me hago cargo. Tal vez Miscolo pueda cubrirlo hasta que alguien regrese.

—Sí, pregúntale a él. ¿Qué hospital dijiste?

—General.

—Voy para allá. Gracias, Dave.

—Perfecto —dijo Murchison, y colgó.

O’Brien colgó también el teléfono, abrió el cajón de arriba de su escritorio, tomó el 38 Especial, se lo ajustó al costado izquierdo del cinturón, se puso la chaqueta y el sombrero, realizó un gesto de desvalido, con los brazos abiertos, para la sala de la comisaría vacía, y después cruzó la baranda divisoria de pizarra y bajó por los escalones de hierro herrumbrado, saludó a Murchison al pasar junto al mostrador, y salió a la luz solar de octubre.

La semana empezaba bien, por cierto.

La semana empezaba bien.