Capítulo 8
Capítulo 8
El 728 de la Avenida Peterson quedaba en el corazón de Riverhead, en una buena vecindad de clase media salpicada de edificios de apartamentos bajos y de casas de madera de dos pisos. Ralph Townsend vivía allí, en el apartamento número 47. El 15 de octubre, a las nueve de la mañana, los detectives Meyer Meyer y Steve Carella apretaron el timbre junto a la puerta cerrada y esperaron. Kling les había dicho la noche antes que el padre de Claire era guarda jurado, y les aconsejó que fueran a eso de las nueve, cuando el viejo regresaba a casa de su turno y aún no se había acostado. Sorprendieron a Townsend en mitad del desayuno. Los invitó a entrar y después les sirvió café. Se sentaron juntos en la pequeña cocina, con la luz del sol volcándose por la ventana y haciendo brillar el hule que cubría la mesa. Townsend tendría unos cincuenta y cinco años, era un hombre con todo su cabello tan negro como había sido el de su hija. Tenía un enorme tórax de barril y brazos musculosos. Llevaba camisa blanca, con las mangas enrolladas sobre los bíceps. Llevaba tirantes verde brillante, y una corbata negra.
—Hoy no dormiré —dijo—. Tengo que ir a pompas fúnebres.
—¿Fue a trabajar anoche, señor Townsend? —preguntó Meyer.
—Un hombre tiene que trabajar —aseguró Townsend sencillamente—. Quiero decir… bueno, ustedes no conocieron a Claire, pero… bueno, vean, en esta familia, pensamos… la madre murió cuando ella era una niña, saben, y… nosotros… de algún modo decidimos que se lo debíamos a Mary… así se llamaba, la madre de Claire… decidimos que le debíamos a Mary vivir, ¿entienden? Seguir adelante. Vivir. Así que… sentí que le debía lo mismo a Claire. Le debía a ella… extrañarla con todo mi corazón, pero seguir viviendo. Y trabajar es una parte de la vida. —Se quedó en silencio. Después continuó—: Así que fui a trabajar anoche. —Y volvió a quedar en silencio. Le dio un sorbo al café—. Anoche fui a trabajar, y hoy iré a la funeraria donde mi pequeña niña yace muerta.
Volvió a darle un sorbo al café. Era un hombre fuerte, tanto como la pena que habitaba su rostro, duro como su carácter. No se veían lágrimas en los ojos, pero la pena se sentaba con él como una roca pesada.
—Señor Townsend —indicó Carella—, tenemos que hacerle algunas preguntas. Sé que comprenderá…
—Comprendo —ratificó Townsend—, pero antes quisiera preguntarles algo yo, si no hay inconveniente.
—Por supuesto —asintió Carella.
—Quisiera saber… ¿todo esto tuvo algo que ver con Bert?
—¿Qué quiere decir?
—Bert me cae bien —declaró Townsend—. Me cayó bien en cuanto Claire lo trajo a casa. Hizo maravillas por ella, saben. Había pasado por la experiencia de perder el novio, cuando lo mataron, y por un tiempo… se olvidó de vivir, ¿entienden lo que quiero decir? Pensé que estábamos de acuerdo sobre… sobre qué hacer cuando la madre murió, y después… después mataron a este muchacho en la guerra, y Claire se dejó caer. Se dejó caer, eso es todo. Hasta que apareció Bert… y entonces ella cambió. Volvió a ser ella. Estaba viva otra vez. Ahora…
—¿Sí, señor Townsend?
—Ahora, yo… me pregunto. Quiero decir, Bert es policía y Bert me cae bien. Pero… ¿mataron… mataron a Claire porque su novio es policía? Eso es lo que me gustaría saber.
—Creemos que no, señor Townsend.
—¿Entonces por qué la mataron? Me lo he preguntado cien veces. Y me parece que… tal vez alguien tenía algo contra Bert y se desquitó con Claire para vengarse de Bert. Sólo porque Bert es policía. ¿Tiene sentido eso? Si hay algo en todo este maldito asunto que tenga sentido, ¿no parece que eso es lo que tiene más sentido?
—No hemos descartado esa posibilidad, señor Townsend —observó Meyer—. Hemos revisado en nuestros archivos todos los arrestos más importantes realizados por Bert. Eliminamos los crímenes menores porque no parecían justificar una venganza tan masiva. También eliminamos a los hombres y mujeres que siguen en prisión, dado que obviamente…
—Sí, entiendo.
—… y también a los que les dieron libertad condicional hace más de un año. Imaginamos que un asesinato por venganza sería cometido en cuanto…
—Sí, ya veo, ya veo —asintió Townsend.
—Así que nos quedamos con los que salieron hace poco y con los hombres que cumplieron sentencias más cortas: al menos todos aquellos de los que teníamos el domicilio. Aún estamos en el proceso de interrogar a esta gente. Pero, francamente, nos parece que no es ese tipo de asesinato.
—¿Cómo lo saben?
—Cada caso de asesinato tiene una vibración, señor Townsend. Cuando uno ha trabajado lo suficiente en ellos, se desarrolla una especie de intuición. No creemos que la muerte de Claire estuviera relacionada con el hecho de que Bert es un policía. Tal vez nos equivoquemos, pero hasta ahora lo que pensamos va en otra dirección.
—¿Qué tipo de dirección? —preguntó Townsend.
—Bueno, creemos que el asesino iba detrás de una persona en particular en esa librería, y que mató a la que buscaba.
—¿Por qué no podría haber sido Claire? ¿Y por qué no podría…?
—Podría haber sido Claire, señor Townsend.
—Entonces también podría haber estado relacionado con Bert.
—Sí, pero entonces ¿por qué el asesino no buscó a Bert? ¿Por qué iba a matar a Claire?
—No sé por qué. ¿Qué clase de bastardo retorcido iba a matar a cuatro personas, de todos modos? —preguntó Townsend—. ¿Están tratando de aplicar la lógica a esto? ¿Qué lógica hay aquí? ¡Me acaban de decir que iba en busca de sólo de una persona, por Cristo, pero mató a cuatro!
Meyer suspiró con paciencia.
—Señor Townsend, no hemos descontado la posibilidad de que alguien tuviera cuentas que arreglar con Bert Kling y que se desquitara matando a su hija. Ha ocurrido antes, por cierto, y estamos investigando esa posibilidad. Sólo trato de decir que no parece el camino más fructífero que podamos tomar en este caso. Eso es todo. Pero, desde luego, seguiremos explorando la posibilidad hasta que la hayamos agotado.
—Me gustaría pensar que Bert no tuvo nada que ver con esto —dijo Townsend.
—Entonces, por favor, piénselo —contestó Carella.
—Me gustaría hacerlo.
El cuarto quedó en silencio.
—En todo caso —añadió Meyer—, Claire era una de las cuatro personas muertas. Teniendo esto en cuenta…
—¿Se están preguntando si Claire era la víctima buscada?
—Sí, señor. Eso es lo que nos estamos preguntando.
—¿Cómo podría yo saberlo?
—Bueno, señor Townsend —dijo Carella—, pensamos que tal vez Claire pudo haber mencionado algo que la preocupara. O…
—No parecía haber nada que la preocupara.
—¿Había recibido últimamente alguna llamada amenazante? ¿O cartas? ¿Usted lo sabría?
—Trabajo por la noche —señaló Townsend—. Por lo común duermo durante el día, mientras Claire está en la universidad, o haciendo trabajo de investigación. Por lo general cenamos juntos, pero no recuerdo haberla oído decir nada sobre amenazas. Nada por el estilo.
Sin darse cuenta empleaba el tiempo presente al hablar de la hija, dejando de lado casualmente el hecho de que estaba muerta.
—¿Qué tipo de trabajo de investigación hacía? —preguntó Carella, volviendo al tiempo correcto.
—Trabaja en el hospital Buenavista —explicó Townsend.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Bueno, usted sabe lo que es una asistenta social, ¿no?
—Sí, pero…
—Ella hace… bueno, ustedes saben lo que hacen las asistentas sociales, ¿no?
—No exactamente, señor Townsend.
—Bueno, Claire trabaja… —Se detuvo de pronto, como si advirtiera de pronto que había estado cometiendo un error con los tiempos verbales. Miró fijamente a los detectives, un poco sorprendido por su propio descubrimiento. Suspiró pesadamente—. Claire trabajaba —corrigió, y vaciló otra vez, dándole tiempo de asentarse a la palabra, aceptando el hecho de una vez por todas—. Claire trabajaba con pacientes hospitalizados. Los médicos les daban cuidados, pero con frecuencia se necesita más que eso para que un paciente esté bien. Claire suministraba ese algo más. Ayudaba a los pacientes a usar el cuidado médico, a desear estar bien otra vez.
—Entiendo —dijo Carella. Pensó un instante y después preguntó—: ¿Claire mencionó alguna vez a algún paciente en especial con el que estuviera trabajando?
—Sí, mencionó a muchos de ellos.
—¿En qué sentido, señor Townsend?
—Bueno, tenía un interés personal por toda la gente con la que trabajaba. En realidad, podría decirse que su trabajo era ese interés personal, esa atención especial a los problemas de un paciente.
—Y cuando regresaba a casa, le contaba a usted cosas sobre toda esa gente, ¿verdad?
—Sí. Historias sobre ellos… o… o cosas divertidas que pasaban. Ya sabe.
—¿Hubo ocasiones en que pasó algo que no fuese divertido, señor Townsend?
—Oh, tenía sus quejas. Llevaba una gran cantidad de casos, y a veces se le hacía un poco difícil, y en ocasiones se ponía un poco nerviosa.
—¿Mencionó algún problema específico?
—¿Problema?
—¿Con los pacientes? ¿Con las familias de los pacientes? ¿Con los médicos? ¿Con alguien del personal del hospital?
—No, nada concreto.
—¿Nada en absoluto? ¿Una pequeña discusión? ¿Cualquier cosa que usted pueda recordar?
—Lo siento. Claire se llevaba bien con la gente, ¿entienden? Creo que por eso era una buena asistenta social. Se llevaba bien con la gente. Trataba a cualquiera como a una persona. Esa es una rara peculiaridad, señor Carella.
—Lo es —reconoció Carella—. Señor Townsend, nos ha sido muy útil. Muchísimas gracias.
—¿Quieren… que le diga algo a Bert? —preguntó Townsend.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Bert. Seguramente irá a la funeraria.
Mientras bajaban, Meyer preguntó:
—¿Qué piensas?
—Me gustaría ir al hospital —indicó Carella—. ¿Qué hora es?
—Diez y media.
—¿Te encargas de ello?
—Sarah me dijo que estuviera en casa a la hora del almuerzo —dijo Meyer encogiéndose de hombros.
—Hagámoslo, entonces. Podría darnos algo con qué seguir mañana.
—No me gustan los hospitales —refunfuñó Meyer—. Mi madre murió en un hospital.
—Si quieres que vaya solo…
—No, no, iré contigo. Es sólo que no me gustan los hospitales, eso es todo.
Caminaron hasta el coche de policía, y Carella se deslizó tras el volante. Arrancó el motor y después se metió con tranquilidad en el liviano tráfico del domingo por la mañana.
—Hagamos un pequeño repaso mientras vamos hacia allí, ¿de acuerdo? —dijo.
—De acuerdo.
—¿Qué está cubriendo el otro equipo?
—Di Maeo está verificando el atraco a la librería en 1954. Nuestros registros muestran que liberaron al ladrón en Castleview en 1956 y que regresó a Denver. Pero él quiere asegurarse de que el tipo no volvió aquí. Está controlando a algunos de sus soplones, también, para asegurarse de que no estuvieron implicados en el tiroteo del viernes.
—¿Qué más?
—Revisa todos los arrestos que hizo Bert, seleccionándolos, y mandando un aviso de detención para cualquiera que parezca un posible sospechoso. Está muy ocupado, Steve.
—Perfecto. ¿Qué pasa con Willis y Brown?
—Willis está tratando de localizar a la familia o a los amigos de la cuarta víctima. ¿Cómo diablos se llamaba?
—La Scala.
—Eso es —recordó Meyer—. Anthony La Scala.
—¿Cómo puede ser que siempre tiroteen a italianos? —preguntó Carella.
—No es así.
—En Los intocables siempre son los que reciben los disparos.
—Bueno, esa serie está «stacked»,[3] trampeada —explicó Meyer. Sonrió de costado y agregó—: ¿Captaste ésa?
—La capté.
—«Stacked». Por Robert Sta…
—La capté —repitió Carella otra vez—. ¿Willis encontró ya alguna dirección de este tipo, La Scala?
—Todavía no.
—Eso es bastante raro, ¿no?
—Sí, es bastante raro.
—Hace que la cosa suene a turbia.
—Todos tus compatriotas son turbios —aseguró Meyer—. ¿No lo sabías? ¿No ves Los intocables?
—Por supuesto que sí. ¿Sabes qué noté?
—¿Qué?
—Robert Stack nunca sonríe.
—Yo lo vi sonreír una vez —explicó Meyer.
—¿Cuándo?
—Lo olvidé. Estaba matando a un rufián. Pero lo vi sonreír, nítidamente.
—Nunca lo vi sonreír —dijo Carella, serio.
—Bueno, la vida de un policía es dura —arguyó Meyer—. ¿Sabes qué noté yo?
—¿Qué?
—Frank Nitti siempre lleva el mismo traje a rayas, cruzado.
—Eso es porque el crimen no paga —afirmó Carella.
—Me gusta el tipo que hace de Nitti.
—Sí, a mí también —dijo Carella, asintiendo—. ¿Sabes una cosa? Yo creo que tampoco a él lo vi sonreír nunca.
—¿Qué coño te pasa con ese asunto de las sonrisas?
—No sé. Me gusta ver sonreír a la gente de vez en cuando.
—Toma —repuso Meyer—. Aquí tienes una sonrisa especial para ti. —Sonrió de oreja a oreja.
—Aquí tenemos el hospital —señaló Carella—. Ahórrate los dientes para las enfermeras de la recepción.
La enfermera de la recepción quedó derretida por la refulgente exhibición dental de Meyer, y les dijo cómo podían llegar a la sala donde había trabajado Claire Townsend. El interno encargado de ello no quedó tan excitado por la sonrisa de Meyer. Le pagaban poco, tenía demasiado trabajo, y no necesitaba que un dúo de vaudeville se inmiscuyera en su hermosa y tranquila sala en una hermosa y tranquila mañana de domingo. Estaba dispuesto a despedir a los dos pies planos con un rápido gesto, pero no sabía que se las estaba viendo con el detective Meyer Meyer, terror del submundo y de la profesión médica, el policía y el hombre más paciente de la ciudad, por no decir de todo Estados Unidos.
—Lamentamos muchísimo perturbar parte de su valioso tiempo, doctor McElroy —indicó Meyer— pero…
McElroy, que también disparaba rápido, dijo con rapidez:
—Bien, me alegro de que lo entiendan, caballeros. Si hacen el favor de irse, entonces, todos podremos volver a…
—Sí, comprendemos —retrucó Meyer— y desde luego tiene pacientes que visitar y sedantes que distribuir y…
—Está simplificando en exceso el trabajo de un interno —corrigió McElroy.
—Por supuesto que sí, y le pido disculpas, porque sé muy bien lo ocupado que está, doctor McElroy. Pero aquí nos vemos con un caso de homicidio…
—Aquí me veo con gente enferma —interrumpió McElroy.
—Y su trabajo es impedirles que mueran. Pero nuestro trabajo es descubrir quién mató a los que ya están muertos. Cualquier cosa que pueda decirnos sobre…
—Tengo órdenes específicas del Jefe de Personal —apuntó McElroy— y mi tarea es llevarlas a cabo en su ausencia. Un hospital funciona como un reloj, detective… ¿Meyer, me dijo?
—Sí, y entiendo…
—… y sencillamente no tengo tiempo de contestar a un montón de preguntas… no esta mañana, no tengo. ¿Por qué no aguarda hasta que llegue personal, y puede preguntarle…?
—Pero usted trabajaba con Claire Townsend, ¿verdad?
—Claire trabajaba conmigo, y con todos los otros médicos de la sala, y también con Personal. Mire, detective Meyer…
—¿Se llevaba bien con ella?
—No pienso contestar a ninguna pregunta, detective Meyer.
—Creo que no se llevaba bien con ella, Steve —argumentó Meyer.
—Por supuesto que me llevaba bien con ella. Todos se llevaban bien. Claire era… mire, detective Meyer, no va a lograr que me ponga a discutir sobre Claire. ¡Caramba! Tengo trabajo que hacer. Tengo pacientes.
—Yo también tengo paciencia —dijo Meyer, y sonrió como un ángel—. ¿Qué me decía de Claire?
McElroy dirigió en silencio una mirada llameante a Meyer.
—Creo que podemos citarlo a declarar —intervino Carella.
—¿Citarme? ¿Qué demonios…? Miren —explicó McElroy con paciencia—. Tengo que hacer la ronda a las once. Después tengo que pedir medicamentos. Después tengo dos…
—Sí, sabemos que está ocupado —repuso Meyer.
—Tengo dos punciones dorsales y algunas intravenosas, sin mencionar nuevas admisiones y fichas personales y…
—Vamos a buscar una citación —interrumpió Carella.
Los hombros de McElroy se relajaron.
—¿Por qué se me habrá ocurrido ser médico? —preguntó a nadie en particular.
—¿Cuánto hace que conocía a Claire?
—Unos seis meses —contestó McElroy con voz cansada.
—¿Le gustaba trabajar con ella?
—A todos les gustaba. Las asistentas sociales médicas son muy valiosas para nosotros, y Claire era una persona inusualmente concienzuda y capaz. Me apenó leer sobre… sobre lo que pasó. Claire era una muchacha magnífica. Y una buena trabajadora.
—¿Alguna vez tuvo algún problema con alguien en la sala?
—No.
—¿Médicos? ¿Enfermeras? ¿Pacientes?
—No.
—Vamos, doctor McElroy —insistió Meyer—. Esta chica no era una santa.
—Tal vez no era una santa —dijo McElroy—, pero era una asistenta social condenadamente buena. Y una buena asistenta social no se mete en discusiones mezquinas.
—¿Hay discusiones mezquinas en esta sala?
—Hay discusiones mezquinas en todas partes.
—Pero Claire nunca participó en una.
—No que yo sepa —aseguró McElroy.
—¿Y sus pacientes? No puede decirnos que todos sus pacientes eran individuos ideales, bien adaptados que…
—No, muchos estaban bastante perturbados.
—Entonces seguramente no todos estaban dispuestos a aceptar que ella estaba tratando de…
—Es cierto. No todos la aceptaban al principio.
—Así que hubo problemas.
—Al principio. Pero Claire tenía un modo maravilloso de tratar a la gente, y casi siempre ganaba la completa confianza del paciente.
—¿Casi siempre?
—Sí.
—¿Cuándo no lo logró? —preguntó Carella.
—¿Qué?
—Casi no es siempre, doctor McElroy. ¿Tuvo problemas con algún paciente?
—Nada grave. Nada que no pudiera manejar. Estoy tratando de decirle que Claire era una persona inusualmente devota y que tenía un modo maravilloso de tratar a los pacientes. Para serle franco, algunos asistentes sociales son una verdadera carga. Pero no Claire. Ella era amable, paciente, bondadosa y comprensiva y… era buena, punto. Conocía su trabajo y lo amaba. Era buena en él. Es todo lo que puedo decirle. Caramba, incluso… a veces trabajaba fuera de esta sala. Se interesaba personalmente por las familias de los pacientes. Visitaba hogares, ayudaba a los parientes a adaptarse. Era una persona fuera de lo común, créanme.
—¿Qué hogares visitaba?
—¿Qué?
—¿Qué hogares…?
—Oh, no estoy seguro. Varios. No puedo recordar.
—Inténtelo.
—Realmente…
—Inténtelo.
—Oh, veamos. Había un hombre que trajeron hace varios meses y que se había roto la pierna en el trabajo. Claire se interesó por la familia, visitó la casa y ayudó a los hijos. O a principios del mes pasado, por ejemplo, teníamos una mujer con un absceso de apéndice. Un buen lío, créanme. Peritonitis, absceso, todo. Estuvo un tiempo aquí… le dieron de alta la semana pasada, a decir verdad. Claire se hizo muy amiga de la hija menor, una muchacha de unos dieciséis años. Incluso siguió interesada después de que se fue la mujer.
—¿Qué quiere decir?
—Ella la llamaba.
—¿A la muchacha? ¿La llamaba desde aquí? ¿Desde la sala?
—Sí.
—¿De qué hablaba?
—No lo sé. No acostumbro a prestar atención a lo que otra gente…
—¿Con qué frecuencia la llamaba?
—Bueno… con bastante frecuencia en la última semana. —McElroy hizo una pausa—. En realidad, la muchacha la llamó a ella una vez. Aquí.
—Eso hizo, ¿eh? ¿Cómo se llamaba la muchacha?
—No sé. Puedo conseguir el nombre de la madre. Tiene que estar en nuestro registro.
—¿Podría hacernos el favor? —solicitó Carella.
—Es un poco inusual, ¿no? —preguntó Meyer—. Seguir en contacto con la hija de una mujer después de que la mujer ha sido dada de alta.
—No, no es tan inusual. La mayoría de los asistentes sociales hacen un seguimiento. Y como dije, Claire era muy concienzuda…
—¿Pero diría usted que había una relación personal con esta muchacha?
—Todas las relaciones de Claire…
—Por favor, doctor McElroy, creo que sabe a qué me refiero. ¿El interés de Claire Townsend por esta muchacha era más que el interés que, por lo común, manifestaba hacia un paciente o hacia la familia de un paciente?
McElroy lo pensó unos minutos. Después dijo:
—Sí, diría que sí.
—Bien. ¿Quiere mostrarnos el registro, por favor?
Cuando regresaron a la comisaría, el detective Hal Willis estaba estudiando un informe de necropsia realizado sobre el cuerpo de Anthony La Scala. Éste le reveló que la causa de la muerte había sido tres balas calibre 45 en los pulmones y el corazón y que la muerte muy probablemente había sido instantánea. Pero el informe también mencionaba el hecho de que los dos brazos de La Scala tenían cicatrices alrededor de las venas, de la superficie flexora del antebrazo y en la parte interior del codo. Tales cicatrices parecían ser breves engrosamientos en forma de cuerda de la piel de entre un centímetro y dos centímetros y medio de largo y un milímetro y medio de ancho. La opinión del forense, fuertemente apoyada por una gran cantidad de heroína encontrada en el flujo sanguíneo de La Scala, era que las marcas de los brazos eran cicatrices troncales, que La Scala se había inyectado la droga intravenosamente, y que sin duda había sido adicto desde hacía mucho tiempo, a juzgar por la cantidad de cicatrices y los pequeños puntos dispuestos en serie en las zonas engrosadas.
Willis dejó el informe en la carpeta del Caso Kling y después le dijo a Brown, que estaba sentado en el escritorio de al lado:
—Es grande, ¿no te parece? Un maldito colgado. ¿Cómo averiguamos dónde vivía un colgado? ¡Lo más fácil es bajo un maldito banco del Grover Park! ¿Cómo descubrimos a los amigos y parientes de un maldito volado?
Brown meditó el asunto por un momento. Después dijo:
—Tal vez sea una pista, Hal. Éste puede ser el que el tipo buscaba. Los volados se meten en cosas muy locas. —Asintió enfáticamente con la cabeza—. Sí, esto puede ser una pista.
Y tal vez lo fuera.