Capítulo 13
Capítulo 13
Miércoles, 18 de octubre.
El veranillo de San Martín está alejándose de la ciudad. Corre un aire frío en la sala de la comisaría a pesar de que la calefacción esté encendida y los radiadores empiecen a calentar.
El otoño ha llegado de pronto y al parecer sin aviso. Los hombres están sentados con sus manos rodeando tazas de café caliente.
Corre un aire frío en la sala de la comisaría.
—Bert, tenemos que hacerte algunas preguntas.
—¿Qué tipo de preguntas?
—Sobre Claire.
El teléfono suena.
—Comisaría 87, detective Carella. Oh, sí, señor. No, lo siento, no pudimos localizarlos todavía. Estamos haciendo una investigación de rutina por los prestamistas, señor Mendel. Sí, señor, en cuanto tengamos algo. Gracias por llamar.
Había algo de ridículo en la escena. Bert Kling estaba sentado en una silla frente al escritorio. Carella colgó el teléfono y después se detuvo junto a Kling. Meyer estaba sentado en la otra punta del escritorio, inclinado hacia adelante, con el codo apoyado en la rodilla. El rostro de Kling parecía exhausto. Para cualquiera habría parecido un sospechoso en aprietos acosado por dos detectives endurecidos.
—¿Qué queréis saber? —preguntó.
—¿Ella te mencionó alguna vez a Eileen Glennon?
Kling sacudió la cabeza.
—Bert, por favor trata de recordar, ¿quieres? Esto pudo haber sido en algún momento de septiembre, cuando la señora Glennon estaba en el hospital. ¿Claire te mencionó haber conocido a la hija de la señora Glennon?
—No. Lo habría recordado en cuanto los Glennon entraron en el caso. No, Steve. Ella nunca mencionó a la muchacha.
—Bueno, ¿mencionó a alguna muchacha? Quiero decir, ¿pareció preocupada por algún otro paciente?
—No. —Kling sacudió la cabeza—. No, no recuerdo, Steve.
—¿De qué hablabais? —preguntó Meyer.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando estabais juntos.
Kling sabía exactamente lo que Meyer estaba tratando de hacer. Era un policía, y había empleado la misma técnica él mismo, muchas veces antes. Meyer estaba tratando sencillamente de comenzar una cadena de pensamientos, tratando de hacer que las palabras fluyeran con la esperanza de que desencadenaran un recuerdo significativo. Pero, aún sabiéndolo, sentía un dolor abrumador. No quería hablar acerca de Claire. No quería repetir en voz alta las cosas que habían susurrado juntos a solas.
—¿Puedes recordar? —dijo Meyer con gentileza.
—Nosotros… hablábamos sobre muchas cosas.
—Bueno, ¿como qué?
—Bueno… le dolía una muela. Eso fue… tiene que haber sido a principios de septiembre.
—Sí, adelante, Bert —animó Carella.
—Y ella… iba a un dentista. Recuerdo que odiaba hacerlo. Me… vino a verme una noche con la mandíbula dormida. Por la novocaína. Me pidió que la golpeara. Ella… ella dijo «¡Vamos, fortachón! Te apuesto que no puedes herirme». Bromeaba, sabéis. Porque… hacíamos muchas pequeñas bromas como ésa. Ya sabéis… porque soy policía.
—¿Alguna vez te habló de la universidad, Bert?
—Oh, claro —recordó Kling—. Tenía una pequeña dificultad con uno de los profesores. Oh, nada de eso —dijo Kling de inmediato—, nada serio. El profesor tenía ciertas ideas sobre el trabajo social, y Claire no estaba de acuerdo con él.
—¿Cuáles eran las ideas, Bert?
—Ahora no recuerdo. Ya sabéis cómo es una clase, cada cual tiene sus ideas.
—Pero Claire era una estudiante que trabajaba.
—Sí. Bueno, como la mayoría de la gente de la clase. Estaba a punto de graduarse, sabéis, e iba detrás de su título.
—¿Alguna vez te habló de eso?
—Con bastante frecuencia. El trabajo social era muy importante para ella, ¡sabéis! —Hizo una pausa—. Bueno, supongo que no lo sabéis. Pero lo era. El único motivo por el que… no nos habíamos casado aún es porque… bueno, ya sabéis, quería terminar sus estudios.
—¿Dónde ibais cuando salíais, Bert? ¿A algún sitio en especial?
—No, dábamos una vuelta. Películas, a veces obras de teatro. Baile. A ella le gustaba bailar. Era muy buena en eso.
De pronto la sala de la comisaría se quedó silenciosa.
—Era… —Kling se sobresaltó y después se detuvo.
El silencio persistió.
—Bert, ¿recuerdas alguna de sus ideas sobre el trabajo social? ¿Alguna vez las discutió contigo?
—Bueno, no realmente. Quiero decir, salvo cuando estaba en desacuerdo con el trabajo policial, ¿entendéis lo que quiero decir?
—No.
—Bueno, cuando la desorientaba cualquier aspecto legal, o cuando creía que nosotros hacíamos un mal trabajo. Como con las pandillas callejeras, ¿sabéis? Pensaba que las manejábamos mal.
—¿Cómo, Bert?
—Bueno, nosotros nos interesamos más por el crimen, entendéis. Un chico le pega un tiro a alguien, y no nos interesa un carajo el hecho de que el padre sea un alcohólico. Allí entra el trabajo social. Pero ella consideraba que los asistentes sociales y los policías deberían colaborar más estrecha mente. También sobre eso hacíamos muchas bromas. Quiero decir sobre nosotros personalmente. —Hizo una pausa—. Le conté acerca de la sección P.A.L. y sobre los asistentes sociales que ya están trabajando con las pandillas, pero ella ya lo sabía. Lo que quería era una relación de trabajo más estrecha.
—¿Había trabajado mucho con gente joven?
—Sólo en relación a sus propios pacientes. Mucha gente con la que trataba tenía familias, así que como es natural trabajaba con los chicos implicados.
—¿Alguna vez mencionó un cuarto amueblado en la calle South First?
—No. —Kling hizo una pausa—. ¿Un cuarto amueblado? ¿Qué es esto?
—Creemos que alquiló uno, Bert. En realidad, sabemos que lo hizo.
—¿Por qué?
—Para llevar allí a Eileen Glennon.
—¿Por qué?
—Porque Eileen Glennon había abortado.
—¿Qué tiene que ver Claire…?
—Claire lo preparó.
—No —dijo Kling de inmediato. Sacudió la cabeza—. Estáis equivocados.
—Lo verificamos, Bert.
—Eso es imposible. Claire nunca… no, es imposible. Era demasiado consciente de la ley. No. Siempre me hacía preguntas sobre cuestiones legales. Os equivocáis, no habría participado en una cosa así.
—Cuando te preguntó sobre cuestiones legales… ¿te habló alguna vez del aborto?
—No. ¿Por qué iba a…? —Bert Kling dejó de hablar. Una expresión de sorpresa le cruzó la cara. Sacudió la cabeza una vez, incrédulo.
—¿Qué pasa, Bert?
Volvió a sacudir la cabeza.
—¿Te habló del aborto?
Kling asintió.
—¿Cuándo fue?
—En algún momento del mes pasado. Al principio creí… creí que ella…
—Adelante, Bert.
—Creí que ella… bueno, creí que era para ella misma, sabéis. Pero… lo que quería saber… lo que quería saber era sobre los abortos legales.
—¿Te preguntó sobre eso? ¿Te preguntó cuándo se considera legal un aborto?
—Sí. Le dije que sólo si la vida de la madre o del hijo estaba en peligro. Ya sabéis, el artículo 80: «A menos que el mismo sea necesario para preservar la vida de la mujer o del…».
—Sí, continúa.
—Eso es todo.
—¿Estás seguro?
—No, un momento. Me hizo una pregunta específica. Esperad un segundo.
Esperaron. El entrecejo de Kling quedó hecho un nudo. Se pasó una mano por la cara.
—Sí —dijo.
—¿Qué era?
—Me preguntó si la víctima de una violación… una muchacha embarazada debido a una violación… me preguntó si entonces el aborto sería legal.
—¡Eso es! —exclamó Meyer—. ¡Por eso todo el maldito ocultamiento! Seguro. Por eso el cuarto amueblado, y por eso Eileen no podía volver a casa. Si el hermano descubría que la habían violado…
—Un momento, un momento —intervino Kling—. ¿A qué te refieres?
—¿Qué te dijo Claire?
—Bueno, le dije que no estaba seguro. Le dije que me parecía que moralmente debiera permitirse tener un aborto en esas circunstancias. Sólo que no lo sabía.
—¿Y que dijo ella?
—Me pidió que se lo verificara. Dijo que quería saber.
—¿Lo verificaste?
—Llamé a la oficina del fiscal al día siguiente. Preservar la vida de la madre o del hijo, me dijeron. Punto. Cualquier otro aborto inducido sería criminal.
—¿Le dijiste eso a Claire?
—Sí.
—¿Y qué dijo ella?
—¡Se puso como loca! Dijo que creía que la ley estaba destinada a proteger al inocente, no a provocarle más sufrimiento. Traté de calmarla, sabéis: ¡Coño, yo no escribo las leyes! Parecía hacerme personalmente responsable por el maldito asunto. Le pregunté por qué se excitaba tanto, y dijo algo sobre que la moralidad puritana era lo más inmoral del mundo… algo por el estilo. Dijo que la vida de una muchacha podía quedar arruinada por completo debido a que era víctima tanto de un crimen como de la ley.
—¿Volvió a mencionar el tema?
—No.
—¿Te preguntó si conocías a alguien que practicara abortos?
—No. —Kling hizo una pausa—. Según lo que pude… —Hizo otra pausa—. ¿Creéis que Eileen Glennon fue violada, no?
—Eso suponemos —dijo Meyer—. Y probablemente mientras la madre estaba en el hospital.
—¿Y creéis que Claire lo sabía, y sabía que estaba embarazada, y… y preparó un aborto para ella?
—Sí. De eso estamos seguros, Bert. —Carella hizo una pausa—. Incluso lo pagó.
Kling asintió.
—Supongo… supongo que podemos verlo en su talonario.
—Lo hicimos ayer. Retiró quinientos dólares el primero de octubre.
—Ya veo. Entonces… entonces supongo… bueno, supongo que es como decís que es.
Carella asintió.
—Lo siento, Bert.
—Si ella lo hizo… —dijo Kling, y se detuvo— si ella lo hizo, sólo fue porque la muchacha había sido violada. Quiero decir que… de otro modo no habría quebrado la ley. Eso lo sabéis, ¿no?
Carella volvió a asentir.
—Tal vez yo habría hecho lo mismo —dijo. No sabía si creía eso o no, pero de todos modos lo dijo.
—Ella sólo quería proteger a la muchacha —arguyó Kling—. Si lo… si lo miráis de ese modo, ella… en realidad estaba preservando la vida de la chica, como dice el Código Penal.
—Y entretanto —intervino Meyer— protegía también al tipo que violó a Eileen. ¿Por qué él salió limpio de esto, Steve? ¿Por qué ese hijo de puta…?
—Tal vez no sea así —repuso Carella—. Tal vez quería también él protegerse un poco. Y tal vez empezó haciéndose cargo de una de las personas que sabían de la violación pero a la que no estaba conectada de ningún modo personal.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que Eileen y la madre no se atreverían a contarlo por miedo a lo que el joven Glennon pudiera hacer. Pero tal vez no podía estar seguro de Claire Townsend. Así que quizá la siguió a la librería y…
—¿La madre sabe quién fue? —preguntó Kling.
—Sí, eso creemos.
Kling asintió una vez, secamente. No había nada en sus ojos, nada en su voz, cuando al fin habló.
—Ella me lo dirá.
Era una promesa.
El hombre vivía en el piso de arriba de los Glennon.
Kling dejó el apartamento de los Glennon y empezó a subir los escalones. La señora Glennon estaba parada en el umbral con la mano apretada contra la boca. Era imposible saber qué estaba pensando mientras miraba a Kling como subía por las escaleras. Tal vez se estaba preguntando simplemente por qué algunas personas parecían no tener nunca suerte.
—Kling llamó a la puerta del apartamento 4 A y esperó.
Adentro una voz dijo:
—¡Un segundo!
Kling esperó.
La puerta se abrió dejando una rendija, retenida por una cadena. Un hombre espió a través de ella.
—¿Sí?
—Policía —anunció Kling directamente. Alzó la billetera, mostrando la placa de detective.
—¿De qué se trata?
—¿Usted es Arnold Halsted?
—¿Sí?
—Abra la puerta, señor Halsted.
—¿Qué? ¿De qué se trata? ¿Por qué…?
—¡Abra la puerta antes de que la derribe! —contestó Kling.
—Está bien, está bien, aguarde un minuto.
Halsted toqueteó la cadena. En cuanto estuvo suelta, Kling empujó la puerta y entró en el apartamento.
—¿Está solo, señor Halsted?
—Sí.
—Tengo entendido que tiene esposa y tres hijos, señor Halsted. ¿Es así, señor Halsted?
Había algo que asustaba en la voz de Kling. Halsted, un hombrecito delgado con pantalones negros y camiseta blanca, se apartó de él instintivamente.
—S… sí —dijo—. Es cierto.
—¿Dónde están?
—Los chicos en… en la escuela.
—¿Y su esposa?
—Trabaja.
—¿Y usted, señor Halsted? ¿No trabaja?
—Yo… yo estoy desocupado por el momento.
—¿Cuánto hace que está «desocupado por el momento»?
Había un tono cortante en las palabras de Kling. Las escupía como estiletes afilados.
—Desde… desde el verano pasado.
—¿Cuándo?
—Agosto.
—¿Qué hizo en septiembre, señor Halsted?
—Yo…
—¿Aparte de violar a Eileen Glennon?
—¿Q… qué? —La voz de Halsted se le quedó en la garganta. El rostro se le puso blanco, pero Kling se acercó un paso más.
—Póngase una camiseta. Va a acompañarme.
—Yo… yo… yo… no hice nada. Está equivocado.
—No hizo nada, ¿eh? —gritó Kling—. ¡Que no hizo nada, pedazo de hijo de puta! ¡Fue al piso de abajo y violó a una muchacha de dieciséis años! ¿Que no hizo nada? ¿Que no hizo nada?
—Shhh, shhh, los vecinos —advirtió Halsted.
—¿Los vecinos? —gritó Kling—. Tiene las agallas de…
Halsted retrocedió hacia la cocina, con las manos temblando. Kling lo siguió.
—Yo… yo… yo… fue idea de ella —dijo Halsted con rapidez—. Ella… ella… ella quería hacerlo. Yo… yo no lo hice. Fue…
—Usted es un bastardo mugriento —estalló Kling, y abofeteó a Halsted con la mano abierta en la cara.
Halsted dejó escapar un pequeño sonido temeroso, un quejido que subió temblando a sus labios. Se cubrió la cara con las manos y murmuró:
—No me pegue.
—¿La violó? —preguntó Kling.
Halsted asintió, con la cara aún enterrada en las manos.
—¿Por qué?
—No… no sé. La… la madre estaba en el hospital, ¿entiende? La señora Glennon. Es… es muy buena amiga de mi esposa, la señora Glennon. Van a la iglesia juntas, pertenecen a la misma… hacen las novenas juntas… ellas…
Kling esperó. Las manos se le habían convertido en puños. Esperaba para hacer la gran pregunta. Entonces iba a reducir a Halsted a pulpa sobre el suelo de la cocina.
—Cuando… cuando fue al hospital, mi esposa le… le preparaba la comida a los hijos. A Terry y… y Eileen. Y…
—¡Vamos, siga!
—Yo se las bajaba cada vez… cada vez que mi esposa estaba trabajando.
Halsted apartó lentamente las manos de su cara. No alzó los ojos para encontrar los de Kling. Los tenía clavados en el linóleo sucio y gastado del suelo de la cocina. Seguía temblando, un hombrecito flaco y asustado en camiseta sin mangas, con los ojos clavados en el suelo, mirando lo que había hecho.
—Era sábado —dijo—. Vi cómo Terry se marchaba de la casa. Desde la ventana. Lo había visto. Mi señora se había ido a trabajar, hace cosas en crochet; es buena trabajadora. Era sábado. Recuerdo que hacía mucho calor aquí en el apartamento. ¿Recuerda el calor que hacía en septiembre?
Kling no contestó nada, pero Halsted no había esperado respuesta. Parecía no tener en cuenta la presencia de Kling. Había una comunicación total entre él y el linóleo gastado. No alzó los ojos del suelo.
—Recuerdo. Hacía mucho calor. Mi esposa me había dejado sándwiches para bajárselos a los chicos, pero yo sabía que Terry se había ido, ¿entiende? Igual hubiera bajado los bocadillos, ¿entiende? Pero sabía que Terry se había ido. No puedo decir que no sabía que él no estaba.
Se quedó mirando el suelo durante un largo momento, en silencio.
—Golpeé la puerta cuando bajé. No hubo respuesta. Yo… probé el manubrio, y estaba sin llave, así que… que entré. Ella… Eileen aún estaba en la cama, dormida. Eran las doce, pero ella… ella seguía dormida. La manta… la sábana había… se había… se había corrido de… Yo podía verla. Estaba dormida y yo podía verla. No sé qué hice después. Creo que dejé la bandeja con los bocadillos, y me metí en la cama con ella, y cuando trató de gritar le tapé la boca con las manos y… y lo hice.
Volvió a cubrirse la cara.
—Lo hice —repitió—. Yo lo hice, yo lo hice.
—Excelente persona es usted, señor Halsted —ironizó Kling en un susurro apretado.
—Es que… es que ocurrió, eso es todo.
—Igual que ocurrió lo del bebé.
—¿Qué? ¿Qué bebé?
—¿No lo sabía? ¿Que Eileen estaba embarazada?
—¿Emba… de qué está hablando? ¿Quién? ¿Qué quiere usted…? Eileen. Nadie me dijo… ¿Por qué alguien no…?
—¿No sabía que ella estaba embarazada?
—No. ¡Lo juro! ¡No lo sabía!
—¿Cómo cree que murió ella, señor Halsted?
—La madre dijo… ¡La señora Glennon dijo que fue un accidente! Incluso se lo contó a mi esposa que… ¡Su mejor amiga! No le habría mentido a mi esposa.
—¿Seguro que no?
—¡Un accidente de automóvil! En Majesta. Estaba… estaba visitando a la tía. Eso fue lo que nos contó la señora Glennon.
—Tal vez sea lo que le contó a su esposa. Es la historia que inventaron los dos para salvar su miserable vida.
—¡No, lo juro! —Las lágrimas aparecieron en los ojos de Halsted. Ahora tendió las manos hacia adelante, suplicando, tomando el brazo de Kling, buscando apoyo—. ¿Qué quiere decir? —preguntó, en un sollozo—. ¿Qué quiere decir? Por favor, oh, por Dios, no…
—La chica murió tratando de librarse del bebé que usted le hizo —explicó Kling.
—No lo sabía. No lo sabía. Oh, Dios, juro que no…
—¡Bastardo mentiroso! —gruñó Kling.
—¡Pregúntele a la señora Glennon! Lo juro por Dios, no sabía nada de…
—¡Lo sabía, y después fue a buscar a alguien más que sabía!
—¿Qué?
—Siguió a Claire Townsend hasta…
—¿A quién? No conozco a ninguna…
—… la librería y la mató, ¡hijo de puta! ¿Dónde están las armas? ¿Qué hizo con ellas? Dígamelo antes de que…
—Lo juro, lo juro…
—¿Dónde estuvo el viernes por la tarde a partir de las cinco?
—¡En el edificio! ¡Lo juro! ¡Fuimos a casa de los Lesser! ¡En el quinto piso! Comimos con ellos, y jugamos a las cartas. Lo juro.
Kling lo analizó en silencio.
—¿No sabía que Eileen estaba embarazada? —dijo al fin.
—No.
—¿No sabía que iba a abortar?
—No.
Kling lo siguió mirando, fijamente. Después dijo:
—Dos paradas, señor Halsted. Primero en casa de la señora Glennon, y después en la de los Lesser del quinto. Tal vez sea usted un hombre con suerte.
Arnold Halsted era un hombre con mucha suerte.
Había estado «desocupado por el momento» desde agosto, pero tenía una esposa que era una experta en trabajos de crochet y que estaba dispuesta a hacerse cargo de la familia mientras él se quedaba sentado en ropa interior y miraba la calle desde la ventana del dormitorio. Había violado a una muchacha de dieciséis años, pero ni Eileen ni la madre habían informado del incidente a la policía porque, para empezar, Louise Halsted era una de las mejores amigas y —más importante aún— los Glennon sabían que Terry mataría a Arnold si alguna vez se enteraba de ello.
El señor Halsted era un hombre con mucha suerte.
Aquél era un barrio lleno de problemas privados. La señora Glennon había nacido en el barrio, y sabía que moriría en él, así como que los problemas siempre formarían parte de su vida, un factor indiscutible. No había motivos para llevarle problemas también a Louise Halsted —su amiga— tal vez la única amiga en un mundo tan hostil. Ahora bien, con la hija muerta y el hijo detenido por asalto violento, escuchó las preguntas de Bert Kling y, en vez de acusar a Halsted de asesinato, dijo la verdad.
Dijo que él no había sabido nada ni del embarazo ni del aborto.
Arnold Halsted era un hombre con mucha suerte.
La señora Lesser, en el quinto piso, dijo que Louise y Arnold habían subido a las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde del viernes. Se habían quedado a cenar y a jugar a las cartas después. No era posible que hubiera estado cerca de la librería donde había tenido lugar la matanza.
Arnold Halsted era un hombre con mucha suerte.
A todo lo que tenía que enfrentarse era a una acusación de violación… y a la posibilidad de pasar veinte años entre rejas.