Capítulo XXI
Después de seguir hablando un rato con Taylor, intentando aclarar todo lo que me había contado, y que venía a desbaratar una vez más mi frágil castillo de naipes, telefoneé a Worth para ver si tenía la amabilidad de recogerme en la avenida principal de Meriden, algo a lo que se prestó de inmediato. De forma ridícula no deseaba que aparcase justo delante de la casa de Vera, ni que me viese saliendo de la misma. Una memez más que incorporar a mi extenso currículum.
—Tendré que volver. Y necesitaré que todo lo que me has contado quede por escrito y firmado.
—Ya no hay más remedio —replicó Vera, abatida—. Sólo me encantaría que me avisases antes y que vinieses otra vez solo. Me sentiré mucho más cómoda.
Taylor se me aproximó y yo me quedé petrificado, sin capacidad de reacción. Antes de que me hubiera dado cuenta me había dado un suave beso en los labios. Cuando pude moverme lo primero que hice fue pasarme la mano por la boca varias veces, como si pudiera borrar lo que acababa de suceder con aquel gesto tan estúpido como infantil.
—Tengo novia…
Vera se quedó mirándome, contrariada.
—¿La forense esa que trabaja contigo en Washington?
—Liz, se llama Liz.
—Por eso no respondías a mis mensajes…
—Entre otras razones. Ni yo te convengo a ti, ni tú me convienes a mí —manifesté, intentando ser educado—. Lo que sucedió hace un año fue un error. Los dos somos conscientes de ello.
—No me vengas con chorradas. Ya soy mayorcita para saber lo que me conviene o no. Eres tú el que está aterrado cada vez que me tienes cerca. Te gusto, mi agente favorito, te gusto tanto como tú a mí. Pero me tienes miedo. En realidad tienes miedo de lo que sientes.
Vera me miraba enfurecida con sus ojos violetas, con su media melena negra, con su alma extraña e incomprensible… y yo no tenía más remedio que admitir que me fascinaba. Pero al mismo tiempo veía en ella un abismo profundo y amenazador.
—Me tengo que marchar. El detective al que he telefoneado ya me estará esperando.
—¡Ethan! —gritó Vera, antes de que me escabullese como un rufián de su vivienda. Escucharla pronunciar mi nombre me llegó al fondo de las entrañas.
—¿Qué quieres? —pregunté, indeciso y ansiando escapar.
—Encuentra al asesino de mi amiga. Quizá sea ya lo único que puedas hacer por mí.
Abandoné la casa de Taylor sin decir nada más. Alcancé en unos segundos la avenida principal de Meriden y creí respirar aire puro después de haber pasado mucho tiempo en una atmósfera asfixiante. Todavía sentía en los labios el beso que me había dado y la culpa y el deseo me torturaban a partes iguales. No podía regresar a esa vivienda sin la compañía de otra persona, aunque fuera Liz. Vera era un peligro y yo no estaba preparado para evitarlo, para escapar de su influjo y sucumbir como un memo sin cabeza.
Por fin vi a Worth. Me sorprendió que no hubiera venido a buscarme en uno de los SUV de la oficina del sheriff.
—¿Cómo es que se ha traído su coche particular? —pregunté nada más meterme en el vehículo.
—Estaba en casa trabajando cuando me ha llamado. Evitaba perder tiempo y además así todo es más discreto, ¿no le parece?
Asentí, sin ganas de profundizar en el tema. Tenía la impresión de que todo el condado de Jefferson ya estaba al tanto de que Taylor me había besado, con lo que suponía. Me estaba comportando como el culpable de un crimen horrible.
—Regresamos a Oskaloosa… —murmuré.
—Ethan, está sudando como un pollo. ¿Va todo bien?
—No lo sé. Tenemos que preparar el interrogatorio a Duane Malick —respondí, en un tono seco que Worth no se merecía.
—Mejor no insisto.
La radio del coche estaba encendida y sonaba 1973 de James Blunt. No podía dar crédito.
—Esto tiene que ser una broma…
—¿Qué le pasa ahora?
—La radio. Es imposible. Vengo del ’74 y del ’75 para meterme de lleno en el ’73 —murmuré, riendo como un chalado que no sabe ni lo que se dice.
—¿Ha bebido o fumado algo en casa de Vera Taylor?
—No, déjelo. No me haga caso. Son estupideces mías. En un rato se me pasará. Marchémonos, por favor.
El detective arrancó, sin disimular su estupefacción, y en pocos minutos nos hallábamos en la casa de Patrick con un montón de papeles desparramados sobre la mesa del salón. Para no liarnos siempre marcábamos con un punto de rotulador azul la esquina superior izquierda de los folios que habíamos revisado, y tratábamos de mantenerlos en orden en las cajas de las que habían sido extraídos.
—¿Podemos comentar ya la entrevista que ha tenido hace un rato? —preguntó Worth, imagino que una vez se cercioró de que mi comportamiento volvía a ser el de siempre, no el de un pirado que sólo suelta cosas sin sentido por la boca.
—Desde luego. Jim, disculpe lo de hace un rato.
—Ya me hago cargo. Bueno, está olvidado.
—Vera me ha comentado que Sharon posiblemente la odiaba porque se había encarado con ella y le había dicho, más o menos, que era una fresca.
—Vaya. Para eso están las amigas, ¿no?
—Sí, pero ojalá hubiera cantado hace años. Según ella le comentó esto a Stevens y a Amanda.
—¿A Clark? No consta, que yo sepa, en ninguna parte.
—Lo hizo de modo confidencial, para no dañar la reputación de su amiga.
—Me parece perfecto, pero el sheriff debería haberlo dejado por escrito. Taylor era sospechosa, aunque nadie la creyese capaz de aquello.
—Tendré que comentarlo con él…
—Tendrá que hacerlo con mucho tacto, o se armará la gorda. No hace falta que se lo explique.
—Lo sé. Pero usted piensa que él pudo estar implicado en el asunto. ¿Qué es lo que le hace sustentar esa hipótesis?
El detective estiró el cuello, como si necesitara desentumecer los músculos antes de seguir hablando.
—Dos aspectos. Por un lado su insistencia el año pasado en vincular los tres asesinatos: el de Donna, el de Clara y el de Sharon. Es decir, más que vincularlos, el dar por sentado desde el principio que habían sido cometidos por una misma persona.
—Ya. A mí también me mosqueó bastante en su día ese empecinamiento. Era muy rotundo.
—Y por otro, el hecho de que no sólo no esté colaborando ahora, es que ha puesto todas las trabas al alcance de su mano. Si estamos aquí ahora mismo sentados usted y yo ha sido porque no le ha quedado más remedio. Por él este caso estaría mejor pudriéndose en algún almacén.
—Esta segunda cuestión es la que más me preocupa. Aunque sé que mi presencia por aquí no es bienvenida, no debería ser él precisamente el más molesto con dicha circunstancia. Sabe que sólo me mueve el deseo de resolver un asesinato que lleva mucho tiempo esperando que se haga justicia. Resulta insólito.
—A menos que… —dejó caer Worth, sin concluir la frase.
—Exacto. Pero tampoco me convence. Es una idiotez, porque esta actitud pone todos los focos sobre él. ¿No cree que si tuviera alguna relación con la muerte de Sharon hubiera sido más sutil?
—Cuando uno siente miedo, cuando uno cree que el cerco se estrecha y que las posibilidades de salir bien parado de una situación son mínimas, el cerebro deja de funcionar y ya sólo trabaja el instinto. Para bien y para mal.
Las reflexiones del detective me gustaban. Eran de un sentido común aplastante. No resulta inusual que alguien, intentando desviar la atención sobre sí mismo, actúe de tal forma que consiga justo el efecto contrario. Muchos asesinos se presentan como testigos voluntarios, asisten a los entierros de sus víctimas, lloran desconsolada y exageradamente la pérdida de la persona a la que ellos mismos han quitado la vida o intentan involucrase de un modo excesivo en las tareas de investigación que lleva a cabo la policía. Al final esas tretas llaman la atención de los detectives y de los agentes, y terminan estudiando a fondo al sujeto en cuestión. Los ejemplos de este tipo que abordamos en Quántico se cuentan por decenas.
—No sé. Ya dudé de Stevens el año pasado. Quizá todo sea debido a que descubrimos su desliz con Donna…
—También es posible. Pero me resulta extraño que ni siquiera me pregunte por las mañanas si hay algún avance. Me mira, como recordándome que el tiempo pasa y que en breve comenzará a mover los hilos para que demos carpetazo al asunto.
Worth no era el único que sentía la angustia del segundero avanzando de forma despiadada, yo también tenía a Peter contando los días desde su despacho de Quántico y si no dábamos pronto con el culpable me telefonearía para comunicarme que mi aventura por Kansas había llegado a su fin.
—Esto es más complicado de lo que imaginaba.
—Tenemos que ir a Topeka. Todavía no conoce a mi colega. Él nos echará una mano y además seguro que es capaz de trazar una estrategia a la que usted pueda sacarle partido.
El detective tenía razón. Jugábamos una partida con un comodín sobre la mesa y yo, como un necio, no estaba haciendo uso de él.
—Mañana lo tengo imposible. Debo recoger a mi compañera Liz en Kansas City y después deseo hacerle una visita sorpresa a Elijah Allen, aunque seguramente llevará tiempo preparando este encuentro tras la metedura de pata de Tom.
—Pues lo cierro para pasado…
—Genial. Quizá tendría que haber empezado por ahí. Le pido disculpas. Y también tendré que pedírselas a su colega. He sido muy desconsiderado.
—Déjese de monsergas, Ethan. Siempre anda dándole vueltas a chorradas sin importancia. Use el cerebro para lo importante. Es usted muy inteligente, pero distraído.
—¿Qué quiere decir? —inquirí, pues el punto de vista del Worth siempre me resultaba interesante.
—A casi todos los tipos dotados intelectualmente con los que me he topado les sucede lo mismo. Están tan obsesionados mirando la cumbre de la montaña que no se dan cuenta de que están metiendo la pierna en una profunda grieta cubierta por un poco de nieve… Adiós cima, adiós para siempre al escalador.
Me quedé contemplado al detective, admirado. Aquella forma tan directa de expresarse, aquella sabiduría forjada con la experiencia y desde la humildad, me encandilaban.
—Por suerte lo tengo a usted.
—O a Tom, o a Liz… Tenga siempre cerca a alguien que vaya mirando el suelo por el que pisa —manifestó Worth, sonriendo.
Tenía razón. Recordé el miedo que había pasado en mi último caso en Nebraska, y el buen criterio de Tom de dar la alerta antes de lo acordado. Quizá en otras circunstancias le hubiera debido a él seguir con vida.
—Seguiré su consejo —manifesté, guiñando un ojo.
De súbito el timbre de la puerta nos sobresaltó, como si un trueno hubiera restallado en mitad del salón.
—Debe de ser Gloria.
—¿Gloria? ¿Quién narices es Gloria?
—La mejor amiga de Emily Lee. Hablé con ella y pensé que sería buena idea que la escuchase usted mismo.
El detective abrió la puerta y saludó a una anciana de aspecto agradable y vestimenta un poco estrafalaria. Llevaba puesto un enorme sombrero y se cubría el torso con un pañuelo multicolor. Los dedos, huesudos y arrugados, los llevaba llenos de anillos. Desde luego tenía toda la pinta de ser la compañera de fatigas de una espiritista.
—Gloria, este es el agente del FBI Ethan Bush, el hombre del que le hablé —dijo Worth, presentándonos.
Invitamos a aquella mujer peculiar a una taza de té y perdimos más de una hora en escuchar sus andanzas aquí y allá con su buena amiga Emily. Pensé que yo sobraba allí, y que Tom hubiera hecho muy buenas migas con la anciana. Pero si Jim había considerado que tenía que escucharla algún motivo sólido tendría. Cada cinco minutos me hacía un gesto con las manos, para que tuviese un poco de paciencia.
—Ya ven. Para mí su pérdida fue algo terrible. Todavía la echo mucho de menos —musitó Gloria, apesadumbrada.
—Cuéntele al agente Bush lo que me dijo. Lo que le confió su amiga —intervino Worth, aprovechando que la anciana había realizado una pausa para coger aliento y beber un sorbo de té.
—Emily no era una médium cualquiera. Ella era de las de verdad, quiero que le quede claro —me advirtió, apuntándome con uno de sus dedos.
—Seguro —dije, asintiendo e intentando que mi voz no sonase demasiado escéptica.
—Ustedes los de la costa este son todos unos descreídos. No comprenden nada.
Evité entrar en polémicas con la mujer y apercibirla de que yo, aunque residía en Washington, en realidad era oriundo de San Francisco, al otro extremo del país. Volví a asentir, sin más.
—Emily me dijo poco antes de fallecer que una bruma densa le impedía ver la verdad de este caso. Lo pasaba muy mal, porque sentía un aprecio sincero por la chiquilla.
Miré a Jim, desesperado, y estuve en un tris de levantarme, aduciendo un pretexto cualquiera y salir del salón en dirección a mi habitación, para seguir trabajando.
—Continúe, por favor, Gloria.
—Me comentó que se tardarían años en descubrir al asesino. Me aseguró que lo teníamos delante, pero que frente a la sinrazón poco puede el sentido común. Pero el pasado persigue a los malhechores, y el paso del tiempo termina por hacer justicia a los que ya no se encuentran entre nosotros.
Llegado ese punto ya no pude resistir más la situación y solté un resoplido. Worth era un tipo estupendo y aquella anciana una persona adorable, pero yo debía investigar un homicidio y no me sobraba precisamente el tiempo del que ella hablaba.
—Maravilloso. Casi diría que es hermoso lo que me acaba de decir. Me ha emocionado. Le agradezco mucho sus palabras —musité, impertérrito.
El detective volvió a afearme el gesto. Entretanto, Gloria sacó de su bolso un papel arrugado y me lo tendió.
—No tengo la menor idea de lo que pasaba por la cabeza de Emily esos últimos días de vida, pero sí que estoy segura de que es usted un joven insolente. Espero que madure pronto.
—Señora…
—¡Cállese! —exclamó, tajante, señalando el papel que me había entregado—. Emily me dijo que llegaría una persona a Jefferson, y que donde ella sólo había tropezado con niebla él encontraría la luz. Apuntó su nombre en esa hoja. Ahora léala…
Desdoblé con sumo cuidado el papel, amarillento y ya frágil. Nada más terminar de hacerlo pude ver lo que la médium había escrito en su día: ETHAN BUSH.