Capítulo XVI
Por la tarde telefoneé a mi jefe, Wharton, para que tramitara los permisos necesarios para concertar una visita a Patrick en la penitenciaría de Leavenworth, que quedaba a sólo 30 millas de Oskaloosa.
—No me gusta que quieras entrevistarte de nuevo con ese hombre, Ethan.
—Es necesario. Estamos avanzando, pero él es una pieza clave. Es el padre de la víctima y puede aportar mucha información. El detective privado que contrató la familia está muerto, el sheriff Johnson que lideró la investigación en su día está muerto, la madre de Sharon está muerta y Clark Stevens digamos que se muestra poco colaborador.
—No queda más remedio…
—Bajo mi punto de vista, no.
—Qué opina de esto ese tipo que trabaja contigo…
—¿El detective Jim Worth?
—Sí, él…
—Está completamente de acuerdo conmigo —mentí, sin inmutarme lo más mínimo.
—En tal caso mañana mismo os podéis acercar hasta allí. No me llevará mucho papeleo conseguir una autorización, pero no montes ningún numerito. Y te ruego que inviertas el tiempo mínimo imprescindible. No me crees más problemas.
—No comprendo, Peter.
—Sabes perfectamente de lo que hablo. No cometas el error de forzarme a que te lo recuerde por teléfono. Ya has conseguido lo que querías, de modo que no me toques más las narices.
Me despedí de Wharton lo más educadamente posible. Sí, tenía razón. Meterle el dedo en el ojo no era una idea brillante, menos cuando yo no pintaba nada en Kansas y me podía mandar de vuelta a Washington en cuanto le diera la gana. Estaba feliz. Tenía dudas acerca de a qué se refería, pero inferí que pensaba más o menos lo mismo que Liz: que había encontrado en Patrick un sustituto idóneo para la ausencia de mi padre, la única persona a la que había querido de verdad en toda mi corta existencia.
—Jefe, ¿estás ocupado? —preguntó Tom, entrando sin avisar en mi habitación y dándome un susto de muerte.
—Lo estaba. Joder, casi me provocas un infarto. ¿Dónde te enseñaron modales?
—No te gustaría saberlo. Ya sabes que me crie prácticamente solo en las calles. En lugares en los que pedir permiso suponían que te saltasen los dientes de un puñetazo por nenaza.
—Tienes razón, mejor lo dejamos para una noche tomando cervezas. ¿Qué sucede?
—Me acaba de llamar Jim. Tiene a la compañera de habitación de Sharon en la oficina del sheriff. Le gustaría que nos acercásemos.
Pegué un brinco, anonadado y alerta como un conejo que acaba de escuchar el crujido de una rama en los alrededores de su madriguera.
—¿Está con Nancy Hill? —inquirí, sin dar todavía crédito.
—No, no, con la otra. Con la que se supone que no ha roto un plato en la vida. Según me ha contado Jim da charlas en la universidad y se enteró de que habíais estado por allí haciendo preguntas. Se ha presentado de manera voluntaria. Desea colaborar.
—¿Cómo se llamaba esa chica?
—Karen Reed.
—Dime por favor que has repasado estos días los interrogatorios que le hicieron en 1998.
Tom lanzó una carcajada que me irritó. Acto seguido se me aproximó y me lanzó un puñetazo fingido que jamás llegó a impactar en mi mentón.
—Jefe, mira que esta vez te lo estás tomando más en serio que nunca, pero no dejas de ser tú mismo. Sí, los leí y acabo de echarles un rápido vistazo.
—Gracias —dije, aunque maldiciendo a mi colega por sus acertados comentarios hacia mi manera de proceder—. Te ruego que me hagas un rápido resumen.
—Poca cosa. La chica estaba aterrada y consternada. Apenas dio detalles en su día. Imagina, una cría de 18 años. Tenía coartada, y encima nadie sospechaba de ella. Sólo fue entrevistada un par de ocasiones.
—Suficiente. Vayamos caminando hasta la oficina del sheriff. Necesito que me dé el aire y sólo nos llevará un rato el paseo.
Aproveché el corto trayecto para sacarle un poco más de información a Tom acerca de Karen Reed, ya que yo no le había prestado mucha atención. Efectivamente nunca había estado en la lista de sospechosos, y su coartada era de las más sólidas. El fin de semana de la desaparición de Sharon se encontraba pasando unos días en Las Vegas en compañía de sus padres, y de hecho no regresó a Lawrence hasta el martes. Había registro de su actividad en el hotel, en dos casinos y en los aeropuertos. Era imposible que ella lo hubiera podido hacer, aunque no descartable que estuviese implicada. Pese a todo yo seguía pensando lo mismo que la primera vez que visité Kansas: a Sharon la había secuestrado, sedado, envenenado y abandonado su cadáver una única persona.
Cuando llegamos a la oficina del sheriff nos indicaron que Worth nos esperaba en la sala que Stevens nos había cedido para trabajar en el caso. No estaba en la sala de interrogatorios, lo que hubiera sido lo más normal. Me enojó cerciorarme, una vez más, de que Clark nos facilitaba lo mínimo nuestra labor, y que con aquellos gestos sutiles me indicaba que no era bienvenido en su condado.
—Buenas tardes. Disculpad el retraso. Estaba liado con un asunto de Washington —manifesté nada más irrumpir en la estancia, como si nombrar la capital me exculpara de cualquier defecto.
El detective hizo las presentaciones y nos comentó que apenas habían estado charlando acerca del tiempo y de lo mucho que había cambiado todo en los últimos veinte años. Me alegró que no hubiera entrado en faena hasta que Tom y yo aterrizamos en la sala.
—Señorita Reed, le agradezco mucho que se haya tomado la molestia de acercarse hasta aquí de forma voluntaria. Es muy importante para todos nosotros cualquier dato que pueda facilitarnos —musité, con voz suave, pues por la manera con la que aquella mujer enjuta y de mirada distraída se frotaba las manos comprendí que estaba bastante nerviosa.
—Me enteré por casualidad que habían estado en la universidad, y que el caso de Sharon se había reabierto. Ha pasado ya tanto tiempo…
La mujer hablaba entrecortadamente. Por un segundo pensé que iba a confesarnos el crimen allí mismo, aunque sabía que era una posibilidad no ya remota sino utópica.
—¿Qué le ha impulsado a venir hasta la oficina del sheriff?
—No conté todo en su día. No lo hice a mala fe. Sufrí una crisis nerviosa y dejé los estudios durante un año. Cuando regresé no me alojé en los apartamentos, y recorría cada día más de 160 millas de ida y vuelta con tal de dormir en casa. Estaba aterrada.
—¿Vive usted actualmente en Iola? —preguntó Worth, al tiempo que revisaba sus notas.
—Sí, en una casa muy cerca de la de mis padres. Es donde me crie y es donde quiero pasar el resto de mi vida.
—Señorita Reed, ¿qué es lo que desea contarnos? —inquirí, continuando con el tono sutil y tranquilo que sabía la situación requería.
—Sharon tenía muchos enemigos. Yo la quería mucho, pero creo que en esos meses que pasó en la universidad se ganó muchas enemistades.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque ella me lo contaba. En su día no fui muy clara al respecto porque no deseaba señalar a nadie, y mucho menos achacarle un acto tan horrible. Pero he madurado y he sido capaz de sobreponerme. Ahora puedo hablar de todo aquello con más calma.
En realidad aquella mujer estaba todo menos relajada. Sus pupilas viajaban a la velocidad de la luz del rostro de Jim al mío, y del mío al de Tom, sin descanso, mientras seguía estrujándose las manos, como si con aquel acto involuntario pudiera deshacerse de la culpa, o de lo que quizá en su mente fuera un terrible pecado. Sabía que me encontraba frente a una persona carcomida por el pasado, pero no estaba claro el motivo de aquella emoción.
—¿Quiénes eran esos enemigos?
—Deseo dejar claro que no estoy culpando a nadie.
—Es evidente. Pero su opinión es ahora mismo trascendental para avanzar en la investigación. Han pasado muchos años y precisamos de nuevos indicios, de tal suerte que cualquier aportación puede ser clave. Pero descubrir al culpable es nuestra misión, de modo que quédese tranquila —manifesté, intentando que no se cerrara en banda, como hacía 18 años. Suele pasar cuando una persona sospecha de alguien muy cercano o de un familiar, y es delicado lidiar con esas situaciones tan incómodas.
—Yo tengo mi propio orden…
—Le escuchamos —la animó Worth, que era un hombre que a cualquiera le transmitía seguridad y confianza.
—Nuestra compañera de apartamento, Nancy Hill, es la que más detestaba a Sharon.
—Las tres compartían un piso de dos habitaciones en las Jayhawker Towers, dentro del campus —trató de corroborar Tom, para que no dejase de hablar en ningún momento, y como restando importancia a lo que acababa de comentar.
—Así es. No nos conocíamos de nada, de modo que sorteamos quién iba a estar sola en una habitación y me tocó a mí. Pero al cabo de un mes Sharon me rogó que la aceptase en mi dormitorio, pues ya no soportaba a Nancy. Se llevaron mal desde el principio. Yo acepté porque no quería líos, aunque me molestó tener que renunciar a la intimidad que había disfrutado hasta entonces.
—¿Por qué discutían?
—Las primeras semanas por tonterías. Tenían el carácter muy diferente. Sharon era muy dinámica, deportista y activa, mientras que Nancy era más sedentaria y sin embargo le chiflaba acudir a las fiestas.
—Ya veo…
—Luego la cosa empeoró.
—¿Qué sucedió? —preguntó el detective.
—Ese chico con el que Sharon tonteaba. Elijah Allen. Nancy estaba loca por él, y sin embargo él perdía los aires por Sharon. Un lío…
—Pero, ¿tanto era el odio que Nancy tenía?
—Es que ella ya trataba a Elijah desde hacía tiempo. Lo había conocido en varios campeonatos de secundaria, pues ella animaba al equipo de fútbol de Emporia y solía viajar con los chicos. Según me confesó, se había matriculado en Lawrence sólo para poder coincidir con él en la Universidad de Kansas. En realidad ella tenía otros planes, mudarse a estudiar a la costa oeste, creo.
—Y, ¿qué es lo que le contó Nancy?
—No, no, ella nunca me comentó nada de Sharon. Yo era su compañera de apartamento, pero no estaba en su círculo de amistades. Sharon fue la que me comentó varias veces que Nancy la había amenazado.
—¿Qué tipo de amenazas? —inquirió Tom, más impaciente e incisivo en su tono de voz que el detective y que yo. Le hice un gesto para que se aplacara un poco.
—Chorradas… Del estilo: «aléjate de Elijah o lo vas a pagar caro» o «estoy harta de tus coqueteos con mi chico y un día te vas a enterar». Pero eso no es algo que no haya escuchado decenas de veces a lo largo de mi vida, por eso no le daba importancia. Jamás llegó ni tan siquiera a gritar a Sharon, al menos en mi presencia; no digamos ponerle la mano encima.
La señorita Reed tenía parte de razón. La mayoría de los jóvenes cacarean más que hacen, pero esas amenazas no hay que tomárselas a la ligera. Tratar de amedrentar a alguien, aunque sea verbalmente, no es una cuestión baladí. Muchos crímenes vecinales o conyugales empiezan de esa manera que algunos consideran tan inocente.
—De modo que cuando supo lo del asesinato pensó en ella…
—Sí. Muchos pensamos en ella. Pero también en Elijah.
—¿Por qué en Elijah?
—Porque pocos días antes del sábado de su desaparición Sharon le dejó muy claro que sólo había tonteado con él, que era un crío y que había encontrado a un hombre con el que estaba encantada.
La señorita Reed hizo una pausa y se sonó la nariz. No estaba llorando, pero se había emocionado al recordar todos aquellos hechos que los años no habían logrado borrar de su mente.
—¿Cómo estaba usted al corriente?
—Oh, bueno, lo sabía medio campus. Sharon sólo se lo contó a unas pocas personas, pero él estaba enrabietado y fue maldiciendo por todos lados. Pero tenía una buena coartada. Aun así mucha gente sigue pensando hoy día que lo hizo él.
—Y usted, ¿qué es lo que cree? —pregunté, aproximándome levemente a su rostro.
—Yo he venido hasta aquí para comentarles lo de las tres personas de las que sospechaba, nada más. No tengo la menor idea de quién pudo ser, pero seguro que fue una de ellas. Sharon casi me avisó de esta circunstancia. Eso no lo dije con tanta rotundidad entonces y me martirizaba. Hoy me siento mucho mejor.
—Disculpe, acaba de decir usted que sospechaba de tres personas, pero sólo nos ha mencionado a dos —apuntó Worth, animando a la señorita Reed a que siguiera hablando.
—A la otra chica nunca llegué a conocerla, pero Sharon me hablaba constantemente de ella. Cuando llegó a los apartamentos parecía referirse a ella como a su mejor amiga, y sólo unos meses después echaba pestes constantemente por la boca con su nombre.
—Ya comprendo. Y, ¿quién era esa amiga?
—Vera Taylor. La amiga de toda la vida de Sharon Nichols.