Capítulo XXVIII

 

 

 

 

El profesor Smith se vio obligado a suspender su siguiente clase y a quedarse en su despacho relatando lo que era su versión de los hechos. Para nuestra sorpresa todo se ajustaba a la supuesta realidad con un grado de precisión tal que era imposible que estuviera inventando una patraña para salir airoso de la encerrona. Pero, sin embargo, no le exculpaba.

—¿Por qué tenía la carta que le mandó a Sharon en su poder? —pregunté, recordando que Tom la había encontrado en la caja que el profesor había ocultado en el sótano de su madre.

—Fue una especie de promesa.

—Para mí significa que ella le estaba rechazando.

Smith se pasó la mano por el escaso cabello. No se parecía en absoluto al hombre que estaba junto a Sharon, sonriente, en las fotografías que teníamos en nuestro poder. Era casi una grotesca caricatura del joven que había sido.

—No, no, se confunde de nuevo. Me la entregó y me dijo: «el sábado, cuando estemos escapando de este dichoso lugar, me la devuelves». Después besó el sobre y me lo dio. Era un juego, una manera muy propia de ella de sellar nuestro pacto.

—Necesitamos que esté localizable en todo momento. Vamos a necesitar tiempo para corroborar su historia —dijo Worth, que no se fiaba un pelo del profesor.

—Les ruego que sean prudentes. Ha pasado una eternidad desde aquello y si ahora todo saliese a la luz sería el fin de mi carrera, a nadie le importaría que durante 18 años mi comportamiento haya sido irreprochable. Ella siempre fue muy discreta.

—¿Qué quiere decir?

—Me solía llamar «X». Siempre estaba bromeando, y esa era la mofa que más le divertía. A mí no me hacía mucha gracia, pero sonreía al verla a ella partirse de la risa. Estaba preciosa. Todavía no la he olvidado. Todavía no he sido capaz de superar todo lo ocurrido a lo largo de aquellos pocos meses de 1998.

Liz y el detective formularon algunas preguntas más al profesor, pero yo ya no me encontraba en aquel despacho. Yo me había desplazado hasta el pasado e intentaba ponerme en la piel de Sharon. Era algo casi utópico, pero me esforzaba. ¿Qué había sucedido para que la chiquilla que Patrick me había descrito tantas veces perdiera de esa manera la cordura? ¿Acaso buscaba en Duane o en Smith la figura protectora de un adulto, pues admiraba tanto a su progenitor que era el modelo ideal para ella? ¿Cómo había sido capaz de ocultar toda esta información a sus propios padres? Preguntas y más preguntas que no encontraban respuestas.

Nos despedimos de Smith advirtiéndole una vez más de que no podía moverse de la ciudad sin avisarnos, y que tenía que mantenerse siempre dentro de las lindes del estado de Kansas. No había motivos suficientes para formular una orden de arresto, pero sí para sostener las sospechas.

Durante el trayecto de regreso a Oskaloosa los tres nos mostramos meditabundos y afectados por todo lo acaecido. Especialmente yo. Al llegar a la casa nos encontramos con Tom trazando líneas en la pizarra.

—¿Qué haces? —preguntó el detective.

—Trabajando con la línea temporal. No sólo del último día en la vida de Sharon, sino en toda la jodida semana que precedió a su desaparición.

—¿Has podido dar con algún dato interesante?

—Amanda sabía más de lo que contó a nadie. Es una pena que se volara los sesos, porque hoy me encantaría tenerla delante para interrogarla.

—Un poco de respeto, Tom —dije, molesto con el tono y las palabras que mi colega usaba con tanta torpeza.

—Lo siento, jefe. Ya entiendes lo que quiero decir.

—¿Por qué piensas que la madre sabía más? —inquirió Liz, a la que le importaba más el fondo del asunto que la forma.

—He estado con dos amigas. Nunca fue muy clara al respecto, pero en los diez años que siguieron al asesinato de Sharon más de una vez se echó a llorar de golpe, en mitad de una animada conversación.

—Bueno, eso es de lo más normal.

—Ya, ya… Pero hacía comentarios del tipo «tuve que haber estado más atenta» o «algo hice mal para que se descarriase de tal forma».

—El sentimiento de culpa suele afectar más a los inocentes que a los responsables de un homicidio. Especialmente cuando nos referimos a los padres —argumenté, defendiendo a Amanda, que no estaba ya entre nosotros para poder explicar sus palabras.

—Jefe, tienes que dejarme todos los papeles que tienes en tu poder —me espetó Tom.

—¿De qué papeles me estás hablando?

—Lo sabes. Todo. Los tres folios arrancados, el diario completo de Sharon y la carpeta que te entregó el abogado de Nichols. No estás haciendo nada con toda esa información. La mantienes escondida, como si fuesen unas reliquias que nadie puede tocar. Es una negligencia imperdonable, aunque te comprendo. Déjanos a los demás trabajar como es debido.

Asentí, derrotado, y fui en busca de lo que mi colega me pedía. Tenía razón: yo no estaba cumpliendo con mis obligaciones, actuaba como un miembro más de la familia, o como un amigo íntimo, al que le da apuro inmiscuirse en los secretos de sus allegados. Bajé las escaleras con toda la documentación entre las manos, y a punto estuve de resbalar y precipitarme hasta el suelo. Cuando se la entregué a Tom temblaba como una hoja mecida por el viento.

—Lleva mucho cuidado con todo esto.

—Confía en nosotros. Nos repartiremos la faena y actuaremos como arqueólogos que manejan los tesoros del interior de una pirámide —dijo mi colega, guiñando un ojo, pese a que yo no estaba para muchas bufonadas.

—Creo que lo mejor que puedo hacer es dejaros en paz un rato y salir a correr.

Liz se me acercó y me dio un beso en la mejilla. Me trataba como a un chiquillo, no como al agente especial del FBI que se suponía lideraba aquella investigación.

—Tienes razón. Sal a hacer ejercicio. Cuando regreses estarás como nuevo.

Escapé de la casa de Patrick. Mientras me alejaba de ella, en dirección al lago, rodando por el arcén de la 92, me iba transformando en un niño asustado que huye de un monstruo que no existe. Pero yo era un adulto a punto de cumplir 32 años, agente especial del FBI y el engendro del que intentaba zafarme era muy real.

Llegué hasta el puente que cruzaba Perry Lake. Un poco más adelante, a mi derecha, estaba Ozawkie, y a la izquierda Albion. Contemplé el hermoso lago y estuve valorando la posibilidad de ir hasta el hogar de los Nichols para escarbar en aquella casa que se había convertido en una especie de museo. No quise ni imaginarme entrando, una vez más, en la habitación de Sharon. Decidí que lo mejor que podía hacer era regresar a Oskaloosa. Worth, Liz y Tom ya habrían tenido tiempo, durante mi ausencia, de repasar todos aquellos papeles a los que yo no había prestado atención. Mi colega tenía toda la razón: actuaba de forma negligente con demasiada frecuencia. ¿Podía alguien como yo seguir formando parte del FBI? Quizá había llegado el momento de replantearme el futuro, de buscar otra manera de ganarme la vida y de aplacar el dolor que la muerte de mi padre me seguía causando.

Casi dos horas después, empapado en sudor y agotado como pocas veces —no había llevado conmigo ninguna bebida, ningún gel, y mi cuerpo me lo estaba haciendo saber—, entré en el salón como si apenas me hubiese ausentado diez minutos.

—Ya estoy aquí.

Liz se aproximó y volvió a besarme la mejilla, con la misma dulzura que antes de irme. Algo no marchaba bien.

—¿Qué sucede?

Worth me hizo un gesto, para que tomase asiento a su lado. Le obedecí. El corazón me latía más deprisa que cuando estaba entrenando.

—Hemos encontrado varias anotaciones en el diario de Sharon que pueden significar muchas cosas. También en los papeles de Patrick. Pero en realidad eso es lo de menos.

Tom no me miraba a los ojos mientras el detective me explicaba la situación. Otra alerta. Otra mala señal.

—No estoy para perder el tiempo con chorradas, y vosotros tampoco. Decidme de una vez qué pasa.

Mi colega me tendió un sobre. Lo inspeccioné. Estaba cerrado y se notaba que tenía algunos años. En el reverso no ponía nada, pero en el anverso alguien había escrito un nombre con una letra cuidada, con un trazo que denotaban clase y alto nivel cultural: «Patrick».

—¿Qué demonios es esto?

Worth se encogió de hombros y después me posó la mano sobre el brazo.

—No lo sabemos, Ethan. No queríamos abrirla sin que tú estuvieras presente. Estaba en la carpeta, con los papeles de Nichols.

Las manos comenzaron a temblarme y la carta se deslizó entre mis dedos, hasta caer sobre la mesa. Sentí un dolor agudo en la boca del estómago y tuve un mal presentimiento.

—No podemos abrirla —balbuceé.

—No digas tonterías, te lo ruego —manifestó Liz, enfadada—. Hemos tenido la deferencia de esperarte, pero puede ser una prueba determinante.

Miré a mi compañera, como en busca de auxilio, o de perdón. Sin embargo su expresión era férrea: no estaba dispuesta a realizar concesiones.

—Sería un delito. Está a nombre de Patrick.

—Jefe, ¿no crees que estás llevando las cosas demasiado lejos?

Negué varias veces con las manos. Me costaba hablar, me costaba articular cada palabra que salía de mis labios.

—Voy a telefonear a Anderson, el abogado de Patrick, para que nos autorice. Una vez tengamos el visto bueno, abriremos el sobre. Entretanto se quedará aquí —murmuré, sacando fuerzas de donde no las había—. Y ahora contadme que más habéis conseguido.