Capítulo XXV

 

 

 

 

Mi buen amigo Worth había tenido una excelente idea invitando a su colega, el detective Gary Cook, a la casa de Oskaloosa, sin demorar nuestro encuentro. Aquel hombre había puesto orden y nos había demostrado su veteranía en casos de similares características. Después de la desagradable experiencia debida al comportamiento injustificable del sheriff Stevens, que había convertido el salón de la casa de Patrick Nichols en un corral de pollos sin cabeza, su llegada había devuelto la calma y el juicio a todos los presentes. Y por increíble que parezca no me sentí herido en mi orgullo descomunal; al contrario, supuso un alivio descubrir que alguien tomaba las riendas de la investigación con aplomo y en apenas unos minutos volvía a encauzar el caso, que a fin de cuentas era lo realmente importante.

Nos quedamos hasta muy tarde trabajando. Nadie se quejó. Ni siquiera Tom, que se ocupó un par de veces de preparar un excelente café para mantenernos despiertos y con los cinco sentidos alerta. Agradecí que se guardase sus payasadas para mejor ocasión: me encontré con su mejor versión, la que adoraba, la que me obligaba a contar con él siempre que Wharton me dejaba. También me alegré de tener a Liz ya a nuestro lado. No sólo aportaba sus conocimientos en ciencia forense, también su sentido común y la carga de aprendizaje que sólo la hija de un policía de calle arrastra consigo toda la vida. Aquella madrugada, ahora que la recuerdo de una forma tan vívida, pese a estar agotado, fue un momento de singular felicidad. Tras haber sentido que la rabia y la indignación se apoderaban de mí de forma descontrolada el regreso a la serenidad y la reflexión me habían dejado en un estado muy cercano al éxtasis. Puede parecer quizá exagerado, pero cuando sientes que un océano te está engullendo de manera implacable y alguien, salido de no sabes dónde, te tiende la mano y te arrastra con fuerza hacia la salvación el instante es indescriptible.

Trazamos una línea temporal del último día en la vida de Sharon Nichols. Contábamos con su diario y con varios testimonios, entre otros los de sus propios padres y el archiconocido de Vera Taylor, que dimos por válido, aunque fuera circunstancialmente. Sharon se había levantado temprano, había estudiado un rato, había paseado por los alrededores con su padre y más tarde había comido en familia. Después estuvo viendo la televisión y salió a media tarde vestida con indumentaria deportiva para ir a visitar a su amiga Vera Taylor. No era en absoluto extraño que Nichols fuese corriendo a todas partes, pues era una atleta extraordinaria y aprovechaba cualquier ocasión para mantenerse en forma. Según Vera, Sharon llegó sana y salva a su casa. Estuvieron tomando algo juntas y charlaron acerca de la vida universitaria y de lo lastimoso que era estar separadas, aunque se vieran con frecuencia. Ya no era lo mismo que antaño. Taylor afirma que a las nueve en punto de la noche se despidió de su amiga, que optó por regresar a casa rodando, tal y como había ido. Ahí se le pierde la pista, hasta que cinco días más tarde su cadáver es hallado en la hondonada de Perry Lake.

Cook trazó una línea de la que salían diversas ramas, para elaborar un árbol de ideas. Ubicamos en un mapa el lugar en el que se encontraban los sospechosos principales y estrechamos la franja horaria del probable secuestro y posterior asesinato, en el caso de que la versión de Taylor fuera cierta. Si no lo era todo daba igual, porque ella era la culpable y no contaba con ninguna coartada. Llegamos a la conclusión de que era casi imposible que Nancy Hill hubiera cometido el crimen, al menos si todo tenía que encajar medianamente bien; no había dispuesto de tiempo material. Nos quedaban por un lado Elijah Allen, que había tenido la oportunidad y un móvil sólido, y por otro el profesor Smith, que nos había mentido y que también tenía razones de sobra para asesinar a la joven, pues estaba en riesgo su futuro. Y finalmente Duane Malick, el hombre más señalado. Su coartada se tambaleaba, los motivos eran más que evidentes, se suponía que había quedado con Sharon aquella noche y además hacía poco más de un año también nos había ocultado parte de la verdad a Liz y a mí en un interrogatorio mantenido en relación a los asesinados de Clara Rose y Donna, su hija.

Cuando todos terminamos de esbozar nuestra hipótesis el detective de Topeka dibujó una enorme «X» y la rodeó con un círculo. Tom dijo, abruptamente, que ya sabíamos que esa dichosa «X» significaba mucho. Cook, sin embargo, negó con la cabeza y comentó que era más que probable que el culpable fuera alguno de los que habíamos mencionado, pero que no descartásemos a otra persona; que no diésemos por sentado nada, pues precisamente eso es lo que suele conducir a que un caso sea archivado: no meter en el saco de los sospechosos al verdadero asesino. De inmediato pensé en Stevens, pero había resultado muy convincente en su despacho, pese a su desconcertante proceder. También Davies me vino a la cabeza, pero no teníamos ninguna evidencia en su contra.

Al día siguiente Tom y Worth fueron a Emporia en un SUV de la policía a visitar a Nancy Hill. Odiaba perderme aquel encuentro, pero no tenía otra opción. Entretanto, Liz y yo nos las veríamos, de nuevo, con Duane Malick. Y esta vez iba a ser un encuentro a cara de perro. Mi compañera tenía las pupilas retraídas, como si ya acechase a su presa. La llevaba esperando desde hacía muchos meses. Nada más meternos en el Spark tuve que advertirle.

—Hoy te toca el papel de mala a ti, pero no metas la pata. El año pasado pensabas también que era él el culpable…

—Poco ha cambiado, Ethan. Sigo pensando que él, efectivamente, es el culpable… del asesinato de Nichols.

—No demos nada por sentado, como comentó Cook anoche.

—Tú haz tu papel y yo jugaré el mío.

—Esta vez me toca a mí darte pataditas por debajo de la mesa —murmuré, sonriendo.

—Quizá no te dé ocasión para ello. Además, tengo buenas espinillas.

Arranqué en busca de la 59. Apenas 15 millas nos separaban de la residencia de los Malick, ubicada en Perry. Hacía sólo unos minutos que habíamos avisado a Duane de nuestra inminente llegada, para que le pidiese a su hijo Ron que fuese a dar una vuelta por ahí y para saber si se mostraba reacio a cooperar. Tuvimos suerte.

—¿Qué opinas de todo lo de esta madrugada?

—No sé, Ethan. Yo tengo las cosas muy claras y sólo deseo que le arranquemos una confesión a ese hombre o que encontremos las dichosas pruebas que lo vinculen con el crimen. Me encantó todo lo que nos dijo, de verdad, pero anda muy perdido. Él no ha pasado por lo mismo que nosotros. Tiene experiencia en casos cerrados, es indudable, pero nosotros la tenemos en este en concreto.

—Pues a mí me impactó. Estaba hecho un basilisco antes de que entrase en la casa y gracias a su aplomo y su manera de afrontar la situación me relajé. Hoy soy otra persona.

—Se te nota. De todas formas después de lo que ha estado haciendo el sheriff no es para menos. Ese hombre ya no vale ni para barrer su oficina. Está echado a perder. Todos debemos aprender alguna lección de esta historia.

El tono de Liz me sonó muy extraño y no quise agregar nada más. Intuí que todo tenía relación con Vera Taylor, aunque pudiera estar equivocado. Por suerte estábamos ya estacionado delante de la vivienda de Malick y eso me daba la ocasión de no profundizar más en qué moraleja se suponía que debíamos extraer de lo acaecido.

—Liz, cuenta hasta cinco antes de hacer cualquier comentario.

—Eres mejor dando lecciones que aplicándote el cuento. Predica con el ejemplo y después ya me sueltas el sermón.

Mientras pulsaba el timbre de la puerta notaba mi pulso acelerado. Liz estaba demasiado tensa y ese no era ni el modo ni el estado propicio para afrontar una reunión tan trascendental. Por otro lado ella tenía razón, y el menos indicado para dar la monserga era yo. Pero mi actitud estaba cambiando, lenta e inexorablemente, a mejor. Me quedaba mucho por aprender, pero los moratones del pasado seguían reluciendo sobre mi piel aún, de modo que no era tan estúpido como para repetir los mismos errores.

El Duane Malick que nos abrió era un sujeto completamente distinto al de hacía sólo un año y medio. Estaba muy desmejorado: barba descuidada, pelo más canoso y enmarañado, ojeras profundas, extrema delgadez y ese cuerpo enjuto enfundado en un pijama que llevaría semanas sin pasar por la lavadora. Hasta noté que Liz no podía disimular su estupor.

—Señor Malick, somos Ethan Bush y Liz Bishop, del FBI, le hemos telefoneado hace un rato. ¿Nos recuerda?

—Claro que les recuerdo. Cómo podría olvidarles… Pasen, por favor. Mi hijo no está en casa. Estamos los tres solos.

Duane nos guio hasta la cocina, donde se encontraba desayunando. Nos ofreció un poco de café y unas rosquillas, pero declinamos la invitación. Mientras lo observaba detenidamente no podía borrar de mi cabeza la imagen de aquel hombre en la grabación que obtuvimos el año anterior con una cámara situada en el lago, y en la que él se ubicaba en el mismo lugar en el que había sido hallado el cuerpo sin vida de su hija. Aquello nos pareció insólito, pero a lo peor sólo era un primer paso hacia el precipicio que conduce a la demencia.

—Sabe que el caso de Sharon ha sido reabierto —dije, con suavidad.

—Salgo poco de casa, pero este es un condado muy pequeño. Mi hijo me comentó algo. También ayer estuvo por aquí una periodista de la CBS molestando, para variar.

—¿Cómo se encuentra? —inquirió Liz, para mi asombro. Ella era la bruja de aquel encuentro y comenzaba preocupándose por el sospechoso.

—Mal. Desde que mataron a mi pequeña no tengo ganas de nada. Ron no se lo merece, pero las cosas son como son. Espero recuperarme pronto. Apenas tengo trabajo y estamos tirando de ahorros y de lo que mi exmujer nos manda cada mes. No tengo ganas de hacer nada…

Cuando Malick concluyó su respuesta yo sólo tenía ganas de largarme de aquella casa. La perorata del sheriff Stevens se me había quedado grabada y quizá tenía delante la viva estampa de los despojos que un crimen deja tras de sí, algo que yo jamás vivía de cerca. Pero sí sabía lo que era que te matasen a un familiar y sufrir las consecuencias durante años. No olvidaba el atropello de mi padre ni un solo día.

—Lo lamento. Pero por desgracia tenemos nuevos datos que lo sitúan como sospechoso del asesinato de Sharon Nichols —soltó Liz con repentina frialdad. Había pasado de un tono conciliador a arrojarle un guante contra el rostro.

—Ya vuelve con esa historia. Imaginaba que no me dejarían en paz. Pensaba que eran más listos, pero veo que me he equivocado.

—Puede que no seamos muy listos, pero usted podría haber evitado muchos problemas si desde el principio hubiera contado la verdad.

Duane sacó fuerzas de flaqueza y elevó ligeramente el volumen de su voz. Pese a todo sonó gastada y rota, sin ánimo.

—¿Qué principio? Hace veinte años nadie sospechó de mí. No pensarían que iba a acercarme a la oficina del sheriff Johnson a contarle que había mantenido una relación con Sharon. Están chalados.

—Puedo admitirlo —continuó Liz—, pero el año pasado nos dejó a medias. Abandonó el interrogatorio en el instante preciso, ocultando datos que, como casi siempre acaba ocurriendo, han terminado saliendo a la luz.

—¿Qué datos? Les admití que había estado con la chica. Incluso reconocí que había quedado con ella el día de su desaparición. Si me levanté fue porque estaban perdiendo el tiempo, como se demostró. En lugar de hostigar a un inocente tenían que buscar al que mató a mi hija. Hicieron mal su trabajo entonces y lo están haciendo mal ahora.

Pese a su estado calamitoso, Malick tuvo los arrestos suficientes para encararse a Liz e incluso reprenderle. Yo hacía un rato que era como cualquier otro objeto de la cocina.

—Creemos que pensaba fugarse esa noche con Sharon, que fue a verla pero que algo salió mal. O quizá directamente todo salió según lo había planeado y pudo apartarla de su vida, pues suponía un peligro para su matrimonio y para su futuro.

—¡Ya les dije que nunca llegué a verla esa noche!

—Pero admite que había quedado con ella.

—Más o menos…

—No hay medias tintas, señor Malick. ¿Quedó, sí o no, con Sharon?

—Deseaba verla para decirle que lo nuestro no tenía ningún sentido. Que era un disparate y que tenía que acabar. Pero me faltaron agallas.

—Por desgracia ahora sabemos que no pasó la noche de aquel sábado en casa. Al menos se ausentó en algún momento. ¿Cómo puede explicarlo?

Malick se quedó pálido. No esperaba ni aquel dato ni la manera tan ruda con la que Liz estaba afrontando la reunión. Por un instante celebré que mi compañera estuviera manejando la situación.

—¿Quién narices les ha dicho…? —Duane se pasó la mano por el cabello, comprendiendo—. Susan jamás me comentó nada.

—El pasado nos persigue, señor Malick. El pasado es obstinado y no hay goma de borrar que pueda suprimir nuestros actos. Ahora tendrá que contarnos toda la verdad.

El padre de Donna se quedó reflexionando unos segundos. Estaba abatido, y de nuevo la energía que de forma breve había impulsado su discurso había desaparecido de su cuerpo. Su gesto era el de alguien que se rinde definitivamente, que ya está hastiado de presentar batalla.

—¿Qué quieren saber exactamente?

—¿Mató a Sharon Nichols?

—No, y mil veces no.

—Entonces, ¿qué hizo la madrugada de aquel domingo de 1998?

Liz seguía con aquella mirada felina, clavando sus pupilas en el rostro desdibujado de Malick. Lo había acorralado con habilidad y ya no le quedaba otra salida que contar lo que había sucedido. Noté los latidos de mi corazón en las venas del cuello y estuve en un tris de aflojarme la camisa, pero era incapaz de mover un solo músculo. Quizá estaba a punto de escuchar una confesión de asesinato.

—No podía más con los remordimientos, con aquel infierno en el que me había metido. Cogí un momento el coche y me dirigí a Albion, a la residencia de los Nichols.

—¿Qué está diciendo? —pregunté, descompuesto, como si hubieran soltado un toro salvaje a la arena de un rodeo.

—Lo que escucha.

—¿Qué pretendía? —preguntó Liz, más taimada.

—Lo que hice. Hablar con los padres. Me atendió Amanda. Por suerte Patrick estaba durmiendo. Quizá me hubiera linchado sin pestañear. Me dijo que ya estaba al tanto y que no me preocupase. Pero que dejase a su hija en paz o pondría una denuncia y alegaría que había comenzado todo cuando su hija era todavía menor de edad.

Sentí que toda la sangre que circulaba por mi cuerpo se agolpaba de súbito en mis mejillas. Aquello no podía ser cierto, era una memez de proporciones colosales. Después de haber permanecido sereno, impertérrito como una estatua, en aquel instante era un animal salvaje que no daba crédito a la situación.

—¡Eso es mentira! Usted mató a esa pobre niña y se está inventando toda esta mierda porque Amanda ya no se encuentra entre nosotros para desmentirle. Sentía lástima por usted hace sólo unos segundos, pero ahora me parece un ser miserable.

Liz me apartó, me llevó hasta la entrada. Lo hizo con la fuerza de un levantador de pesas bien entrenado. Yo me dejé arrastrar.

—Ethan, te ruego que te calmes y que me dejes terminar lo que he empezado. Espera aquí.

Asentí. Cuando ella regresó a la cocina yo me aproximé tan sólo con la idea de poder escuchar el resto de la conversación.

—Señor Malick, es muy complicado que nos traguemos esa versión de los hechos. Sharon desapareció a las nueve de la noche del sábado, ¿comprende? ¿A qué hora se supone que mantuvo esa charla con la señora Nichols?

—No lo sé. No estaba pendiente del reloj. Quizá fuera la una de la madrugada del domingo. No mucho más tarde. Es todo lo que puedo decirle.