A servir
Papá y mamá hablaban sentados en la terraza, y yo jugaba a hacer casitas a su lado.
—Este año hemos gastado mucho —decía papá—. El viaje a París y la estancia en Suiza han subido un pico…
—He tenido yo la culpa —contestaba mamá—. La visita a los modistos me hizo perder un poco la cabeza… Luego, tú me animabas a comprar…
—¡Claro, mujer! Y estoy muy contento de que lo hicieras. ¡No faltaba más!… Ahora llega el invierno, y normalizaremos los gastos y el trabajo… ¡Hay que trabajar de firme!… ¡Pobre papá, qué bueno es y cuánto le quiero!
—Dime, papaíto: ¿no podría trabajar yo también? Así los dos ganaríamos dinero…
—¡Mira, no está mal la idea! ¿Y qué es lo que tú sabes hacer?
—Pues sé acunar a un niño, cuidar de que las gallinas no salten al huerto, dar de comer a las palomas, arrancar la hierba de los paseos… y muchas cosas más.
—¡Muy bien! Creo que podríamos ponerte de criadita, a ganar cinco pesetas todos los meses. Ya lo pensaremos.
Mamá se echó a reír y me besó en la frente.
Pero pasaron los días y papá no me decía nada. ¿Es que se le había olvidado? No; es que le daba lástima que yo trabajara como él. Le conozco bien.
Entonces me decidí a hacerlo sin decirle nada. Después se alegraría, y cuando le trajera un duro reluciente me daría muchos besos.
No podía irme a servir con mis vestidos de seda. Tenía que vestirme como Josefa, la hija de María, la guardesa, que es un poco más alta que yo y está sirviendo en el pueblo.
Precisamente su madre tenía una falda azul de ella tendida a secar en el huerto. ¡Era lo que yo necesitaba!
Me la puse y me estaba bien. Después me quité el lazo del pelo y me lo até con un cordón, como un moñito.
¡Ea, ya era una criada! ¡A servir!
Andando, andando, salí del pueblo a campo traviesa y sin que me viera nadie… Después corrí mucho, hasta ver las primeras casas de Otero.
Llamé a una puerta.
—¡Ave María Purísima!
—¡Sin pecado concebida!
—¿Necesitan una criadita?
—¡Jesús! ¿Y qué sabes hacer tú?
—¡Pues sé acunar a un niño!
—Ya, ya; mucho no puede ser… Pues aquí no necesitamos criada; pero llama en aquella puerta grande y puede que te tomen.
Llamé y salió una mujer con el pelo revuelto.
—¿Qué quieres?
—Que si necesitan criada…
—¿Quién te ha mandado venir?
—De aquella casa de enfrente.
—¡Ah! La tía Carlota. ¿Tú no eres de este pueblo?
—No, señora.
—¿Eres del de al lado?
—Sí, señora.
—¿Te mandan tus padres a servir? ¿Y cuanto quieren que ganes?
—Cinco pesetas.
—¡Qué atrocidad! Te daré tres, si te conviene.
—Bueno.
—¡Estás muy flaca y muy descolorida! ¡Y qué manitas tienes! ¿Es que has estado enferma?
—No, señora.
—Pues, hija, no sé qué te noto que no es natural. Bueno, quédate, y cuando venga mi Juan Antonio veremos qué dice.
Me mandó acunar a un niño que dormía en una habitación oscura y que olía muy mal.
Después me llamó para que la ayudara a mondar patatas.
—¿Cómo te llamas?
—Celia.
—Nunca he oído ese nombre… Pero ¿no sabes mondar patatas? ¿Es que no las mondabas en tu casa?
—No, señora.
—Pues hija, me paree que no eres una alhaja.
—Sé cuidar de las gallinas para que no entren al huerto, y arrancar la hierba de los paseos…
—¿De qué paseos? ¡Pues sí que sabes tú unas cosas útiles! Mira a ver si hay pan reciente en el cajón de la mesa.
—No hay.
—Bueno, pues trae lo que «haiga».
—No se dice «haiga», sino «haya».
—¡Anda con Dios, con lo que sale! ¡Qué más dará! Tráeme aquel pucherete, que vamos a hacer la papilla al niño.
Y se puso a echar aceite y azúcar, y pan y agua… ¡Una porquería!
—Le va a hacer daño eso… Los niños pequeños toman fosfatina…
—¿Tienes hermanos?
—Sí, uno pequeñito.
—¿Y le dais fosfatina?
—¡Claro!
—¿Y luego te mandan a ti a servir? ¡No pega bien eso!… Mi niño come papilla porque es hijo de unos «probes».
—¡Pobres!
—¡Como se diga, hija, que «paeces talmente» una maestra de escuela!… ¿Sabrás ir al Romeral?
—No sé.
—Pues aprendes. En saliendo a la carretera verás un atajo a mano zurda…, y «to seguío». Allí está la cabra «atá» a una estaca. Te la traes «pa» casa… ¡Espabila, muchacha, que «paece» que estás «atontá»!
Y me dio un meneo que a poco me tira. ¡Qué mujer más tonta! Mamá no hace eso con Juana.
Salí a la carretera. ¿Cuál era la mano zurda, Dios mío? Venían unas chicas y les pregunté:
—¿Dónde está el Romeral?
—Por ese camino. ¿No eres del pueblo?
—No.
—¿Dónde vives?
—Allí, en la puerta grande.
—En casa de la Antonia. ¿Vas por la cabra? ¡Qué chica más rara!… ¡Te «paeces» a una que vino con los titiriteros!
Seguí por el camino que me dijeron, y estuve andando no sé cuántas horas, sin encontrar la cabra. ¡Qué difícil es servir! Estaba cansada y decidí volverme a mi casa. ¡No me daba más que tres pesetas y me reñía mucho!…
De pronto oí voces y vi venir a la Guardia Civil con un hombre que gritaba: «¡Celia! ¡Celia!» ¡Pero si era Manuel, el guarda!
¡Qué contento se puso cuando me vio! ¡Yo no sabía que me quería tanto!
—¡Vaya un día que nos has dado! ¡Ya sabía yo que no estabas lejos! Pero ¿para qué te has vestido así?
—Es que me he puesto a servir.
—¡Vamos a casa! ¡Buenos están los señores!
Los guardias se miraban muy asombrados. Al fin me dijeron:
—¿Has venido aquí sola?
—Sola. Me mandó la Antonia por la cabra. No quiero servirla más; pero me debe tres pesetas. Pídanselas ustedes, y luego hagan el favor de llevármelas a casa, porque hemos gastado mucho este verano.