El segundo cuerpo fue encontrado en plenas Navidades. La mañana del día 26 de diciembre de 2015 un par de chiquillos jugaban en una explanada a lanzarse una pelota de fútbol americano recién estrenada: había sido uno de los regalos que Papá Noel había dejado a los pies del árbol de la casa de uno de ellos.
Animado por las risas, y azuzado por el frío, el más fornido de los chavales había realizado un lanzamiento asombroso que había impulsado el balón hasta un campo de maíz reseco y congelado.
—¿Qué diantres has desayunado esta mañana?
—Ha sido bueno, ¿eh?
—Ha sido malísimo, la has mandado fuera del Memorial Stadium. Ni el mejor quarterback en toda la historia de los Nebraska Cornhuskers hubiera realizado un lanzamiento tan bestia.
—Venga, deja de lloriquear y vamos a por ella, que me estoy quedando helado.
Los dos críos fueron corriendo hasta el lugar en el que intuían había ido a parar el balón. Lo hicieron entre risas, empujándose, confiados, seguros de hallarse en un condado en el que jamás sucedía nada. Pero ambos se detuvieron en seco antes de llegar hasta él. Justo en el punto en el que el demacrado maizal comenzaba a extenderse asomaban un puñado de huesos pulcros, blanquecinos y relucientes.
—¿Qué es eso?
—No lo sé, pero algo malo, algo muy malo seguro.
—Pueden ser de un animal muerto…
—No lo sé, tío. Esos huesos están muy limpios. Alguien los ha tenido que dejar ahí, porque hace unos días no estaban, te lo puedo jurar.
—Entonces tenemos que irnos.
—¿Y la pelota?
—¡Al diablo la pelota! ¿Quieres que nos maten? ¡Corre!
La policía del condado había acordonado la zona apenas una hora después del hallazgo de los dos chavales. Un forense determinó, sin lugar a dudas, que se trataban de restos humanos, aunque faltaba una buena parte del esqueleto. De hecho echaba en falta lo que más le hubiera ayudado en su labor de identificación del cadáver: el cráneo.
—¿Puede hacerse una idea de cuánto tiempo llevan aquí estos huesos? —preguntó el sheriff, desconcertado. Por su cabeza ya circulaba el terror que en unas horas sabía se iba apoderar de toda su comunidad.
—No mucho. Además, uno de los chicos dice que suele pasear por aquí y que no estaban hace unos días.
—Pero este fiambre la palmó hace ya algunos años, ¿no cree? —inquirió el sheriff, señalando lo que parecía una tibia. Jamás en su vida había visto nada semejante, y eso le turbaba.
El forense miró el cielo grisáceo, donde algunos nubarrones se apelmazaban y amenazaban con desprender una buena cantidad de agua. Quizá aquella tormenta fuese sólo un juego de niños al lado de lo que se cernía sobre el condado del que él mismo formaba parte.
—No lo sé —respondió lacónico.
—¿Cómo que no lo sabe? —preguntó el sheriff, al que le pareció haber recibido una contestación carente de cualquier lógica. Eran los restos de un esqueleto, por lo que no hacía falta ser una eminencia en medicina para deducir que aquel sujeto, fuera quién diablos quiera que fuese, había dejado de respirar hacía ya mucho tiempo.
—Estos huesos han sido limpiados a conciencia. Han sido manipulados. Sin un estudio en profundidad de los mismos en este momento no puedo decirle si falleció ayer o hace más de diez años.