Capítulo XIII
Worth y yo regresamos sin pronunciar una sola palabra a lo largo del breve trayecto que separaba Lawrence de Oskaloosa. Creo que ambos estábamos decepcionados y teníamos la sensación de que en lugar de estrechar el cerco por el contrario se agrandaba, iba incorporando nuevos nombres a una lista que de por sí ya era confusa y demasiado extensa.
El detective estacionó el SUV de la policía del condado de Jefferson justo delante de la vivienda de Patrick y vimos que el pequeño Spark estaba aparcado en un lateral, lo que significaba que Tom debía andar en el interior y que había vuelto también de realizar sus pesquisas.
—¿Cambiamos los tres juntos impresiones? —pregunté, señalando la casa.
—Espera que su colega de Washington nos anime el día, ¿me equivoco?
—Bueno, Jim, nadie dijo que esto fuera a ser fácil. Acabamos de arrancar, pero pronto cogeremos velocidad de crucero y sentiremos la brisa en el rostro.
—Ethan, debería haberse dedicado a la poesía, o escribir novelas. Seguro que su carácter indómito le causaría menos problemas.
—¿Escribir? Ya me cuesta redactar un maldito informe, como para juntar algunas decenas de miles de palabras. No gracias. A mí me van los cuadernos y las anotaciones breves —repliqué, mostrando uno de mis relucientes y amados Moleskine, con sus fabulosas tapas de piel.
—En fin, acepto la propuesta. Además, charlar con su compañero siempre me activa la mente.
Cuando entramos en la casa de Patrick efectivamente hallamos a Tom recostado sobre un sofá del salón, leyendo unos papeles. Encima de la mesa reposaba un bidón gigante con uno de los batidos de proteínas que ingería tres o cuatro veces al día para mantener, según decía, sus músculos bien alimentados.
—¿Ya estáis aquí? Eso sólo puede significar que no habéis sacado demasiado en claro.
—Diste en la diana —respondí, dejándome caer pesadamente en un sillón.
—Yo no soy tan pesimista. Seguimos sospechando del profesor Smith y ahora sospechamos más de la compañera de Sharon, Nancy Hill —dijo el detective, con ironía.
—¿Nancy Hill?
—Sí, su nombre ya aparecía varias veces en los informes del sheriff Johnson. Por lo visto no mantenía una relación amistosa con Nichols.
—Ya, ya me hago cargo. Lo que sucede es que me he atrevido a visitar a Elijah Allen…
—¡Cómo! —exclamé, interrumpiendo con brusquedad a mi colega—. Te pedí que indagaras acerca de su vida, no que fueras a verlo.
—Lo sé, pero resulta que estaba en Atchison, donde reside, y una conocida a la que le estaba preguntado me dijo que podía verle, que estaba a sólo dos manzanas de su agencia inmobiliaria. Y, no sé, no puede resistir la tentación.
—¿Qué excusa pusiste?
—Le dije la verdad… Bueno, casi toda la verdad. No le mostré que era del FBI. Me hice pasar, como casi siempre, por periodista. Le comenté que me había enterado de que el caso de Sharon Nichols estaba siendo investigado de nuevo y qué opinión tenía al respecto.
—Mierda, Tom, espero que no la hayas cagado. Te ruego que me consultes antes de dar un paso así.
—Tranquilo, jefe. Nunca te he fallado, y esta vez tampoco lo haré.
Mi compañero era imprescindible, y era cierto que sin él no hubiera tenido éxito en los tres casos en los que había estado implicado sobre el terreno. Pero no era el agente más hábil para sonsacar a un asesino cuando lo tenía delante. Sus técnicas que tan extraordinarios resultados daban para obtener información de un testigo o de cualquier confidente se desvanecían cuando se trataba de jugar con las cartas marcadas ante un culpable, algo en lo que yo sí era especialista. Yo era experto en jugar haciendo trampas todo el tiempo, de modo que no tenía que modificar en absoluto mi comportamiento.
—Está bien. Pero sabes que te prefiero husmeando el entorno de los sospechosos, no interrogándolos personalmente. Y menos sin estar yo delante.
—Volvemos a la cuestión principal. No nos liemos ahora —dijo Worth, con el tono suave y conciliador que en él era natural—. Somos sólo tres, no podemos permitirnos el lujo de discutir.
Asentí y me relajé. Seguía de malhumor, pero a fin de cuentas el detective tenía razón y tampoco Tom se merecía que yo montase un numerito delante de él.
—Bueno, además de restar importancia a su relación con Sharon —dijo Tom, como si nada hubiera sucedido—, asegurando que habían salido juntos por ahí tres o cuatro veces y poco más, me ha comentado que él tenía bastante claro quién se la había quitado de en medio.
—Y te ha dado el nombre de Nancy Hill… —musitó Worth.
—Exacto. Por eso cuando la habéis citado no he podido evitar dar un respingo. De hecho pensaba pedirte que Mark se pusiese ya mismo a buscar información sobre esa chica, a la que le tengo perdida la pista.
—Jim, ¿qué es lo que sabes tú de Hill?
—Poco, la verdad. Sé que el detective privado que contrataron los Nichols también la tenía en el punto de mira, pero cuando yo llegué a la oficina del sheriff el caso estaba ya muy frío y Stevens no me dejó meter las narices. Compartía habitación con Sharon y con otra estudiante y por lo visto discutían con frecuencia. Como el resto, tenía una coartada para el sábado por la noche. Ella tampoco se encontraba en el campus, y esto no es que lo recuerde, es que lo he repasado estos días. Se hallaba visitando a su familia, en Emporia.
—¿Emporia? ¿Sabes más o menos a cuánto queda Albion de Emporia? —pregunté, pensando que quizá la coartada podía ser más sólida de lo que suponíamos.
—Sí, a unas ochenta millas. Una hora y media en coche.
—Eso complica las cosas. Habrá que revisar su coartada, pero imaginemos por un momento que fue ella y que alguien asegura que la vio en Emporia la noche del sábado y que desayunó en casa de sus padres el domingo. Sólo en ir y volver empleó tres horas —reflexioné en voz alta.
—Ethan, es el callejón sin salida al que nos van a llevar todos los caminos. Ya viste que ni el detective ni la gente del sheriff Johnson fueron capaces de cerrar el caso. No creo que ninguno de ellos fuera un torpe o poco profesional —apuntó Worth, que sabía que yo no sentía mucho respeto por los agentes de la policía local. Si Liz hubiera estado en aquel salón con nosotros le hubiera jaleado sin dudar.
—Claro que no, Jim. Pero también es evidente que alguien mató a Sharon Nichols y que a la hija de Patrick aún no se le ha hecho justicia.
—Por eso estamos aquí. Por eso he removido cielo y tierra. Y sabe Dios que lo vamos a conseguir —musitó el detective, como si estuviera realizando un juramento.
—Y tú, Tom, ¿qué estás repasando? ¿Tienes ahí los informes sobre Nancy Hill?
Mi compañero se sonrojó. No tenía la menor idea por dónde iba a salir, pero me eché a temblar temiendo lo peor.
—No, en realidad me picaba la curiosidad y estaba leyendo los escritos que dejó la médium.
—La médium…
Yo era ateo, y además detestaba ese tipo de creencias supersticiosas en lo sobrenatural. Por otro lado seguía sin encontrar una explicación razonable a lo que me había pasado en Nebraska, donde una tal Juliet había sido capaz de anticipar con inusitada precisión acontecimientos que luego me acaecerían. De tal suerte que mi rechazo se había amilanado un poco desde entonces. Yo mismo deseaba consultar aquellos escritos.
—Pidió su colaboración, en un momento de desesperación, el sheriff Johnson, y finalmente los Nichols pagaron por sus servicios durante algunos meses. Tampoco sirvió de mucho —dijo Worth.
—Bueno, es una estupidez. Y a lo mejor también una obviedad. La médium sostenía que era alguien muy cercano a Sharon, alguien que la odiaba por algo que estaba a punto de hacer.
—Eso no descarta absolutamente a nadie —apunté, recordando las hojas arrancadas del diario y pensando en Vera Taylor casi de inmediato.
—Sólo llevo leyendo unas cuantas páginas, pero esta mujer me cae bien. No parece una charlatana al uso. Yo voy a zamparme todas sus anotaciones.
—Tom, hazlo por las noches, antes de dormirte, como si te hubieras traído una novela con la que poder desconectar. No deseo que inviertas demasiado tiempo en supercherías.
Mi colega rebuscó entre las hojas que había dejado encima de la mesa, como si en ellas fuera a encontrar la solución a un complicado acertijo o a un teorema que llevara años atormentando a los más sesudos matemáticos. Por fin halló lo que deseaba y nos tendió a Worth y a mí uno de los folios.
—Lo que tú quieras, jefe, pero esta mujer en ocasiones parecía hablar por boca de la chica y es más que interesante lo que escribe.
—¿Qué quieres decir?
—Tú lee lo que he subrayado y luego si eso ya comentamos la jugada.
Tomé el papel y lo sujeté de tal forma que tanto el detective como yo pudiéramos leer al unísono. Sentí que Worth se quedaba tan petrificado como yo. La frase que Tom había marcado rezaba: «Me subí al coche porque confiaba en ti. Eras la persona de la que menos podía sospechar. Te quería. Y tú me engañaste, me adormeciste y después me mataste. Y dejaste mi cuerpo desnudo, como si fuera estiércol, en mitad de un lodazal».