Capítulo 3
Capítulo 3
Byrnes estaba firmando el informe que había mecanografiado él mismo cuando sonó el teléfono, y lo descolgó.
—Distrito 87, Byrnes al habla.
—Pete, soy Hal. Sigo en el hospital.
—¿Has conseguido algo? —preguntó Byrnes.
—El tipo acaba de morir —anunció Willis.
—¿Dijo algo?
—Sólo una palabra, Pete. La repitió varias veces.
—¿Cuál era la palabra?
—Carpenter. Insistió en decirla, tal vez cuatro o cinco veces antes de morir. Carpenter.
—¿Eso es todo lo que dijo?
—Eso es todo.
—De acuerdo —concedió Byrnes—. Pregunta si te dejan hablar con la mujer que tienen allí. Se llama Myra Klein. Es la que se desmayó en la librería. La están tratando a causa del shock nervioso.
—Perfecto —dijo Willis, y colgó.
Byrnes terminó de firmar.
Myra Klein llevaba una bata blanca de hospital y se quejaba amargamente de los funcionarios de la ciudad cuando Willis entró en el cuarto. Al parecer la policía había enviado a la señorita Klein al hospital en contra de sus deseos, y ahora la estaban reteniendo allí en contra de su voluntad. Insultó a la enfermera que trataba de darle un calmante y se volvió hacia la puerta cuando Willis la abrió, y gritó:
—¿Qué quiere usted?
—Me gustaría…
—¿Es usted médico?
—No, señora…
—¿Cómo salgo de este manicomio? —gritó la señorita Klein—. ¿Quién es usted?
—Detective de 3.º grado Harold Will…
—¿Detective? —Gritó la señorita Klein—. ¿Detective? ¡Sáquenlo de aquí! —Le gritó a la enfermera—. ¡Ustedes fueron los que me metieron aquí!
—No, señora, yo sólo…
—¿Acaso es un crimen desmayarse?
—No, pero…
—Les dije que yo tenía razón. Les dije.
—Bueno, señora, yo…
—En vez de eso me embutieron en una ambulancia, cuando estaba inconsciente y no podía defenderme.
—Pero, señora, si estaba inconsciente, entonces cómo…
—No me diga a mí cómo estaba —gritó la señorita Klein—. Puedo cuidarme sola. Les dije que tenía razón. No tenían ningún derecho a embutirme en una ambulancia, inconsciente.
—¿A quién se lo dijo, señora Klein?
—Señorita Klein… ¿y qué le importa a quién se lo dije?
—Bueno, señorita Klein, lo que importa es que…
—Sáquenme de aquí. No quiero seguir hablando con policías.
—… si estaba inconsciente…
—¡Le digo que me saquen de aquí!
—… ¿cómo es posible que le dijera a alguien que estaba bien?
Myra Klein clavó sus ojos en Willis bajo un silencio total durante dos minutos enteros. Después dijo:
—¿Qué es usted, un policía de esos que se las dan de astutos?
—Bueno…
—Estoy aquí postrada, en estado de shock —dijo la señorita Klein—, y me mandan a Sherlock Holmes.
—¿Quiere tomar ahora esta píldora, señorita Klein? —preguntó la enfermera.
—Salga de aquí, miserable pordiosera, antes de que la…
—¡La calmará! —protestó la enfermera.
—¿Calmarme? ¿Calmarme? ¿Qué le hace pensar que tengo que calmarme?
—Deje la píldora, enfermera —dijo Willis con voz suave—. Tal vez la señorita Klein quiera tomarla más tarde.
—Sí, deje la píldora y salga, y llévese también al señor Holmes con usted.
—No, me quedo —dijo Willis suavemente.
—¿Quién le mandó? ¿Quién le necesita?
—Quiero hacerle algunas preguntas, señorita Klein —insistió Willis.
—No quiero contestar a ninguna pregunta. Soy una mujer enferma. Estoy en estado de shock. Ahora váyase al carajo.
—Señorita Klein —dijo Willis con voz neutra—, mataron a cuatro personas.
Myra Klein lo miró con los ojos abiertos. Después movió la cabeza, asintiendo.
—Deje la píldora, enfermera —ordenó—. Hablaré con el señor… ¿cómo dijo que se llamaba?
—Willis.
—Sí. Deje la píldora, enfermera.
Esperó hasta que la puerta se cerró tras la enfermera. Después dijo:
—En lo único que podía pensar era en la cena de mi hermano. Llega a casa de trabajar a las siete, y ya son las siete pasadas; además se irrita si la cena no está en la mesa cuando llega a casa. Y aquí estoy yo tendida en un hospital. No podía pensar en otra cosa. —Hizo una pausa—. Entonces usted dijo: «Mataron a cuatro personas», y de pronto soy una de las afortunadas. —Asintió vigorosamente con la cabeza—. ¿Qué quiere saber, señor Willis?
—¿Puede decirme qué pasó en la librería, señorita Klein?
—Por supuesto. Puse el asado a eso de las cuatro y media… es una lástima hacer asado cuando sólo estamos mi hermano y yo, porque sobra tanto, sabe, pero a él le gusta la carne al horno, así que de vez en cuando se lo hago. Lo puse a las cuatro y media… tengo uno de esos chismes automáticos, uno puede programarlo para que se apague cuando la carne está cocida. También metí las patatas, y los guisantes es una cosa de un minuto cuando llego a casa. Había un libro que quería comprar. En esa librería tienen un servicio de préstamo, entiende, a la izquierda… donde yo me encontraba cuando el hombre empezó a disparar.
—¿Era un hombre, señorita Klein?
—Sí. Eso creo. Sólo le di un vistazo rápido. Yo estaba en el sitio donde el señor Fennerman tiene el servicio de préstamo cuando de pronto oí un ruido tremendo. Así que me di la vuelta, y vi a ese hombre con dos armas en la mano, disparando. Al principio no supe qué era, no sé qué pensé: un extra de una película, supongo que pensé… no sé qué. Después vi a un apuesto muchacho, que llevaba un traje de algodón, derrumbarse de pronto sobre el mostrador, todo cubierto de sangre, y entonces me di cuenta de que no era un extra de cine, que no podía serlo.
—¿Qué pasó después, señorita Klein?
—Supongo que me desmayé. Nunca he podido soportar ver sangre.
—¿Pero vio al hombre que disparaba, antes de desmayarse?
—Sí, lo vi.
—¿Puede describírmelo?
—Sí, supongo que sí. —Hizo una pausa—. ¿Por dónde quiere que empiece?
—Bueno, ¿era alto? ¿Bajo? ¿Mediano?
—Mediano, creo. —Hizo otra pausa—. ¿A qué se refiere cuando dice mediano?
—Uno setenta, uno setenta y cinco.
—Sí, más o menos eso.
—¿No era lo que usted llamaría un hombre alto?
—No, quiero decir, no era tan bajo como… —Se detuvo.
—¿No era tan bajo como yo? —dijo Willis, con una sonrisa.
—No. Era más alto que usted.
—Pero no un tipo realmente alto. Perfecto, señorita Klein, ¿qué llevaba?
—Un impermeable —dijo la señorita Klein.
—¿De qué color?
—Negro.
—¿Con cinturón o suelto?
—No me fijé.
—¿Sombrero?
—Sí.
—¿Qué tipo de sombrero?
—Una gorra —dijo la señorita Klein.
—¿El color?
—Negro. Como el impermeable.
—¿Llevaba guantes?
—No.
—¿Algo más que notó en él?
—Sí. Llevaba gafas negras.
—Desde donde usted estaba, ¿pudo verle alguna cicatriz o marca en especial?
—No.
—¿Alguna deformidad?
—No.
—¿Era un hombre blanco o negro, señorita Klein?
—Blanco.
—¿Sabe algo de armas?
—No.
—Entonces no pudo distinguir de qué tipo eran las armas que tenía en las manos.
—¿Tipo?
—Bueno, sí. El calibre, o si eran revólveres o pistolas automáticas o… bueno, ¿eran armas pequeñas, señorita Klein?
—A mí me parecieron muy grandes.
—¿Sabe cómo es una 45?
—No, lo siento.
—Está bien, señorita Klein; nos está ayudando mucho. ¿Podría decir qué edad tenía el hombre?
—Alrededor de treinta y ocho años.
—¿Qué edad me daría a mí, señorita Klein?
—Treinta y seis. ¿Me he equivocado por mucho?
—Cumpliré treinta y cuatro el mes que viene.
—Bueno, bastante acertado.
—Sí, es usted una testigo muy observadora, señorita Klein. Me pregunto si podré resumirle lo que me dijo. Según usted, vio a un hombre blanco de unos treinta y ocho años, de estatura media, y llevaba un impermeable negro, gorra negra y gafas negras. No llevaba guantes, sostenía un arma grande en cada mano, y usted no advirtió cicatrices ni deformidades. ¿Eso es todo?
—Exactamente —dijo la señorita Klein.
Ahora bien, como es obvio, el «exactamente» de la señorita Klein y el «exactamente» del señor Fennerman no llegaban a formar exactamente una imagen de exactitud. Willis aún no había leído el informe mecanografiado por el teniente Byrnes y en consecuencia no tenía forma de saber que las dos descripciones del mismo hombre —aunque concordaran en algunos puntos— diferían en algunos aspectos esenciales. Por ejemplo, el señor Fennerman había dicho que el asesino era alto, quizá de un metro ochenta, tal vez más. La señorita Klein, por otro lado, describió al asesino como de estatura media, de un metro setenta o uno setenta y cinco. Fennerman había dicho que el asesino llevaba un abrigo de tweed y que éste podía haber sido azul. La señorita Klein dijo que llevaba un impermeable negro. Fennerman: sombrero de fieltro gris. Klein: gorra negra. Fennerman: guantes negros. Klein: sin guantes.
Willis aún no sabía nada sobre las discrepancias, pero en caso de conocerlas no se habría sorprendido mucho. Había interrogado a varias personas acerca de los detalles de crímenes cometidos desde hacía mucho tiempo y se había dado cuenta bastante pronto de que la mayoría de los testigos oculares apenas tenían la más vaga idea de lo que había ocurrido en realidad. Fuere cual fuese el motivo —la excitación del momento, la velocidad de la acción, la teoría de que la participación enturbiaba la objetividad—, la descripción de un testigo ocular de cualquier hecho dado se aproximaba a esa atmósfera enrarecida que roza la fantasía. Durante sus años de policía había oído las contradicciones más extravagantes: a amas de casa describir con total falta de precisión la ropa que sus esposos habían usado al irse de casa por la mañana; describir pistolas como escopetas, navajas como cuchillos, rubias como castañas, hombres altos como hombres bajos, gordos como flacos, e incluso en un caso, a una voluptuosa muchacha pelirroja de dieciocho años como un hombre moreno de más de veinte.
Aun así, Willis hacía las preguntas porque todo formaba parte del juego, y éste era algo parecido a un rompecabezas verbal, donde los policías escuchaban un informe fantástico, y trataban de ir componiendo a partir de los oníricos informes subjetivos una imagen de la realidad objetiva. Esta imagen, con frecuencia, era imposible de obtener debido a las distorsiones fragmentarias. Incluso cuando el criminal, por fin, era detenido, su relato del auténtico crimen se veía afectado por la misma distorsión subjetiva. Eso hacía que las cosas fueran un poco difíciles, y que un policía reflexivo como Willis se preguntara acerca de la realidad de un cuerpo acribillado por las balas en el suelo de una librería.
Le agradeció a la señorita Klein su cortesía y su tiempo y la dejó en paz para que tomara la píldora y se preocupara por la cena de su hermano.
Al final de aquel día, viernes 13 de octubre, los cuatro sobrevivientes de la masacre de la librería habían sido interrogados acerca del hecho en sí mismo y de la identidad del asesino. En el silencio desacostumbrado de la comisaría, el detective Steve Carella se sentó con los cuatro informes mecanografiados y trató de establecer una relación coherente entre ellos. Trabajó a lápiz en el dorso de un informe de la División, listando primero los apellidos de los testigos y después sus descripciones acerca del asesino. Cuando terminó la lista, la miró agriamente, se rascó la cabeza y volvió a leerla.
Fennerman | Klein | Deering | Woody |
Hombre | Hombre | Hombre | Hombre |
Blanco | Blanco | Blanco | Blanco |
20-25 | 38 | 30 | 45 |
Alto | Mediano | Mediano | Alto |
Abrigo azul, | Impermeable | Abrigo | Abrigo |
tweed | negro | marrón, tweed | marrón, tweed |
Sombrero | Gorra negra | Sombrero | Sombrero |
fieltro gris | fieltro gris | fieltro gris | |
Gafas negras | Gafas negras | Gafas negras | Gafas negras |
Guantes | Sin guantes | No se fijó | Guantes (color inseguro) |
negros | |||
Sin cicatrices | Sin cicatrices | Cicatriz en mejilla der. | Sin cicatrices |
comentarios | |||
Dos armas | Dos armas | Un arma | Dos armas grandes |
Los testigos parecían estar totalmente de acuerdo sólo en tres puntos: el asesino era hombre, blanco y llevaba gafas negras. A Carella le resultaba imposible extraer una deducción inteligente de los distintos cálculos sobre la edad. Dos de los testigos creían que el hombre era alto, y dos pensaban que era de estatura mediana: de modo que Carella concluyó que, al menos, el hombre no era bajo. Sólo uno de los testigos, la señorita Klein, aseguraba que llevaba un impermeable, mientras que los otros tres estaban de acuerdo en que era un abrigo, sin embargo diferían en el color del abrigo, aunque dos de ellos estaban seguros de que era marrón. En todo caso, era razonable suponer que el abrigo era oscuro. Carella estaba dispuesto a creer lo del sombrero de fieltro gris dado que tres de los cuatro testigos sostenían que era lo que habían visto. Lo de los guantes era dudoso. La cicatriz parecía un invento de la señorita Deering; dos de los otros testigos decían que no habían visto cicatrices, y el señor Fennerman no había hecho ningún comentario al respecto, circunstancia curiosa en caso de que hubiera alguna cicatriz. No, Carella estaba dispuesto a descartar la posibilidad de que el hombre tuviera una cicatriz. En cuanto a la cantidad de armas que llevaba, la mayoría de los testigos parecía estar de acuerdo en que eran dos. Una vez más, la imaginación de la señorita Deering se había impuesto, esta vez por carencia. La señorita Klein decía que las armas eran grandes, y el señor Woody —que poseía él mismo una del calibre 22, para la que tenía un permiso vigente— sostenía que las dos armas eran del calibre 22.
Carella colocó una hoja de papel en blanco en la máquina de escribir y empezó a teclear tomando como punto de referencia sus notas a lápiz.
SOSPECHOSO
Hombre
Blanco
No es bajo
Gafas negras
Abrigo oscuro
Sombrero de fieltro gris
Guantes (?)
Sin cicatrices, marcas o deformidades
Dos armas
Era mucho para empezar.
Seguro.
Era fantástico lo mucho que tenía para empezar.