Capítulo XXXII
Obtuve un permiso para visitar a Nichols en la penitenciaría de Leavenworth. Solicité que me acompañasen durante el encuentro dos vigilantes y que el preso estuviera esposado de pies y manos. Cuando lo tuve delante otra vez regresaron todos los fantasmas que me vinculaban estrechamente a ese hombre. Pero supe mantener el tipo.
—¿Qué hace aquí de nuevo? —preguntó Patrick, sin mirarme a los ojos.
—Tenía que verle, aunque sólo sea una última vez.
—Pues ya ha cumplido su deseo. Ahora ya puede largarse.
—¿Por qué no me dijo que la noche de la desaparición de su hija usted se la pasó durmiendo?
—Eso ahora da lo mismo. Siempre me iba a la cama temprano. Menuda estupidez…
—¿Nunca sospechó de su esposa?
Nichols se revolvió en su asiento, pero apenas podía moverse. Sus ojos estaban cargados de ira cuando al fin los clavó en los míos. No quedaba nada del hombre al que había llegado a considerar casi como un padre.
—Es usted un miserable, Ethan. Desde luego que no he sospechado nunca de mi mujer.
—No hable en presente...
—Hablo como me da la gana. Amanda no mató a Sharon, ¿lo entiende? Usted cree que todo ha terminado, que ha resuelto el caso. Pero lo cierto es que no es así. Están todos chiflados.
Aguardé unos segundos. Comprendí que ese era el Patrick que yo jamás había conocido, el sujeto capaz de asesinar y de apartarse de la realidad de un modo tan terrible como absurdo.
—¿Por qué no leyó la carta que le dejó su esposa?
—Porque sabía lo que me iba a decir. Sabía que me diría que se suicidaba porque yo no había estado a la altura de las circunstancias. Ella tuvo que reconocer el cadáver de nuestra hija, ella tuvo que ocuparse de todo mientras yo me dedicaba a llorar y a esconderme en una concha.
—Eso no es cierto. Usted trató de averiguar qué sucedió mientras ella hacía justo lo contrario. ¿Quién contrató a la médium Emily Lee? ¿Quién pagó los servicios del detective privado Ben King? ¿Quién se pasó años tomando notas intentando descubrir al asesino de su hija? Entretanto su esposa lo único que hacía ere pedirle que pasasen página. Que olvidasen todo.
Nichols rompió a llorar. Mis preguntas habían alcanzado una parte de su cerebro en la que el autoengaño no funciona, en la que sólo resplandece la verdad.
—Es que no es posible, Ethan. Usted no entiende nada. No es posible. Mi esposa, mi hija… Y yo hice todo aquello tan espantoso…
—Ben King le manifestó sus sospechas, ¿no es cierto? —pregunté, impertérrito.
Patrick asintió, casi sin ganas, casi sin fuerzas. Seguía sollozando.
—Y ustedes tenían una esponja natural en el baño, que jamás volvió a aparecer, ¿verdad? —insistí.
—¡Márchese, maldita sea! Ha pagado ya su deuda, ¡déjeme en paz! ¡Márchese y no vuelva por aquí jamás! —gritó Nichols, enloquecido.
—He dejado las libélulas azules en la casa de Oskaloosa. Le pertenecen…
En el avión que me llevaba de regreso a Washington pensé que maldita la hora en la que había decidido reabrir el caso. Pensé también que había llegado el momento de dar un paso definitivo en mi vida.