Capítulo 5

Capítulo 5

Un distrito policial es una pequeña congregación dentro de una comunidad. Había ciento ochenta y siete patrulleros asignados al distrito y dieciséis detectives asignados a la patrulla. Los hombres del distrito y los de la patrulla se conocían como se conoce a la gente de un pequeño pueblo: había estrechas amistades, relaciones de reconocerse sólo con un leve movimiento de cabeza, rencillas menores y también relaciones estrictamente formales. Pero todos los hombres que usaban el edificio como oficina se conocían de vista, y por lo general, de nombre, aun cuando nunca hubieran trabajado juntos en un caso.

Hacia las siete y cuarenta y cinco de la mañana siguiente, cuando un tercio de los patrulleros del distrito había sido relevado y también los tres detectives de la primera planta, no quedaba ya un solo hombre en el distrito —uniformado o de civil— que no supiera que la novia de Bert Kling había sido asesinada a tiros en una librería de la Avenida Culver.

La mayoría de los policías ni siquiera conocía el nombre de la muchacha. Para ellos, se trataba de una imagen vaga, aunque real, de una persona parecida a sus propias esposas o amadas, una muchacha que adquiría personalidad, que se volvía de carne y hueso sólo por asociación a sus propias personas amadas.

Era la chica de Bert Kling, y estaba muerta.

—¿Kling? —preguntaba algún patrullero—. ¿Quién es?

—¿La chica de Kling? —preguntaba algún detective—. ¡Estás bromeando! ¿Lo dices en serio?

—Qué desastre —comentó alguno de ellos.

Un distrito policial es una pequeña congregación dentro de una comunidad…

Los policías del Distrito 87 —uniformados y de civil— comprendían que Kling era uno de ellos. Había hombres entre los patrulleros que sólo lo conocían como el detective rubio que había contestado a una llamada, mientras ellos cumplían con un horario. Si lo hubiesen encontrado en una tarea oficial, se habrían dirigido a él llamándolo «señor». Había otros hombres que eran patrulleros cuando Kling aún hacía la ronda, y que seguían siéndolo, por lo que estaban resentidos de algún modo por su promoción porque no parecía ser más que un tipo con suerte que había dado por casualidad con un caso de asesinato. Había detectives que consideraban que Kling habría sido mejor empleado de oficina que detective, y otros que creían que Kling resultaba indispensable en un caso, dado que combinaba una madura firmeza con una humildad adolescente, una mezcla perfecta para extraer respuestas de los testigos más tozudos. Había soplones que pensaban que Kling era duro a la hora de soltar un dólar, y prostitutas, en La Vía de Putas, que clavaban ocultamente los ojos en él y admitían ante sí mismas que con ese policía en especial no les importaría echarse uno gratis. Había negociantes que consideraban que Kling era demasiado estricto con las ordenanzas municipales relativas a los puestos en las aceras, y chicos del distrito que sabían que Kling miraría para otro lado si se les ocurría abrir una toma de agua en el verano, y otros del precinto que sabían que Kling les rompería las manos si los sorprendía jugueteando con narcóticos, incluso con algo tan liviano como la yerba. Había policías de tránsito que lo llamaban «Rubia» a sus espaldas. Un detective en la comisaría odiaba leer los informes de Kling porque era un pésimo mecanógrafo y aún peor para deletrearlos. Miscolo, de la Oficina de Personal, sospechaba que a Kling no le gustaba el café que él preparaba.

Pero todos los policías del 87 y muchos de los ciudadanos que vivían en el distrito, comprendían que Kling era uno de ellos.

Oh, no había nada de sentimiento, tipo tarjeta de condolencia en esa comprensión, nada de «lo siento como si hubiera sido mía» o basura por el estilo. La pérdida de Kling no era la pérdida de ellos, y lo sabían. Para la mayoría, Claire Townsend apenas era un nombre, y ni siquiera eso para algunos. Pero Kling era un policía. Cada policía del distrito sabía que él formaba parte del club, y uno no iba por ahí hiriendo a miembros del club o a la gente que ellos amaban.

Y así, aunque ninguno de ellos se puso de acuerdo, aunque todos discutieron el crimen pero ninguno discutió qué iba a hacer personalmente al respecto, algo curioso sucedió el 14 de octubre. Ese día cada policía del distrito dejó de ser un policía. Bueno, no entregó la chapa y el revólver de servicio: no fue nada tan dramático. Pero ser un policía en el 87 significaba un montón de cosas, y significaba también serlo todo el tiempo. El 14 de octubre los policías del 87 siguieron realizando su trabajo, o sea previniendo el crimen, y lo hicieron más o menos del mismo modo que siempre, aunque con una diferencia.

Arrestaron rateros y pasadores, falsificadores, violadores, borrachos, drogadictos y prostitutas. Desalentaron la vagancia, las apuestas a los caballos, las reuniones ilegales y la falta de respeto por la luz roja y la guerra de pandillas. Rescataron gatos, bebés y mujeres con los tacones atrapados en rejillas. Ayudaron a escolares a cruzar la calle. Hicieron todo exactamente como siempre lo hacían, aunque con una diferencia.

La diferencia era ésta: las tareas diarias comunes, las cosas que hacían cada día de la semana —su trabajo— se convirtieron en un hobby o un pasatiempo. Llámenlo como quieran. Lo estaban haciendo, y probablemente bien, pero por debajo de esa apariencia de participar en todas las mezquinas y pequeñas infracciones que fastidiaban a los policías de todas partes, en realidad estaban trabajando en el «Caso Kling». No lo llamaron «El Caso de la Librería», o «El caso de Claire Townsend», o «El Caso de la Masacre», o cualquier otra cosa por el estilo, sino el «Caso Kling». Desde que el día empezó hasta que terminó, trabajaron activamente en él, escuchando, vigilando, esperando. Aunque sólo cuatro hombres fueron asignados oficialmente al caso, el que había cometido los asesinatos de la librería tenía a doscientos dos policías buscándolo.

Steve Carella era uno de ellos.

La noche anterior había regresado a su casa a medianoche. A las dos, sin poder dormir, había llamado a Kling.

—¿Bert? ¿Cómo estás?

—Bien, estoy bien —añadió Kling.

—¿Te he despertado?

—No —dijo Kling—. Estaba levantado.

—¿Qué estabas haciendo, hijo?

—Mirando. Mirando la calle.

Hablaron un poco más, y después Carella se despidió y colgó. Aquel día no se durmió hasta las cuatro de la mañana. La imagen de Kling en su cuarto, solo, mirando la calle, había insistido en entrar y salir de sus sueños. A las ocho se despertó, se vistió y se dirigió en coche a la comisaría.

Meyer Meyer ya estaba allí.

—Quiero preguntarte algo, Steve —anunció Meyer.

—Adelante.

—¿Crees que el tipo es un fanático?

—No —contestó Carella de inmediato.

—Yo tampoco. Estuve levantado toda la noche, pensando en lo que pasó en la librería. No pude pegar ojo.

—Yo tampoco dormí bien —dijo Carella.

—Pensé que si el tipo es un fanático, va a hacer lo mismo mañana, ¿correcto? Entrará en un supermercado y matará cuatro personas más al azar, ¿correcto?

—Correcto —certificó Carella.

—Pero eso sólo si es un chiflado. Y suena como un demente, ¿verdad? El tipo entra caminando en un establecimiento y empieza a disparar. Tiene que estar loco, ¿verdad? —Meyer asintió—. Pero no me lo creo.

—¿Por qué no?

—Instinto. Intuición. No sé por qué. Sencillamente se que el tipo no es un loco. Creo que quería que alguien, en esa librería muriera, y creo que sabía que la víctima iba a estar en el establecimiento. Creo que entró y empezó a disparar, importándole un rábano a quien más matara, mientras matara a la persona que buscaba. Eso es lo que creo.

—Eso es lo que creo yo también —asintió Carella.

—Bien. Así que suponiendo que mató al que buscaba, creo que tendríamos que…

—Suponte que no lo hizo, Meyer.

—¿Que no hizo qué?

—Que no mató al que quería.

—También pensé en eso, Steve, pero lo descarté. De pronto se me ocurrió en medio de la noche… Jesús, ¿y si buscaba a uno de los sobrevivientes? Mejor que les demos protección policial de inmediato. Pero lo descarté.

—Yo también —aseguró Carella.

—¿Qué pensaste?

—Había tres zonas en el local —explicó Carella—. Los dos pasillos, y el alto mostrador donde estaba sentado Fennerman. Si el asesino buscaba a Fennerman, le habría disparado directamente al mostrador. Si hubiese buscado a alguien en los pasillos más alejados, donde estaban los otros tres sobrevivientes, habría disparado en esa dirección. Pero en vez de eso entró en el establecimiento y empezó a disparar de inmediato hacia el pasillo más cercano. Por cómo me lo imagino, la víctima está muerta, Meyer. Mató al que buscaba.

—Hay algunas otras cosas en las que pensar, Steve —advirtió Meyer.

—¿Cuáles?

—No sabemos a quién buscaba, así que tendremos que empezar a hacer preguntas. Pero recuerda, Steve…

—Lo sé.

—¿Qué?

—Claire Townsend murió.

Meyer asintió.

—Existe la posibilidad —dijo— que Claire fuera la que quería matar.

El tipo del traje de algodón se llamaba Herbert Land.

Enseñaba Filosofía en la universidad ubicada en la periferia del distrito. A menudo iba a Leo Libros porque le quedaba cerca del colegio y allí podía conseguir Platón y Descartes a precios razonables. El hombre del traje de algodón estaba muerto porque se encontraba en el pasillo más cercano a la puerta cuando el asesino desencadenó el tiroteo.

Herbert Land ……………………… muerto.

Land residió en una vivienda colectiva del cercano suburbio de Sands Spit. Vivió allí con su esposa y sus dos hijos. El mayor de los niños tenía seis años, el menor, tres. La viuda de Herbert Land, una mujer llamada Verónica, tenía veintiocho años. En cuanto Meyer y Carella la vieron en el umbral de la vivienda se dieron cuenta de que estaba embarazada. Era una mujer sencilla, de cabello castaño y ojos azules, y estaba de pie en el umbral con una serena dignidad que desmentía el rostro surcado de lágrimas y los ojos inyectados en sangre. Se detuvo y les preguntó con serenidad quiénes eran, rogándoles que se identificaran, en la postura clásica de la mujer embarazada, con el vientre prominente, una mano descansando casi en el final de la espalda y la cabeza ligeramente inclinada. Le mostraron las chapas y asintió brevemente con la cabeza, permitiéndoles la entrada.

La casa estaba muy tranquila. Verónica Land explicó que su madre se había llevado a los chicos por unos días. Ellos aún no sabían que su padre había muerto. Tendría que habérselo dicho, lo sabía, pero quería estar entera cuando lo hiciera, y aún no había aceptado el hecho ella misma. Hablaba en voz baja, controlada, pero las lágrimas esperaban en los ojos, listas para ser derramadas, y los detectives encauzaron la conversación delicada y cautamente, sin querer soltar el torrente. La mujer estaba sentada rígidamente en una repisa, sosteniendo al niño aún no nacido como una enorme pelota medicinal en la falda. No apartó los ojos de los detectives mientras ellos hablaron. Carella tenía la sensación de que cada partícula de su ser estaba furiosamente concentrada en lo que estaban diciendo. Tenía la sensación de que la mujer se aferraba a la conversación para sostenerse, que si perdía el hilo por un instante rompería a llorar de modo incontrolable.

—¿Qué edad tenía su marido, señora Land? —preguntó Meyer.

—Treinta y uno.

—¿Y enseñaba en la universidad, verdad?

—Era profesor, sí. Profesor adjunto.

—¿Se trasladaba diariamente desde Sands Spit?

—Sí.

—¿A qué hora salía de casa, señora Land?

—Tomaba el tren de las ocho y diecisiete cada mañana.

—¿Tienen coche, señora Land?

—Sí.

—¿Pero su esposo tomaba el tren?

—Sí. Sólo teníamos un coche, y yo… bueno, como puede ver, voy a tener un bebé. Herbie… Herbie consideraba que yo debía tener el coche aquí.

—¿Para cuando espera, señora Land? —preguntó Carella.

—Se supone que para este mes —contestó—. En algún momento de este mes.

Carella asintió. La casa volvió a quedar en silencio.

Meyer carraspeó.

—¿A qué hora llega el tren de las ocho y diecisiete a la ciudad, lo sabe, señora Land?

—A las nueve, creo. Sé que tenía la primera clase a las nueve y media, y tenía que tomar un metro desde la terminal. Creo que el tren llega a las nueve, sí.

—¿Y enseñaba Filosofía?

—Estaba en el departamento de Filosofía, sí. En realidad enseñaba Filosofía y Ética, Lógica y Estética.

—Ya veo. Señora Land… su… este… ¿su esposo parecía preocupado por algo? ¿Mencionó alguna cosa que pudiera haber parecido…?

—¿Preocupado? ¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Verónica Land—. Estaba preocupado por el salario, que es de seis mil dólares al año, y también por los pagos de la hipoteca, y preocupado por el único coche que tenemos y que está por partirse en dos. ¿Qué quiere decir con «preocupado»? No sé qué quiere decir exactamente cuando dice «preocupado».

Meyer miró durante un instante a Carella. Por un momento la tensión fue insoportable en el cuarto. Verónica Land luchó por controlarse, se estrujó las manos en la falda, por debajo del abultamiento del vientre y suspiró profundamente.

—Lo siento —dijo en voz muy baja—. No sé qué quiere decir con «preocupado». —Pero había recobrado el control, y ahora el ápice de histeria había desaparecido—. Lo siento.

—Bien, ¿tenía… tenía él algún enemigo que usted conociera?

—Ninguno.

—Algún profesor de la universidad con el que pudo haber… bueno… discutido… o… bueno, no sé. ¿Alguna dificultad en el departamento?

—No.

—¿Alguien lo había amenazado?

—No.

—¿Sus estudiantes tal vez? ¿Habló alguna vez de dificultades con los estudiantes? ¿Había suspendido a alguien que posiblemente…?

—No.

—… guardara resentimiento contra…

—Espere, sí.

—¿Qué? —dijo Carella.

—Sí, suspendió a alguien. Pero fue el pasado semestre.

—¿A quién? —preguntó Carella.

—A un muchacho en la clase de Lógica.

—¿Conoce el apellido?

—Sí. Barney… Aguarde un minuto. Estaba en el equipo de béisbol, y cuando Herbie lo suspendió le dijeron que no podría… Robinson, eso es. Barney Robinson.

—Barney Robinson —repitió Carella—. ¿Y dice que estaba en el equipo de béisbol?

—Sí. Juegan en el semestre de primavera, ya sabe. Fue cuando Herbie lo suspendió. El semestre pasado.

—Entiendo. ¿Sabe por qué lo suspendió, señora Land?

—Caramba, sí. Él… bueno, no cumplía con su trabajo. ¿Por qué iba a suspenderlo si no?

—Y como lo suspendió, él no podría jugar en el equipo, ¿no es verdad?

—Es verdad.

—¿Su esposo creía que Robinson había quedado resentido?

—No sé. Usted me preguntó si podía pensar en alguien, y pensé en este Robinson porque… Herbie no tenía enemigos, señor… ¿cómo era su nombre?

—Carella.

—Señor Carella, Herbie no tenía enemigos. Usted no conocía a mi esposo así… así que… no podía saber qué… qué tipo de persona era él…

Estaba por perder el control otra vez. Carella dijo con rapidez:

—¿Conocía usted a Robinson?

—No.

—Entonces no podría decir si era alto o bajo o…

—No.

—Entiendo. Y su esposo discutió el asunto con usted, ¿verdad?

—Sólo me dijo que había tenido que suspender a Barney Robinson, y que eso significaba que el muchacho no podría… lanzar la pelota, creo que era eso.

—Es un lanzador ¿verdad?

—Sí. —Hizo una pausa—. Creo que sí. Sí. Un lanzador.

—Se trata de una persona muy importante en el equipo, señora Land. El lanzador.

—¿Lo es?

—Sí, de modo que existe la posibilidad de que, además del propio Robinson, un buen número de estudiantes hubiese quedado resentido por la actuación de su esposo. ¿No le parece?

—No sé. Nunca lo mencionó salvo esa vez.

—¿Lo mencionó alguno de los colegas de su esposo?

—No que yo sepa.

—¿Trataba usted socialmente a algunos de sus colegas?

—Sí, desde luego.

—¿Pero nunca mencionaron a Barney Robinson, ni el hecho de que su esposo lo había suspendido?

—Nunca.

—¿Ni siquiera en broma?

—En absoluto.

—¿Su esposo había recibido alguna carta de amenaza, señora Land?

—No.

—¿Llamadas?

—No.

—Pero sin embargo usted pensó al instante en Robinson cuando le pregunté si alguien podía estar resentido con su esposo.

—Sí. Creo que preocupaba a Herbie. Tener que suspenderlo, quiero decir.

—¿Dijo él que le preocupaba?

—No, pero conozco a mi propio esposo. No lo habría mencionado si no estuviera preocupado por el asunto.

—¿Pero se lo dijo después de haber suspendido al muchacho?

—Sí.

—¿Sabe qué edad tiene Robinson?

—No sé.

—¿Tiene idea de en qué clase estaba?

—¿A qué se refiere?

—Bueno, ¿se había graduado ya? ¿O sigue aún en el colegio?

—No sé.

—Entonces todo lo que sabe es que su esposo suspendió a un muchacho llamado Barney Robinson, un jugador de béisbol de su clase de Lógica.

—Sí, eso es todo lo que sé —dijo Verónica.

—Muchísimas gracias, señora Land. Apreciamos mucho…

—Y sé que mi esposo está muerto —dijo Verónica Land ni variar de tono—. También sé eso.

El edificio de la universidad se alza en escolástico esplendor en medio de la mugre, tributo a las imprecisiones del desarrollo urbano. Hace muchos años, cuando la universidad fue planificada y construida, la vecindad era una de las mejores de la ciudad, con varios parques pequeños e hileras de dignas casas de piedra arenisca, y de edificios de departamentos con portero. Un barrio bajo crece porque ha de tener un sitio adonde ir. En este caso, creció hacia la universidad, y alrededor de ella, rodeándola con un anillo de pobreza y hostilidad contenida. La universidad siguió siendo una isla de cultura y enseñanza, con la verde hierba suministrando un foso que desafió una mayor invasión. Tanto el estudiante como el profesor salían del metro cada mañana y caminaban cargados de libros a través de un barrio donde Al filo de la navaja no era una novela de Somerset Maugham sino un hecho de la vida. Curiosamente, había pocos incidentes entre la gente del barrio y la de la universidad. Una vez un estudiante fue asaltado mientras se dirigía al metro, y en otra ocasión casi violan a una muchacha, pero había una especie de tregua no declarada, una actitud de laissez faire que permitía que el ciudadano y el alumno llevaran vidas separadas con un mínimo de interferencia.

Uno de estos alumnos era Barney Robinson.

Lo encontraron en un banco en la zona que rodeaba a la universidad, hablándole a una joven morena que parecía escapada de una novela de Kerouac. Le explicaron quiénes eran y la muchacha se excusó. Robinson no parecía especialmente agradado por la intromisión, o por la brusca desaparición de la muchacha.

—¿Qué es esto? —preguntó. Tenía ojos azules, rostro cuadrado y llevaba una camiseta sin mangas con el nombre de la universidad. Se montó a horcajadas sobre el banco y parpadeó por el sol, alzando los ojos hacia Meyer y Carella.

—No esperábamos encontrarlo aquí hoy —dijo Carella—. ¿Siempre tienen clases el sábado?

—¿Qué? Oh, no. Prácticas.

—¿Qué quiere decir?

—Baloncesto.

—Creíamos que estaba en el equipo de béisbol.

—Lo estoy, pero también en el de balón… —Robinson hizo una pausa—. ¿Cómo saben eso? ¿Qué pasa?

—En todo caso, nos alegra haberlo agarrado —dijo Carella.

¿Agarrado?

—Es sólo una expresión.

—Sí, eso espero —dijo Robinson, con tono lúgubre.

—¿Qué estatura tiene usted, señor Robinson? —preguntó Meyer.

—Uno ochenta y cinco.

—¿Qué edad?

—Veinticinco.

—Señor Robinson, ¿tomó clases alguna vez con el profesor Land?

—Sí. —Robinson seguía parpadeando mientras miraba a los detectives, tratando de entender hacia dónde apuntaban. Su tono era cauteloso pero no abiertamente preocupado. Sólo parecía sentirse desorientado en extremo.

—¿Cuándo fue?

—El semestre pasado.

—¿De qué era la clase?

—De Lógica.

—¿Cómo le fue?

—Suspendí.

—¿Por qué?

Robinson se encogió de hombros.

—¿Cree que merecía suspender?

Robinson volvió a encogerse de hombros.

—¿Y bien, qué le parece? —preguntó Meyer.

—No sé. Me suspendieron, eso es todo.

—¿Hacía bien el trabajo?

—Por supuesto que sí.

—¿Comprendía lo que estaba haciendo?

—Sí, eso creía —dijo Robinson.

—Pero igual lo suspendieron.

—Sí.

—Bueno, ¿qué piensa al respecto? —preguntó Meyer—. Estaba haciendo bien el trabajo, y dice que lo comprendía, pero aun así lo suspendieron. ¿Qué le parece? ¿Cómo se sintió?

—Espantoso… ¿cómo quiere que me sienta? —dijo Robinson—. ¿Les importaría decirme qué es todo esto? Desde cuándo dos detectives…

—No es más que una investigación de rutina —dijo Carella.

—¿En relación a qué? —preguntó Robinson.

—¿Cómo se sintió al ser suspendido?

—Ya se lo dije. Espantoso. ¿Una investigación en relación a qué?

—Bueno, eso no tiene importancia, señor Robinson. Lo único…

—¿De qué se trata? ¿Un soborno, o algo por el estilo?

—¿Un soborno?

—Sí. El equipo, ¿verdad? ¿Alguien trató de arreglar un partido?

—¿Por qué? ¿Lo contactaron a usted para eso?

—Demonios, no. Si está pasando algo, yo no sé nada.

—¿Es usted un buen baloncestista, señor Robinson?

—Pasable. Mi juego es el béisbol.

—Es lanzador de pelota, ¿verdad?

—Sí, eso es. Saben cantidad de cosas sobre mí, ¿no? Para ser una investigación de rutina…

—¿Es buen lanzador?

—Sí —contestó Robinson sin vacilar.

—¿Qué pasó cuando Land le suspendió?

—Me dejaron en el banco.

—¿Por cuánto tiempo?

—Por el resto de la temporada.

—¿En qué medida afectó eso al equipo?

Robinson se encogió de hombros.

—No quiero darme ínfulas…

—Adelante —insistió Meyer—, déselas.

—De doce partidos, perdimos ocho.

—¿Cree que los hubieran ganado si usted hubiera lanzado la pelota?

—Digámoslo así —dijo Robinson—. Creo que habríamos ganado algunos.

—Pero, en vez de eso, perdieron.

—Sí.

—¿Cómo se sintió el equipo por el asunto?

—Espantoso. Creíamos que podíamos ganar el campeonato de la ciudad. No nos habían ganado hasta que me pasaron al banco. Después perdimos esos ocho partidos y terminamos en segundo lugar.

—Bueno, no es tan malo —observó Carella.

—Hay sólo un primer puesto —contestó Robinson.

—¿El equipo consideró que el señor Land había sido injusto?

—No sé qué pensaron.

—¿Qué sintió usted?

—Mire, son cosas que pasan —dijo Robinson.

—Sí, ¿pero cómo se sintió?

—Creí que entendía la cuestión.

—¿Entonces por qué él lo suspendió?

—¿Por qué no van y se lo preguntan? —dijo Robinson.

Aquél era el momento de decir «porque está muerto», pero ni Meyer ni Carella pronunciaron las palabras. Miraron cómo Robinson parpadeaba con la cara alzada hacia ellos y en la luz del sol, y Carella dijo:

—¿Dónde estaba usted ayer a eso de las cinco, señor Robinson?

—¿Por qué?

—Nos gustaría saberlo.

—No creo que sea asunto de ustedes —opinó Robinson.

—Me temo que nosotros tendremos que juzgar qué es asunto nuestro y qué no.

—Entonces tal vez sería mejor que consiguieran un permiso para mi arresto —aconsejó Robinson—. Si esto es tan grave…

—Nadie dice que sea grave, señor Robinson.

—¿No?

—No. —Meyer hizo una pausa—. ¿Quiere que vayamos a buscar el permiso?

—No veo por qué tengo que decirles…

—Podría ayudarnos a aclarar algunas cosas, señor Robinson.

—¿Qué cosas?

—¿Dónde estaba usted ayer a las cinco?

—Estaba… estaba haciendo algo personal.

—¿De qué tipo?

—Mire, no veo ningún motivo…

—¿Qué estaba haciendo?

—Estaba con una muchacha —dijo Robinson, con un suspiro.

—¿De qué hora a qué hora?

—Más o menos desde las cuatro… bueno, un poco antes de las cuatro… mi última clase termina a las tres y cuarenta y cinco…

—Sí, ¿desde las tres y cuarenta y cinco hasta cuándo?

—Hasta eso de las ocho.

—¿Dónde estaba?

—En el apartamento de la muchacha.

—¿Dónde?

—En el centro.

—¿En qué parte del centro?

—Por Cristo…

—¿Dónde?

—En la Avenida Tremayne, en el Quarter, cerca del Canopy.

—¿Estaba en el apartamento a las cuatro?

—No, debimos haber llegado a las cuatro y cuarto, o cuatro y media.

—¿Pero estaban allí a las cinco?

—Sí.

—¿Qué estaban haciendo?

—Bueno, ya saben…

—Cuéntenos.

—¡No tengo por qué contarles! ¡Imagínenselo, demonios!

—De acuerdo. ¿Cómo se llama la muchacha?

—Olga.

—¿Olga qué?

—Olga Wittenstein.

—¿Era la muchacha que estaba sentada aquí con usted?

—Sí. ¿Qué van a hacer, interrogarla? ¿Van a arruinar algo bueno?

—Lo único que queremos es controlar su historia, señor Robinson. El resto es problema suyo.

—Es una muchacha muy nerviosa —advirtió Robinson—. Es probable que se asuste. Además no entiendo qué es todo esto. ¿Por qué tienen que verificar mi historia? ¿Qué se supone que puedo haber hecho?

—Se supone que estuvo en un apartamento de la Avenida Tremayne desde las cuatro y cuarto de ayer hasta las ocho de anoche. Si estuvo haciendo lo que se supone que hizo, no volverá a vernos en su vida, señor Robinson.

—Bueno, tal vez no tanto como en toda su vida —corrigió Meyer.

—Lo cual significa que estarán de vuelta el lunes por la mañana —dijo Robinson.

—¿Por qué? ¿No estaba en ese apartamento?

—Estaba allí, estaba allí. Vayan y verifíquenlo. Pero la última vez que hubo un escándalo en el baloncesto, tuvimos detectives y fiscales del distrito e investigadores especiales pululando en todo el recinto de la universidad durante semanas. Si esto es lo mismo…

—Esto no es lo mismo, señor Robinson.

—Espero que no. Yo estoy limpio. Juego limpio. Nunca acepté un centavo, y nunca lo haré. Recuérdenlo.

—Lo haremos.

—Y cuando hablen con Olga, por Dios, traten de no arruinar lo nuestro, ¿quieren? ¿Quieren hacerme ese favor? Es una muchacha muy nerviosa.

Encontraron a Olga Wittenstein en la cafetería estudiantil tomando una taza de café. Dijo que bueno, viejo, nunca había visto que la poli apretara tanto. Dijo que sí, tenía un pisito en Tremayne, allá en el Quarter. Dijo que había esperado a Barney ayer por la tarde y que se habían ido allá a eso de las cuatro o cuatro y media, o algo así. Dijo que estuvieron toda la tarde, hasta las ocho más o menos, y luego salieron a comer algo. ¿De qué se trataba todo aquello?

Se trataba de asesinato.