Capítulo 10

Capítulo 10

Detuvieron a Terry Glennon a las cuatro. Para entonces, un contingente endurecido de veteranos había regresado a la sala de la comisaría, y rodearon a Glennon con casual indiferencia mientras éste se mantenía sentado en una silla de respaldo recto preguntando por qué lo habían arrastrado hasta la comisaría.

Bob O’Brien, que era un policía de lo más amable, le dijo:

—Te arrastramos a la comisaría porque creemos que tú y algunos de tus compinches habéis destrozado a golpes a un policía esta mañana. ¿Eso contesta tu pregunta?

—No sé de qué está hablando —dijo Glennon.

—El policía era el detective Meyer Meyer —siguió O’Brien, con buenos modales—. Ahora está en el Hospital General donde le están tratando los cortes y contusiones y también el shock recibido. ¿Eso te lo hace más claro?

—Sigo sin saber de qué me está hablando.

—De acuerdo, de acuerdo; trata de memorizar —sugirió O’Brien—. Tenemos todo el tiempo del mundo. Fui al hospital a la hora del almuerzo y Meyer me dijo que había hecho una breve visita a la casa de la familia Glennon, donde un chico llamado Terry Glennon se molestó mucho porque Meyer estaba hablando con su madre. La madre, según Meyer, hizo cierta referencia sarcástica sobre los amigos del chico. ¿Te suena eso, Glennon?

—Sí, eso lo recuerdo.

—¿Y recuerdas por qué te esfumaste después de que tú y tus compinches destrozaron a Meyer?

—No me esfumé. Estaba en la calle. Y tampoco destrocé a nadie.

—No estabas en la calle, Glennon. Te estuvimos buscando desde el mediodía.

—Di una vuelta —repuso Glennon—. ¿Y con eso qué?

—Con eso nada —intervino Carella—. La gente puede dar una vuelta. No hay ninguna ley que lo prohíba. —Hizo una pausa, sonrió, y añadió—: ¿Dónde fuiste cuando abandonaste la casa, Glennon?

—Abajo.

—¿Abajo, dónde? —preguntó Willis.

—Al quiosco.

—¿Qué quiosco? —insistió Brown.

—El de la esquina.

—¿Cuánto te quedaste allí? —preguntó Di Marco.

—No sé. Una hora, dos horas, ¿quién puede recordarlo?

—Alguien recuerda mejor —dijo O’Brien—. ¿Por qué golpeaste a Meyer?

—Yo no lo hice.

—¿Quién lo hizo? —dijo Carella.

—No sé.

—¿Oíste hablar alguna vez de Claire Townsend?

—Sí.

—¿Cómo?

—Mi madre habló de ella. Y el policía estaba preguntando sobre ella.

—¿Alguna vez estuviste con ella?

—No.

—¿Conoces a alguien llamado Joe Wechsler?

—No.

—¿Anthony La Scala?

—No.

—¿Herbert Land?

—No.

—¿Por qué golpeaste a Meyer?

—Yo no lo hice.

—¿Por qué a tu madre no le gustan tus amigos?

—¿Cómo puedo saberlo? Pregúnteselo.

—Lo haremos, pero ahora te lo preguntamos a ti.

—No sé por qué no le gustan.

—¿Perteneces a una pandilla, Glennon?

—No.

—¿A un club entonces? ¿Cómo lo llamas, Glennon? ¿Un club atlético y social?

—No pertenezco a nada. No lo llamo nada porque no pertenezco a nada.

—¿Tu pandilla te ayudó a golpear a Meyer?

—No tengo una pandilla.

—¿Cuántos erais?

—No sé de qué me está hablando. Bajé y…

—¿Qué hiciste? ¿Esperaste a Meyer en el vestíbulo?

—… y me quedé en el quiosco por…

—¿Lo golpeaste cuando salió de visitar a tu madre?

—… por unas horas, y después di un paseo.

—¿Dónde almorzaste?

—¿Qué?

—¿Dónde almorzaste?

—Comí un hot-dog en Barker.

—A ver las manos.

—¿Para qué?

—¡Muéstrame las manos! —restalló Carella.

O’Brien dio la vuelta a las manos de Glennon sobre las suyas.

—Es todo lo que necesitamos —dijo O’Brien—. Esos cortes en los nudillos lo dicen todo.

Glennon no mordió el cebo. Se quedó en silencio. Si había sido uno de los que golpearon a Meyer con tuberías, no suministró la información.

—Vamos a encerrarte durante una temporadita —dijo Willis—. Creo que te gustarán nuestras celdas.

—No pueden encerrarme —arguyó Glennon.

—¿Que no? Ponnos a prueba —contestó Willis—. Steve, creo que será mejor que hablemos otra vez con la señora, para averiguar los nombres de los amigos del chico.

—¡Dejen a mi madre en paz! —gritó Glennon.

—¿Por qué? ¿Vas a golpearnos a nosotros, también?

—Déjenla en paz y punto, ¿entienden? ¡Yo soy el hombre de la casa! ¡Cuando mi padre murió, yo pasé a ser el hombre de la casa! Manténganse lejos de ella.

—Sí, hermoso hombre eres —dijo Brown—. Esperas en la oscuridad con otros doce tipos y le pegas a sangre fría a…

—¡No esperé en ningún lugar! ¡Dejen en paz a mi madre!

—Enciérrenlo —dijo O’Brien.

—Y tampoco pueden encerrarme. Han de tener motivos.

—Tenemos motivos.

—¿Sí? ¿Cuáles?

—Sospecha —dijo Willis, recordando la vieja rutina.

—¿Sospecha de qué?

—Sospecha de que eres un montón de mierda… ¿qué te parece? Que alguien se encargue de él.

Quien se encargó de él fue Di Maeo. Lo arrancó de la silla, le puso las esposas con violencia y después lo empujó a través de la baranda divisoria de pizarra y lo llevó abajo, a las celdas.

—Será mejor que le pregunten a la vieja también sobre esto —le dijo O’Brien a Carella—. Meyer me lo dio en el hospital.

—¿Qué es?

O’Brien le tendió la página arrancada de la libreta de Meyer. Decía:

CLAIRE

SÁBADO

CALLE SOUTH FIRST 271

Carella leyó la nota.

—¿De dónde sacó esto Meyer?

—Estaba colgado en una pizarra en el apartamento de Glennon.

—De acuerdo, le preguntaremos. ¿Alguien verificó la dirección?

—Voy a hacerlo yo mismo en este momento —dijo O’Brien.

—Bien. Estaremos con la señora Glennon. Si consigues algo, llámanos allí.

—Perfecto.

—¿Meyer sabe quién escribió la nota?

—Cree que fue la muchacha. Eileen Glennon.

—¿Por qué no la traemos y se lo preguntamos?

—Bueno, ése es otro asunto, Steve. La señora Glennon dice que tiene una hermana en Bethtown, una mujer que se llama Iris Mulhare.

—¿Qué pasa con ella?

—Sostiene que Eileen fue allí el sábado por la mañana. También le dijo a Meyer que la chica había estado con la señora Mulhare todo el tiempo mientras la anciana estuvo en el hospital.

—¿Y?

—Cuando regresé a la oficina llamé a la señora Mulhare. Dijo que sí, que la chica estaba con ella. Así que le dije que me dejara hablarle. Bueno, anduvo revoloteando un poco y después me dijo que lo sentía, pero que Eileen seguramente había salido un minuto. Así que le pregunté adonde había ido Eileen. La señora Mulhare dijo que no lo sabía. Así que le pregunté si estaba segura de que Eileen estaba realmente allí. Ella dijo que claro que sí. Así que le dije que me dejara hablar con ella. Y ella añadió, acabo de decirle que salió un minuto. Así que le dije que pensaba llamar a la comisaría local y enviar un patrullero para ayudar a encontrar a Eileen, y entonces la señora Mulhare se detuvo, y empezó a flotar la basura.

—Cuéntamelo.

—Eileen Glennon no está con la tía. Esta Mulhare hace seis meses que no la ve.

—¿Seis meses, eh?

—Exacto. Eileen no está allí ahora, y tampoco estuvo allí cuando la madre estaba en el hospital. Le pregunté a la señora Mulhare por qué me había mentido, y dijo que la hermana le había llamado esta mañana (tiene que haber sido un momento después de que Meyer se fuera) para decirle que en caso de que alguien preguntara, Eileen estaba allí en Bethtown.

—¿Por qué querría la señora Glennon que dijera eso?

—No sé. Pero por cierto parece como que Claire Townsend estaba mezclada con un auténtico racimo de líos.

El lío llamado señora Glennon estaba fuera de la cama cuando llegaron Carella y Willis. Estaba sentada en la cocina bebiendo una segunda taza de leche caliente con manteca, que sin duda se había preparado ella misma. El correo secreto del barrio ya la había informado del arresto de su hijo, y saludó a los detectives con una hostilidad poco disimulada. Como para hacer más evidente su furia, sorbió ruidosamente la leche mientras contestaba a las preguntas.

—Queremos saber los nombres de los amigos de su hijo, señora Glennon —dijo Carella.

—No sé ninguno de sus nombres. Terry es un buen muchacho. No tienen derecho a arrestarlo.

—Creemos que él y sus amigos atacaron a un oficial de policía —intervino Willis.

—No me importa lo que crean. Es un buen muchacho. —Sorbió la leche.

—¿Su hijo pertenece a una pandilla callejera, señora Glennon?

—No.

—¿Está segura?

—Estoy segura.

—¿Cuál es el nombre de sus amigos?

—No sé.

—¿Nunca vienen a esta casa, señora Glennon?

—Nunca. No voy a entregar mi sala de estar a un puñado de jóvenes… —Se interrumpió en seco.

—¿Un puñado de jóvenes qué, señora Glennon?

—Nada.

—¿Jóvenes rufianes, señora Glennon?

—No. Mi hijo es un buen muchacho.

—Pero golpeó a un policía.

—No lo hizo. Sólo son suposiciones.

—¿Dónde está su hija, señora Glennon?

—¿Cree que también ella golpeó a un policía?

—No, señora Glennon, pero creemos que tenía una cita para encontrar a Claire Townsend el sábado, en esta dirección. —Carella puso el trozo de papel sobre la mesa de la cocina, junto a la taza de leche. La señora Glennon lo miró y no dijo nada.

—¿Sabe algo sobre esta dirección, señora Glennon?

—No.

—¿Se suponía que debía encontrar a Claire el sábado?

—No. No sé.

—¿Dónde está ella ahora?

—En casa de mi hermana. En Bethtown.

—Ella no está allí, señora Glennon.

—Allí es donde está.

—No. Hablamos con su hermana. No está allí, y nunca estuvo.

—Está allí.

—No. Ahora bien ¿dónde está ella, señora Glennon?

—Si no está allí, no sé dónde está. Dijo que iba a ver a su tía. Nunca me mintió, así que no tengo motivos para creer…

—Señora Glennon, usted sabe condenadamente bien que ella no fue a casa de su hermana. Usted llamó a su hermana esta mañana, después de que el detective Meyer se fuera de aquí. Le pidió que mintiera por usted. ¿Dónde está su hija, señora Glennon?

—No sé. ¡Déjenme en paz! ¡Ya he tenido suficientes problemas! ¿Creen que es fácil? ¿Creen que criar dos hijos sin un hombre es fácil? ¿Creen que me agrada el grupo con el que sale mi hijo? ¿Y ahora Eileen? ¿Creen que yo…? ¡Déjenme en paz! Estoy enferma. Soy una mujer enferma. —Ahora hablaba en un susurro—. Estoy enferma. Por favor. Acabo de salir del hospital. Por favor. Por favor déjenme en paz.

—¿Qué pasa con Eileen, señora Glennon?

—Nada, nada, nada, nada —contestó ella, con los ojos cerrados fuertemente, gimiendo las palabras, y con las manos apretadas en la falda.

—Señora Glennon —dijo Carella con gran suavidad—, nos gustaría saber dónde está su hija.

—No sé. Lo juro por Dios. No sé. Es la verdad, por Dios. No sé dónde está Eileen.

El detective O’Brien se detuvo en la acera y alzó los ojos hacia el 271 de la calle South First.

El edificio era una construcción de piedra arenisca de cinco pisos, y en la ventana del primer piso un cartel anunciaba SE ALQUILAN HABITACIONES AMUEBLADAS POR DÍA O POR SEMANA. O’Brien subió los escalones de enfrente y apretó el timbre del encargado.

Esperó unos instantes, no recibió respuesta, e hizo sonar el timbre otra vez.

—¿Hola? —dijo una voz desde adentro.

—¡Hola! —contestó O’Brien.

—¿Hola?

—¡Hola! —Empezaba a sentirse como un eco cuando la puerta de entrada se abrió. Un anciano delgado con pantalones color caqui y en camiseta se asomó para mirarlo. Tenía unas espesas cejas de color gris que cubrían parcialmente sus ojos azules y le daban una expresión atenta.

—Hola —dijo—. ¿Usted hizo sonar el timbre?

—Fui yo —contentó O’Brien—. Soy el detective O…

—Oh, oh —masculló el anciano.

O’Brien sonrió.

—No hay problemas, señor. Sólo quería hacerle algunas preguntas. Me llamo O’Brien, del Distrito 87.

—¿Cómo está usted? Yo me llamo O’Loughlin, de la calle South First —dijo el anciano y rio entre dientes.

—¡Por los rebeldes! —dijo O’Brien.

—¡Por los rebeldes! —contestó O’Loughlin, y los dos rompieron a reír—. Adelante, amigo. Estaba por tomar un trago para terminar el día. Puede acompañarme.

—Bueno, no me permiten beber cuando estoy de servicio, señor O’Loughlin.

—Seguro, ¿y quién va a contar nada al respecto? —razonó el anciano—. Vamos, entre.

Atravesaron el vestíbulo y entraron en el apartamento de O’Loughlin al final del pasillo. Se sentaron en una sala de estar adornada con un candelero de vidrio coloreado y cortinas de terciopelo. Los muebles eran antiguos, profundos y cómodos. O’Loughlin se dirigió a un aparador de cerezo y sacó una hermosa botella.

—Whisky irlandés —dijo.

—¿Qué otra cosa podía ser? —preguntó O’Brien.

El anciano rio entre dientes y sirvió dos buenas medidas. Le alcanzó una a O’Brien, que estaba sentado en el sofá, y después se sentó frente a él en una alta mecedora tapizada.

—Por los rebeldes —dijo suavemente.

—Por los rebeldes —contestó O’Brien, y los dos bebieron solemnemente.

—¿Qué es lo que quería saber, O’Brien? —preguntó el anciano.

—Patea un poco —indicó O’Brien, mirando el vaso de whisky, con los ojos ardiendo.

—Suave como la leche de madre —dijo O’Loughlin—. Termínelo, muchacho.

O’Brien se llevó el vaso con cautela a los labios. Y dio un sorbo precavido.

—Señor O’Loughlin, estamos tratando de localizar a una muchacha llamada Eileen Glennon. Encontramos una dirección…

—Vino al lugar adecuado, muchacho —dijo O’Loughlin.

—¿La conoce?

—Bueno, no la conozco. Es decir, no personalmente. Pero me alquiló un cuarto, eso sí.

O’Brien suspiró.

—Bien —dijo—. ¿Qué cuarto era?

—Arriba. La mejor habitación de la casa. Da al parque. Dijo que quería un cuarto bonito, con luz solar. Así que le di ése.

—¿Está allí ahora?

—No. —O’Loughlin sacudió la cabeza.

—¿Tiene idea de cuándo regresará?

—Bueno, aún no ha estado allí.

—¿Qué quiere decir? Dijo que…

—Dije que me alquiló un cuarto, eso dije. Fue la semana pasada. El jueves, según recuerdo. Pero dijo que quería el cuarto para el sábado. Llegó el sábado y ella no apareció.

—¿Entonces no estuvo aquí desde que alquiló el cuarto?

—No señor, me temo que no. ¿Qué pasa? ¿Tiene algún problema la pobre muchacha?

—No, no exactamente. Nosotros sólo… —O’Brien suspiró y volvió a beber un sorbo de whisky—. ¿Le alquiló por un día? ¿Sólo lo quería para el sábado?

—No señor. Lo quería por toda una semana. Me pagó por adelantado. En efectivo.

—¿No le pareció un poco extraño… quiero decir… bueno, alquila normalmente cuartos a muchachas tan jóvenes?

O’Loughlin alzó las tupidas cejas y miró a O’Brien.

—Bueno, tengo entendido que no era tan joven.

—Dieciséis años es ser bastante joven, señor O’Loughlin.

—¿Dieciséis? —O’Loughlin rompió a reír—. Oh, caramba, la joven se dio el gusto de engatusar a alguien, muchacho. Tenía al menos veinticinco, claro como el día.

O’Brien miró el vaso de whisky. Después alzó los ojos.

—¿Qué edad, señor?

—Veinticinco, veintiséis, tal vez incluso un poco más. Pero no dieciséis. No señor, ni por asomo.

—¿Eileen Glennon? ¿Estamos hablando de la misma muchacha?

—Eileen Glennon, así se llama. Vino el jueves, me dio el alquiler de una semana por adelantado, dijo que vendría por la llave el sábado. Eileen Glennon.

—¿Podría… podría decirme qué aspecto tenía, señor O’Loughlin?

—Claro que sí. Era alta. Muy alta. Tal vez un metro setenta, un metro setenta y dos. Recuerdo que tenía que alzar la cabeza mientras le hablaba. Y un cabello negro como ala de cuervo, y grandes ojos marrones, y…

—Claire —dijo O’Brien en voz alta.

—¿Eh?

—Señor, ¿mencionó ella algo sobre otra muchacha?

—No.

—¿Dijo que iba a traer a otra muchacha aquí?

—No. De todos modos no me habría importado. Uno alquila un cuarto, el cuarto es de usted.

—¿Le dijo eso a ella?

—Bueno, se lo dejé entender, supongo. Dijo que quería un cuarto tranquilo con mucho sol. Según me lo imaginé, el sol era opcional. Pero cuando alguien viene aquí a pedir un cuarto tranquilo, entiendo que no desean ser molestados, y les hago ver que no serán molestados. Al menos no por mí. —El anciano hizo una pausa—. Le hablo de hombre a hombre, O’Brien.

—Se lo agradezco.

—Aquí no dirijo un burdel, pero tampoco molesto a la gente. Hoy día es difícil encontrar un poco de intimidad en esta ciudad. Según me lo imagino, cada hombre tiene derecho a contar con una puerta que pueda cerrar contra el mundo.

—¿Y usted tuvo la sensación de que Eileen Glennon quería tener esa puerta cerrada?

—Sí, muchacho, ésa fue la sensación que tuve.

—¿Pero ella no mencionó nada más?

—¿Qué más tenía que mencionar?

—¿Firmó por el cuarto?

—No es una de mis reglas. Pagó el alquiler de una semana por adelantado, y le di un recibo. Es todo lo que ella necesitaba. Harry O’Loughlin es un hombre honesto que cumple con un trato.

—¿Pero ella nunca volvió?

—No.

—Ahora piénselo bien, señor O’Loughlin. El sábado, el día en que se suponía que Eileen Glennon tenía que ocupar el cuarto, ¿vino… vino alguien a preguntar por ella?

—No.

—Piénselo, por favor. ¿No vino una muchacha de dieciséis años a preguntar por ella?

—No.

—¿Vio a una muchacha de dieciséis años merodeando afuera?

—No.

—¿Como si esperara a alguien?

—No.

O’Brien suspiró.

—No entiendo —dijo O’Loughlin.

—Creo que usted le alquiló el cuarto a una mujer llamada Claire Townsend —explicó O’Brien—. No sé por qué usó el nombre de Eileen Glennon, pero sospecho que estaba alquilando el cuarto para la chica. Por qué, no lo sé.

—Bueno, si lo estaba alquilando para otra… permítame aclarar esto. ¿La muchacha que alquiló el cuarto se llama Claire Townsend?

—Eso creo, sí.

—¿Y dice que usó el nombre de esta Eileen Glennon y en realidad estaba alquilando el cuarto para ella?

—Eso creo, sí. Así parece.

—¿Entonces por qué Eileen Glennon no vino el sábado? Quiero decir, si el cuarto era para ella…

—Creo que vino aquí, señor O’Loughlin. Vino aquí y esperó a Claire para que le diera la llave y la dejara entrar. Pero Claire nunca apareció.

—¿Por qué no? Si se tomó todo el trabajo de alquilar el cuarto…

—Porque el viernes por la tarde mataron a Claire Townsend.

—Oh. —O’Loughlin alzó el vaso y lo vació. Se sirvió otra medida, movió la botella hacia el vaso de O’Brien, y dijo—: ¿Un poco más?

O’Brien cubrió el vaso con la palma de la mano.

—No. No, gracias.

—Hay algo que no entiendo —comentó O’Loughlin.

—¿Qué?

—¿Por qué Claire Townsend usó el nombre de la otra muchacha?

—No sé.

—¿Estaba tratando de ocultar algo?

—No sé.

—Quiero decir, ¿tenía problemas con la policía?

—No sé.

—¿Y dónde se metió la otra muchacha? Si alquiló el cuarto para ella…

—No sé —dijo O’Brien. Hizo una pausa y miró el vaso vacío—. Tal vez será mejor que me dé otro vaso.

El patrullero de Majesta había empezado la ronda a las cuatro cuarenta y cinco de la tarde, y ahora eran cerca de las seis. Era el veranillo de San Martín, es cierto, pero los horarios no respetaban la temperatura inadecuada a la estación, y el crepúsculo cayó como si fuera realmente otoño. Estaba caminando por un pequeño parque, cortando diagonalmente por un sendero que formaba parte de su recorrido, cuando vio la mancha amarilla bajo los árboles. Trató de ver mejor en la oscuridad que comenzaba a caer. El amarillo parecía ser la manga y la falda de un abrigo, parcialmente oculto por una gran piedra y el tronco de un árbol. El patrullero se acercó un poco más. Seguro, eso era. Un abrigo de mujer amarillo.

Rodeó la piedra para recogerlo.

El abrigo estaba arrojado descuidadamente sobre el terreno detrás del peñasco. Una muchacha yacía de espaldas a menos de un metro de la prenda, con los ojos inmóviles, fijos en el cielo cada vez más oscuro. La muchacha tenía los ojos y la boca abiertos. Llevaba una falda gris, empapada de sangre. La sangre seca le había manchado los muslos y las piernas. No tenía más de dieciséis o diecisiete años.

El patrullero, que había visto la muerte antes, supo que estaba mirando a un cadáver. No tenía modo de saber que el cadáver se llamaba Eileen Glennon.