Capítulo XV
Fue Tom el que vino a despertarme. Habíamos estado trabajando hasta muy tarde, repasando apuntes e informes como posesos, y todavía me encontraba abotargado mientras él me agitaba y me hablaba. Sólo veía sus labios moverse con rapidez, pero no era capaz de oír nada. Algo sucedía, y no tenía pinta de ser bueno.
—Tranquilízate. Estoy amodorrado. ¿Qué diablos te pasa? —pregunté, casi en un susurro, mientras me masajeaba las sienes y me incorporaba lentamente de la cama.
—Jefe, son los de la CBS. Tienen el camión justo enfrente. Creo que han alquilado la casa del otro lado de la calle.
—¡No, no y no! —exclamé, encolerizado.
—Pues me temo que sí.
—Antes de hacer nada necesito que te asegures que no ha sucedido nada de relevancia en todo el maldito condado de Jefferson, no quiero meter la pata.
—Llevo un rato despierto. Ya he consultado las páginas de noticias, y a menos que un gatito no quiera bajarse de lo alto de un árbol y una adorable ancianita haya telefoneado a la cadena para que cubran el rescate de su mascota…
Ese humor negro tan característico de Tom. Había ocasiones en que daban ganas de cogerlo del cuello y apretar un rato, sólo lo suficiente para darle un buen susto.
—No estoy para bromas.
—Yo tampoco. Me lo tomo con filosofía —replicó mi colega, golpeándome con suavidad el hombro.
—Clarice Brown —musité.
—Vaya, qué idiota soy. Había olvidado por completo a tu admiradora más fiel.
—No sueltes más memeces —dije, acercándome a la ventana y apartando los visillos para poder observar el dichoso camión de la CBS que me perseguía allá donde quiera que fuese.
—Oye, jefe, ahora no la tomes conmigo. Yo no tengo la culpa de que esa reportera esté obsesionada contigo.
—Parece que no tiene otra cosa mejor que hacer. Mira que hay homicidios en todos los Estados Unidos y precisamente viene a fijarse en los que yo estoy metido de por medio.
—Eso te pasa por salir de Quántico. Si fueras un maldito burócrata, como la mayoría de agentes de la UAC, podrías pasarte los días encerrado en un despacho, repasando informes, mirando fotografías de escenas del crimen y luego mandando un perfil por mail sin necesidad de despeinarte. Pero a ti en el fondo te encanta estar por ahí, tienes alma de detective detrás de esa careta de psicólogo empollón.
A Tom no le faltaba razón. Analizar casos desde Washington, sentando en un confortable sillón, era lo que se suponía que tenía que hacer, y de hecho era lo que solía hacer la mayor parte del tiempo. Los agentes de la UAC no van por ahí realizando pesquisas e interrogatorios. Era más habitual recibir las consultas y las visitas en casa. Pero esta ya era la cuarta vez que me escapaba de Quántico en apenas dos años; de modo que sí, que una parte de mi carácter adoraba estar metido en mitad del jaleo.
—Puede ser. Y seguramente también me tengo merecido que esa periodista me persiga. Creo que le he dado demasiada cancha en el pasado.
—Mal remedio tiene ahora el asunto.
—No, voy a hablar con ella ahora mismo.
—Te recomiendo que primero te vistas, que después desayunes con tranquilidad y que una vez te lo hayas pensado tres veces cruces la acera.
—No te entiendo, Tom.
—Ya sabes que no hay peor remedio para el aceite ardiendo que echarle agua encima.
—¿Te vas a poner en plan filosófico?
—No es mi estilo. Pero esa reportera no tiene un pelo de tonta. Mejor será que llegues a un acuerdo con ella, o responderá como un perro rabioso y se aferrará con más fuerza.
Agaché la cabeza. Mi colega tenía razón. Detestaba verme obligado a lidiar con aquella situación una vez más, pero había llegado hasta allí en buena parte por mi culpa, por mi torpeza y por mi ambición desmedida. Clarice me usaba para sus fines y yo me aprovechaba para los míos propios. En ocasiones pensaba que Wharton no me había expulsado del FBI por la fama que los reportajes de la CBS me habían otorgado dentro de la agencia.
—Ya he tenido que llegar a acuerdos con ella en el pasado. Me cuesta aceptar esta dinámica.
—Jefe, no puedo pensar por ti. Lo más probable es que yo jamás me hubiera mezclado con esa mujer, pero ahora que ya se ha colado en tu vida no creas que la puedes despachar sin consecuencias.
No quise responder a Tom, pero le hice caso y tras una buena ducha fría desayuné con parsimonia. Detestaba a los periodistas, pero Brown, más o menos, se había portado bien conmigo. También cabía la remota posibilidad de que no fuera ella, de que aquella maldita furgoneta de la CBS estuviera en Oskaloosa por otro motivo, o de paso. Devoraba unos huevos revueltos acompañados con beicon bien churruscado mientras iba forjando en mi cabeza absurdas ideas que me distraían de lo que en el fondo sabía era la verdad.
Salí a la calle y crucé la acera con calma. Antes me cercioré de que ningún vecino pudiera verme, pues ya bastante tenía encima. Cuando llamé a la puerta de la casa en cuyo jardín estaba estacionada la furgoneta temblaba de pies a cabeza. Me abrió un tipo alto y con la cabeza rapada al cero que tenía aspecto de ser el cámara de aquella unidad móvil; llevaba puesto uno de esos chalecos plagados de bolsillos por todas partes en los que poder meter baterías y tarjetas de memoria.
—Mi nombre es Ethan Bush, me gustaría saber si se encuentra con ustedes Clarice Brown.
El hombre me miró sorprendido, pero de inmediato me devolvió una enigmática sonrisa. Comprendí que había recordado mi nombre y que, efectivamente, la periodista se hallaba allí.
—Sí, claro. Por favor, pase. Estamos terminando de instalarnos, pero usted tiene vía libre.
—Prefiero esperar aquí —dije, cortante.
—Lo que quiera. Ahora le comento a Clarice que está usted aguardando en la entrada…
Escuché ruidos y cuchicheos procedentes del interior de la vivienda. Para calmarme apreté los dedos de los pies contra el suelo, algo que suele ser bastante efectivo pero que no surtió demasiado efecto en aquella ocasión. Transcurridos un par de minutos la reportera apareció, radiante, como siempre.
—Hola, Ethan. Es un placer recibir tu visita —manifestó, en lo que yo consideré el colmo de la desfachatez.
—¿Qué haces aquí?
—Menudo tono para dar la bienvenida a una amiga.
—Clarice, tú no eres mi amiga.
—Siempre estamos en las mismas, Ethan. Yo me empecino en que nos llevemos bien y tú luchas por hacer justo lo contrario.
—Yo soy agente del FBI y me gano la vida intentando descubrir la identidad de peligrosos asesinos mientras que tú eres periodista y te la ganas hurgando en las heridas, por no resultar grosero. No podemos ser amigos.
—Pensaba que la última vez, en Nebraska, ya habían quedado estas diferencias zanjadas.
—Ya ves que no es así.
—Deberías conocerme mejor. Ya hemos compartido mucho juntos y creo que no puedes echarme nada en cara. Y además, te he hecho famoso.
Clarice no me había hecho famoso, pero sí que había logrado que fuese bastante popular en Quántico y en muchas de las delegaciones del FBI en varios estados. Era un ejemplo para los jóvenes que se incorporaban a la Unidad de Análisis de Conducta, y mis éxitos eran usados por Wharton y otros gerifaltes a conveniencia. La relación del FBI con la prensa siempre ha sido muy particular. Bueno, no sólo con la prensa, incluso con el mundo del cine y de la ficción televisiva. Si algo puede fomentar la imagen de una agencia eficaz, diligente y al servicio del contribuyente… los medios y los caminos que se utilicen poco importan. Siempre y cuando no se comentan errores. Y yo tenía muy presente que esos errores se pagaban caros. Mucho más que mis acciones arriesgadas o mi habitual indisciplina.
—Eso no puedo negarlo. Lo que no tengo tan claro es si es bueno o si es malo.
—Es bueno, tenlo por seguro. Ethan, hay muchos aspectos en los que te comportas como un pipiolo, ya te lo he advertido antes. No te creas el centro del mundo, ni vayas por ahí como si fueras Eliot Ness. La mitad de los polis hablan con la prensa, la mayoría de los agentes hablan con la prensa, y el 90% de los mandamases del FBI, la CIA, la DEA y demás… ¡hablan constantemente con la prensa!
—Y yo no he negado ese respecto. Tenemos que comunicarnos con la opinión pública, y vosotros sois la herramienta.
Clarice Brown meneó la cabeza y se apoyó contra el marco de la puerta. Luego lanzó un largo resoplido, como si le aburriese tener que explicarme una y mil veces las cosas.
—No te enteras. No me estoy refiriendo a dar ruedas de prensa y explicar cómo salió tal operación o qué resultado dio tal investigación. Me refiero a que compartimos información, lo mismo que tú hiciste conmigo primero aquí y después en Nebraska. Crees que eres el único y eso te hace sentir culpable, y no eres ni tan distinto a los demás ni tan mal tipo.
Una parte del discurso de la periodista me agradaba, porque calmaba mi conciencia. Lo que ella no sabía es que mis desmanes no se limitaban a intercambiar una porción de información con ella, y que sobre mi espalda soportaba una losa mucho más pesada en la que mentiras, manipulaciones, allanamientos y otras lindezas por el estilo se confundían con frecuencia.
—Clarice, me paso días enteros estudiando casos. No te niego que en ocasiones la prensa no haya sido clave en la resolución de alguno, pero en otras ha empeorado la situación, y mucho.
—Yo, hasta la fecha, sólo he servido para lo primero. Eso no me lo puedes negar.
Agaché la cabeza. Era agotador discutir con aquella mujer fuerte, testaruda y sagaz. Debía rendirme.
—Todavía no has respondido a mi pregunta: ¿Qué haces aquí?
—Yo también dejé muchos amigos por Kansas, Ethan. No eres el único. Tú tienes a Worth, a Patrick y a esa mujer tan fascinante… Vera Taylor, ¿no?
La periodista me miraba con el rostro ladeado. Sonreía, y la luz de sol matutino se reflejaba en su piel cuidada, en sus ojos bonitos y en su cuidada dentadura. Tenía que odiarla, pero en el fondo sentía por ella una profunda admiración que no quería admitir ni asumir.
—Nunca pierdes el tiempo.
—Hago mi trabajo, igual que tú. Intento hacerlo lo mejor que puedo. ¿Sabes que me han ascendido?
—Jamás he albergado la menor duda de que llegarás muy lejos. Tienes todas las virtudes para conseguirlo —manifesté, irónico.
—Tomaré tus palabras como un cumplido.
—Con lo bien que estás en Nueva York, ¿qué se te ha perdido en Jefferson?
—Nueva York es genial, pero resulta aburrido si pasas demasiados meses deambulando por sus calles. Necesito respirar aire puro de vez en cuando, y este sitio es casi como el paraíso. Además, aquí estás tú.
—Luego sólo has venido hasta aquí porque estoy yo.
—Deberías sentirte halagado.
—Pues lamento decepcionarte. Me has dado el disgusto del día, y quién sabe si de todo lo que resta de año.
—¿Quieres encontrar a la persona que mató a esa joven, a la hija de Patrick?
Me molestaba que hablase de Nichols como si fuera su amigo. Aunque seguramente la relación entre ambos era más estrecha de lo que yo imaginaba. No en vano él la había utilizado para sus intereses.
—De verdad hace falta que te responda…
Clarice volvió a regalarme su calculada y hermosa sonrisa. Pestañeó de forma sutil, elegante y seductora.
—Hacemos un gran equipo. He pensado en cubrir la noticia. A nadie le va a interesar este asunto. En Nebraska tuve que pelear con todas las cadenas, radios, y periódicos nacionales. Ahora voy a estar muy sola. Eso es una ventaja.
—En Nebraska había carnaza para los de vuestra especie. Varias víctimas, restos de huesos, extrañas inscripciones… Pero tienes razón, ¿a quién le importa el asesinato de una joven cometido hace casi veinte años?
—A ti y a mí.
—Clarice, a ti la verdad te importa un comino. Tú lo que quieres es tener una nueva exclusiva.
—En realidad me lo he tomado como un reportaje documental. Voy a entrevistar a muchos de los conocidos de Sharon y a seguirte los pasos, a la debida distancia.
—Puedes echarlo todo a perder.
—No lo creo, Ethan. La gente comete errores al recordar el pasado. La verdad es tozuda, inmutable, y está unida por lazos invisibles con otras verdades igual de tozudas e inmutables. La mentira es frágil, y sostenerla requiere de un esfuerzo titánico.
—Hablas como la comercial de una compañía que fabricara polígrafos. No creo mucho en esos cacharros.
—Hablo como una periodista que sabe bien lo que se dice. No me subestimes.
—Jamás lo he hecho. Ya te he comentado que creo que vas a llegar a lo más alto de tu profesión, a la cumbre. Sólo espero que no sea a costa de fastidiar esta investigación.
—¿Sucedió así la primera vez aquí? ¿Sucedió así hace poco en Nebraska?
Tenía que admitir que sin ella quizá habría acabado resolviendo aquellos casos, pero hubiera tardado bastante más tiempo.
—No. Me echaste una mano —reconocí.
—Pues aquí me tienes. Los dos nos jugamos mucho en esta historia. Si volvemos a la costa este sin nada habremos fracasado. Pero si encontramos al que mató a Sharon Nichols nuestras carreras serán imparables. Nos necesitamos, Ethan. ¿Estamos juntos en esto? —preguntó la periodista, al tiempo que me ofrecía su mano para estrecharla y sellar nuestro pacto secreto.