Capítulo 12
Capítulo 12
La señora Glennon estaba harta. Estaba hasta la coronilla. No quería ver a otro policía en su vida. Había identificado a su hija en el depósito de cadáveres antes de que le practicaran la autopsia y después había vuelto a casa para el atuendo de viuda, la misma ropa negra que había usado hacía años cuando su esposo murió. Y ahora había policías otra vez: Steve Carella y Meyer Meyer. Meyer, en un auténtico estilo de detective privado, había superado el charco de oscuridad, se había hecho curar los cortes y heridas, y ahora estaba sentado con gesto grave y una buena cantidad de cinta plástica. La señora Glennon se enfrentó a ellos con un frío silencio mientras le disparaban preguntas, negándose a contestar, con las manos apretadas en la falda mientras seguía sentada, sin ceder, en una silla de cocina de rígido respaldo.
—Su hija tuvo un aborto, ¿lo sabe, señora Glennon?
Silencio.
—¿Quién lo hizo, señora Glennon?
Silencio.
—Quien lo hizo, la mató, ¿lo sabía?
Silencio.
—¿Por qué ella no regresó aquí?
—¿Por qué estuvo vagando por las calles en cambio?
—¿Era un curandero de Majesta? ¿Por eso estaba allí?
—¿Usted la echó cuando se enteró de que estaba embarazada?
Silencio.
—De acuerdo, señora Glennon, empecemos desde el principio. ¿Sabía que ella estaba embarazada?
Silencio.
—¿Desde cuándo estaba embarazada?
Silencio.
—Maldita sea, su hija está muerta, ¿lo sabía?
—Lo sé —dijo la señora Glennon.
—¿Sabía adonde se dirigía el sábado al irse de aquí?
Silencio.
—¿Sabía que iba a abortar?
Silencio.
—Señora Glennon —advirtió Carella—, sólo vamos a suponer que lo sabía. Vamos a suponer que usted sabía por adelantado que su hija iba a provocarse un aborto, y vamos a detenerla como cómplice antes del acto. Será mejor que se ponga el abrigo y el sombrero.
—Ella no podía tener el bebé —afirmó la señora Glennon.
—¿Por qué no?
Silencio.
—Perfecto, vístase. Vamos a la comisaría.
—No soy una criminal —masculló la señora Glennon.
—Tal vez no —contestó Carella—. Pero el aborto inducido es un crimen. ¿Sabe cuántas muchachas jóvenes mueren debido a operaciones criminales en esta ciudad cada año? Bueno, este año su hija es una de ellas.
—No soy una criminal.
—Los curanderos que practican abortos tienen una pena de entre uno y cuatro años, señora Glennon. La mujer que aborta puede ser condenada a pasar el mismo tiempo en la cárcel, a menos que ella o el chico mueran. Entonces el crimen es asesinato en primer grado. Y hasta un pariente o un amigo que llevó a la mujer a un curandero de ese tipo es culpable de ser parte del crimen si puede demostrarse que el propósito de la visita es conocido. En otras palabras un cómplice es tan culpable como cualquiera de los protagonistas. ¿Qué le parece, señora Glennon?
—Yo no la llevé a ninguna parte. Estuve aquí en cama todo el sábado.
—¿Entonces quién la llevó, señora Glennon?
Silencio.
—¿Lo hizo Claire Townsend?
—No. Eileen fue sola. Claire no tenía nada que ver con todo esto.
—Eso no es cierto, señora Glennon. Claire alquiló un cuarto en la calle South First, y usó el nombre de Eileen en la transacción. Suponemos que quería el cuarto para la convalecencia de Eileen. ¿No es cierto eso, señora Glennon?
—No sé nada de un cuarto.
—¡Encontramos aquí la dirección! Y la nota indicaba claramente que se suponía que Eileen había quedado con Claire el sábado. ¿A qué hora se suponía que debían encontrarse, señora Glennon?
—No sé nada de eso.
—¿Por qué era necesario que Eileen alquilara un cuarto amueblado? ¿Por qué no podía regresar aquí? ¿Por qué no podía volver a casa?
—No sé nada de eso.
—¿Claire hizo los preparativos para el aborto?
Silencio.
—Está muerta, señora Glennon. Nada que usted diga puede herirla ya.
—Era una buena muchacha —musitó la señora Glennon.
—¿Habla de Claire o de su hija?
Silencio.
—Señora Glennon —dijo Carella con gran suavidad—, ¿cree que me gusta hablar de abortos?
La señora Glennon alzó la cabeza para mirarlo pero no contestó.
—¿Cree que me gusta hablar de embarazos? ¿Cree que me gusta invadir la intimidad de su hija, la dignidad de su hija? —Sacudió la cabeza cansadamente—. Un hombre la asesinó, señora Glennon. La asesinó como un cerdo. ¿Quiere hacer el favor de ayudarnos a encontrarlo?
—¿Y quieren más muertes? —preguntó la señora Glennon de pronto.
—¿Qué?
—¿Quieren que alguien más termine muerto?
—¿A qué se refiere?
—Ustedes conocen a mi hijo.
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se quedó otra vez en silencio.
—¿Qué pasa con él?
—Vieron lo que le hizo a este hombre, ¿verdad? Y eso fue sólo porque estaba interrogándome. ¿Qué creen que hará si descubre que Eileen fue… fue…?
—¿A quién teme, señora Glennon?
—A mi hijo. Lo mataría.
—¿A quién mataría?
—Al… al padre del bebé.
—¿Quién? ¿Quién es?
—No. —Sacudió la cabeza.
—Señora Glennon, somos policías —dijo Meyer furioso—. No vamos a decirle a su hijo…
—Conozco este barrio —dijo la señora Glennon, enterada—. Es como un pueblecito. Si la policía lo sabe, todos lo sabrán. Y entonces mi hijo encontrará al hombre y lo matará. No. —Volvió a sacudir la cabeza—. Llévenme a la cárcel si quieren; arréstenme como cómplice… o como lo llamen. Háganlo. Digan que asesiné a mi propia hija porque traté de ayudarla. Háganlo, pero no tendré más sangre en mis manos, no.
—¿Claire sabía todo esto?
—No sé qué sabía Claire.
—Pero ella hizo preparativos para que su hija…
—No sé lo que hizo.
—¿Este tipo no iba a casarse con su hija, señora Glennon? —preguntó Meyer.
Silencio.
—Me gustaría hacerle una pregunta más —dijo Carella—. Espero que nos dé la respuesta. Quiero que sepa, señora Glennon, que todo esto me incomoda. Pero sé que tiene la respuesta a esta pregunta, y la quiero.
Silencio.
—¿Quién practicó el aborto?
Silencio.
—¿Quién?
Silencio.
Y entonces, de pronto, desde el silencio:
—El doctor Madison. En Majesta.
—Gracias, señora Glennon —dijo Carella suavemente.
En el coche mientras se dirigían hacia allí por el Puente Majesta, que unía dos partes de la ciudad, un puente viejo como el tiempo, negro y tiznado contra el cielo, achaparrado y sombrío en comparación con sus elegantes rivales, Meyer y Carella especularon sobre lo que todo aquello significaba.
—Lo que sigo sin entender —comentó Carella—, es la participación de Claire.
—Yo también. No parece propio de ella, Steve.
—Pero nadie puede negar que alquiló ese cuarto.
—Sí.
—E hizo planes para encontrar a Eileen, así que obviamente sabía que Eileen iba a abortar.
—Correcto —dijo Meyer—. Pero eso es lo contradictorio. Es una asistenta social… y buena. Sabe que el aborto inducido está penado por la ley. Sabe que si ella tiene algo que ver con el asunto, está implicada como cómplice. Aun cuando no lo supiese como asistenta social, lo sabía como novia de un policía. —Meyer hizo una pausa—. Me pregunto si alguna vez le mencionó esto a Bert.
—No sé. Creo que vamos a tener que preguntárselo tarde o temprano.
—No es algo que desee ansiosamente.
—Maldita sea —estalló Carella—. La mayoría de las asistentas sociales alientan a las madres solteras a tener los bebes y darlos en adopción. ¿Por qué Claire…?
—El hijo —le recordó Meyer—. Un pequeño rufián calenturiento que iría a buscar al padre del chico.
—El novio de Claire es policía —apuntó Carella llanamente—. Podría habernos preparado para esa eventualidad. Podríamos haber amenazado de muerte al joven Glennon apenas con una advertencia de mantener el hocico apartado de eso. No lo entiendo.
—Ahora bien, en ese sentido —razonó Meyer—, ¿por qué Claire no trató de contactar con el padre, de arreglar una boda? No lo entiendo. No puedo creer que se metiera en una cosa como ésta. No puedo creerlo, realmente.
—Tal vez nuestro amigo médico pueda arrojar un poco de luz sobre el tema —indicó Carella—. ¿Qué decía la guía de teléfonos?
—A. J. Madison, médico —dictó de memoria Meyer—. Once sesenta y tres de la Treinta y Siete, Majesta.
—Queda cerca del parque donde encontraron a la muchacha, ¿no?
—Sí.
—¿Crees que acababa de salir del consultorio?
—No sé.
—No parece probable. Se suponía que debía encontrar a Claire en Isola. No se habría quedado dando vueltas en Majesta. Y dudo que enfermara tan pronto. ¡Jesús!, Meyer, estoy más confundido que el carajo.
—Eres un detective espantoso, eso es todo.
—Lo sé. Pero aún así sigo más confundido que el carajo.
La Avenida Treinta y Siete era una serena calle residencial con casas de arenisca a las que se accedía por bajas pendientes de entrada y que estaban resguardadas de la acera por pequeñas cercas de hierro forjado. Todo daba una impresión de serenidad y dignidad. Podría haber sido una calle de Boston o de Filadelfia, una calle recatada oculta de la devastación del tiempo y del ritmo del siglo veinte. Pero no era así. Era una calle que albergaba al Dr. A. J. Madison, un curandero que practicaba abortos.
El 1163 estaba en mitad de la manzana, una casa de arenisca, indistinguible de las casas semejantes que la flanqueaban, con la misma cerca baja de hierro forjado, los mismos escalones blancos que conducían a la puerta de entrada, pintura de color verde suave. Una placa rectangular de bronce estaba ubicada sobre el timbre de bronce. La placa decía «A. J. Madison. Médico». Carella apretó el timbre. Era un consultorio, y no tenían que decirle a Carella que la puerta estaría sin llave. Hizo girar el enorme picaporte de bronce y Meyer y él entraron en la amplia recepción. En un rincón había un escritorio ante una pared de libros. Las otras dos paredes estaban recubiertas de un costoso empapelado con textura. Una reproducción de Picasso colgaba de una pared, y dos de Braque de otra. En una mesita habían los últimos números de Life, Look y el Ellery Queen’s Mystery Magazine.
—Parece que no hay nadie en casa —advirtió Carella.
—Lo más probable es que la enfermera esté atrás con él —indicó Meyer.
Esperaron. Pronto oyeron pasos apagados que recorrían el largo pasillo que conducía a la recepción. Una rubia sonriente entró en la habitación. Llevaba una túnica blanca y zapatos blancos. Tenía prolijamente recogido el pelo sobre la nuca en un moño compacto. El rostro era de rasgos decididos, con pómulos altos, mandíbula prominente y ojos azules penetrantes. Tal vez tuviera cuarenta años, pero parecía una joven matrona, con la sonrisa amable y los ojos azules alerta.
—¿Caballeros? —dijo.
—¿Cómo está usted? —señaló Carella—. Nos gustaría ver al Dr. Madison, por favor.
—¿Si?
—¿Visita? —preguntó Carella.
La mujer sonrió.
—No tienen cita, ¿verdad?
—No —respondió Meyer—. ¿Visita el doctor?
La mujer volvió a sonreír.
—Sí, el doctor visita.
—Bueno, ¿podría decirle que estamos aquí, por favor?
—¿Puede decirme de qué se trata?
—Una cuestión policial —dijo Meyer sin rodeos.
—¿Oh? —Las cejas rubias de la mujer apenas se movieron—. Ya veo. —Hizo una pausa—. ¿Qué… tipo de asunto policial?
—Se trata de una cuestión personal que nos gustaría discutir con el propio doctor, si no le importa.
—Me temo que está hablando con «el propio doctor» —dijo la mujer.
—¿Cómo?
—Yo soy el Dr. Madison.
—¿Cómo?
—Sí. —Asintió con la cabeza—. ¿Qué es lo que desean, caballeros?
—Creo que sería mejor que pasáramos a su consultorio, doctora.
—¿Por qué? Mi enfermera salió a almorzar, y no tengo consultas hasta las dos. Podemos hablar aquí. Supongo que no llevará demasiado tiempo, ¿verdad?
—Bueno, eso depende…
—¿De qué se trata? ¿Una herida de arma no registrada?
—Es algo más que eso, doctora Madison.
—¿Oh?
—Sí. —Carella tomó aliento—. Doctora Madison, ¿ejecutó usted un aborto criminal a una muchacha llamada Eileen Glennon el sábado pasado?
La doctora Madison parecía un poco sorprendida. Las cejas se elevaron un octavo de pulgada, y la sonrisa regresó otra vez a la boca.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Dije, doctora Madison, que si ejecutó usted un aborto criminal a…
—Sí, por cierto —contestó la doctora Madison—. Hago abortos criminales todos los sábados. Tengo tarifas especiales para raspados de fin de semana. Buenos días, caballeros.
Estaba girando sobre sus talones cuando Carella dijo:
—Alto ahí, doctora Madison.
—¿Por qué voy a detenerme? —inquirió la doctora Madison—. ¡No tengo por qué oír estos insultos! Si ésta es su idea de…
—Sí, bueno, tal vez tengamos que insultarla un poco más —intervino Meyer—. Eileen Glennon ha muerto.
—Lamento mucho enterarme, pero no tengo idea de quién es esa muchacha o por qué iban a tener que relacionarme…
—Su madre nos dio su nombre, doctora Madison. Y ella no sacó el nombre de un sombrero, ¿sabe?
—No tengo idea de dónde lo sacó… o por qué. No conozco a nadie llamado Eileen Glennon, y por cierto nunca llevé a cabo un aborto criminal en mi vida. Tengo una carrera respetable y no la pondría en peligro por…
—¿Cuál es su especialidad, doctora Madison?
—Medicina general.
—Debe ser bastante duro, ¿eh?, como para que un médico de su sexo se gane la vida.
—Me va muy bien, gracias. No se preocupe por mí. Si han terminado, tengo otras cosas que…
—Basta, doctora Madison. Deje de correr hacia ese cuarto trasero, ¿quiere? Esto no va a ser fácil.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó la doctora Madison.
—Queremos que nos cuente qué pasó aquí el sábado por la mañana.
—Nada. Ni siquiera estaba aquí el sábado por la mañana. Mi horario de consultas empieza a las dos.
—¿A qué hora llegó Eileen Glennon?
—No tengo ni idea de quién es Eileen Glennon.
—La muchacha que usted operó el sábado pasado —insistió Meyer—. La muchacha que cayó muerta de una hemorragia uterina en el parque a seis manzanas de aquí. Esa es ella, doctora Madison.
—No realicé ninguna operación el sábado.
—¿A qué hora llegó aquí la muchacha?
—Esto es absurdo, es una pérdida de tiempo. Si ella no estaba aquí, por supuesto no voy a decirle que estaba.
—¿Sabía que está muerta?
—Ni siquiera sabía que estaba viva. Estoy segura de que era una espléndida muchachita, pero…
—¿Por qué la llamó muchachita, doctora Madison?
—¿Qué?
—Acaba de llamarla espléndida muchachita. ¿Por qué?
—Por supuesto que no lo sé. ¿No era una espléndida muchachita?
—Sí, ¿pero cómo lo sabía?
—¿Cómo sabía qué? —dijo con furia la doctora Madison.
—Que sólo tenía dieciséis años.
—No lo sabía, y no lo sé. Nunca oí hablar de Eileen Glennon hasta hace un instante.
—¿No leyó la prensa de ayer?
—No. Rara vez tengo tiempo de leer algo, fuera de las publicaciones profesionales.
—¿Cuándo fue la última vez que leyó un periódico, doctora Madison?
—No recuerdo. El miércoles, el jueves, no recuerdo. Acabo de decirle…
—Entonces no sabía que ella estaba muerta.
—No. Ya se lo dije. ¿Hemos terminado ahora?
—¿A qué hora la operó, doctora Madison?
—No lo hice. Ni veo cómo pueden ustedes probar que lo hice. Acaban de decirme que la chica está muerta. Ella no puede dar testimonio de haber sufrido un aborto, y…
—Oh, entonces ella vino sola, ¿eh?
—No vino en absoluto. Está muerta, y eso es todo. Nunca la vi ni oí hablar de ella en mi vida.
—¿Oyó hablar de Claire Townsend? —estalló Carella.
—¿Cómo?
Carella decidió arriesgarse. Ella acababa de decirle que no había visto un periódico desde mediados de la semana anterior, antes de que mataran a Claire. Así que por instinto, y sin saber si era una apuesta loca, dijo:
—Claire Townsend sigue viva. Nos dijo que arregló un aborto para Eileen Glennon. Con usted, doctora Madison. ¿Qué piensa ahora?
El cuarto quedó en silencio.
—Creo que sería mejor que viniera a la ciudad y discutiera esto con Claire personalmente, ¿eh? —comentó Meyer.
—No pensé…
—No pensó que Claire nos contaría, ¿eh? Bueno, lo hizo. Ahora, ¿qué fue lo que pasó?
—No tuve nada que ver con la muerte de la muchacha —dijo la doctora Madison.
—No. ¿Entonces quién cometió el aborto?
—¡No tuve nada que ver con su muerte!
—¿Dónde practicó la operación?
—Aquí.
—¿El sábado por la mañana?
—Sí.
—¿A qué hora?
—Llegó a las diez.
—¿Y cuando la operó?
—A eso de las diez y cuarto.
—¿Quién la ayudó?
—No tengo por qué decirle eso. Hubo una enfermera y un anestesista. No tengo por qué decirle quiénes eran.
—¿Un anestesista? Eso es un poco inusual, ¿no?
—¡No soy una carnicera! —dijo con furia la doctora Madison—. Le hice el tipo de operación que podría haberle realizado un ginecólogo en un hospital. Seguí todas las reglas de la técnica quirúrgica correcta y asépticamente.
—Sí, eso es muy interesante —observó Carella— si pensamos que la muchacha tuvo una infección séptica antes de la maldita hemorragia. ¿Qué empleó con ella? ¿Un alfiler de sombrero oxidado?
—¡No se atreva! —gritó la doctora Madison, y se abalanzó hacia Carella con la mano alzada, el puño cerrado en un ataque femenino sin esperanzas, los ojos encendidos. Él le tomó el brazo por la muñeca y la mantuvo a distancia, temblando y rabiosa.
—No pierda la calma.
—¡Suélteme!
—No pierda la calma.
Ella tironeó para liberar la muñeca.
Se la frotó con la mano izquierda, dirigiendo una mirada llameante a Carella.
—La chica tuvo el cuidado necesario —explicó—. Estaba bajo anestesia general para la dilatación y el raspado.
—Pero murió —dijo Carella.
—¡Eso no fue culpa mía! Le dije que fuera directamente a su cama cuando saliera de aquí. En vez de eso, ella…
—¿En vez de eso ella qué?
—¡Regresó!
—¿Aquí?
—Sí, aquí.
—¿Cuándo fue eso?
—El sábado por la noche. Me dijo que la señorita Townsend no había acudido a la cita que tenían. Dijo que no podía regresar a su casa, y me rogó que la dejara quedarse aquí durante la noche. —La doctora Madison sacudió la cabeza—. No podía hacerlo. Le dije que fuera a un hospital y le di el nombre de uno de ellos. La habrían tratado. —La doctora Madison volvió a sacudir la cabeza.
—No fue a ningún hospital, doctora Madison. Es probable que estuviera demasiado asustada. —Hizo una pausa—. ¿Hasta qué punto estaba enferma cuando vino aquí el sábado por la noche?
—No parecía enferma. Sólo parecía confusa.
—¿Tenía hemorragia?
—¡Por supuesto que no! ¿Cree que la habría dejado que se fuera si…? ¡Soy un médico!
—Sí —dijo Carella secamente—. Que por casualidad, además, practica abortos de vez en cuando.
—¿Alguna vez crio a un hijo no deseado? —preguntó la doctora Madison con voz lenta y pareja—. Yo sí.
—Y eso hace que todo esté bien ¿no?
—Estaba tratando de ayudar a esta chica. Le ofrecía una forma de salirse de una situación que ella no había buscado.
—Ya lo creo que se salió —apuntó Meyer.
—¿Cuánto le cobró por su asesinato? —dijo Carella.
—¡Yo no asesiné!
—¿Cuánto?
—Qui… quinientos dólares.
—¿De dónde sacaría Eileen Glennon quinientos dólares?
—Yo… no sé. La señorita Townsend me dio el dinero.
—¿Cuándo arreglaron esto usted y Claire?
—Hace… hace dos semanas.
—¿Cómo se puso en contacto con usted?
—Un amigo le habló de mí. ¿Por qué no le pregunta a ella? ¿No le contó ella todo esto?
Carella pasó por alto la pregunta.
—¿Cuánto hacía que Eileen estaba embarazada? —preguntó.
—Estaba en el segundo mes.
—Entonces… ¿desde principios de septiembre, diría usted?
—Sí, eso supongo.
—De acuerdo, doctora Madison, póngase el abrigo. Va a venir con nosotros.
De pronto la doctora Madison parecía confundida.
—Mis… mis pacientes —dijo.
—De ahora en adelante puede olvidar todo sobre sus pacientes —indicó Meyer.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que hice mal? ¿Tratar de salvar a una muchacha de la desdicha no deseada? ¿Eso está mal?
—El aborto va contra la ley. Usted lo sabía, doctora Madison.
—¡No tendría que ser así!
—Lo es. Nosotros no la escribimos, señora.
—¡Estaba ayudándola! —exclamó la señora Madison—. Sólo estaba…
—Usted la mató —sentenció Meyer.
Pero su voz carecía de convicción, y le puso las esposas sin decir otra palabra.
PRIMERA DEMANDA
El Gran Jurado de Majesta, mediante este sumario, acusa al demandado, Alice Jean Madison, del crimen de aborto, en violación de las Secciones 2 y 80 del Código Penal de este estado, cometido como sigue.
El demandado, el o alrededor del 14 de octubre en el 1163 de la Avenida Treinta y Siete de Majesta, usó y empleó ilegal, criminal y voluntariamente cierto instrumento sobre Eileen Glennon con el intento de producir así el malparto de la mencionada Eileen Glennon, siendo que él mismo no era necesario para preservar la vida de la mencionada Eileen Glennon o la vida del hijo con el que estaba embarazada.
SEGUNDA DEMANDA
El Gran Jurado de Majesta, mediante este sumario, acusa al demandado del crimen de homicidio en primer grado dado que el demandado empleó y usó cierto instrumento sobre Eileen Glennon con la intención de provocar así el malparto de la mencionada Eileen Glennon, no siendo él mismo necesario para preservar la vida de la mencionada Eileen Glennon ni la vida del hijo con el que estaba entonces embarazada a resultas de lo cual murió el 15 de octubre.
ARTHUR PARKINSON,
Fiscal del Distrito