Invitada

Mamá mandó a Juana que me vistiera para salir.

—¿Adónde vamos?

—A casa de don Tomás y María Rosa, que me han invitado a merendar en su jardín esta tarde.

—¿Y a mí también me han invitado?

—A ti, no; pero en el campo está admitido que te lleve… A ver cómo te portas… No vayas a darme un disgusto, ¿eh?

Juana me puso el vestido blanco y el sombrero con flores de aciano. Me vi en el espejo, y parecía una niña de un cuento… ¡Qué contenta estaba! ¡Me gusta tanto salir con mamá!

—Di, mamá: ¿María Rosa es una niña como yo?

—No, hija no. Es una señora… casi de edad.

—Entonces, ¿por qué se llama María Rosa?

—Porque le pusieron ese nombre al bautizarla, y entonces era pequeñita. ¿Tú crees que los viejos no han sido niños?

—¡Claro, ya lo sé!… ¿Es la mamá de don Tomás?

—No hija; es su hermana. Son solteros los dos…

Llegamos a una verja muy grande, y mamá llamó a la puerta.

¡Tilín!… ¡Tilín!…

—¿Quién? ¿Es usted la señora que tenía que venir hoy?

—Sí.

Al cruzar el jardín vi una mesita con un mantel muy almidonado y flores y frutas encima. Ya estaban preparando la merienda. Entramos en un salón grande y oscuro, y después de un rato muy largo, cuando ya empezábamos a ver, llegó una señora arrugada y vestida de colores y volantes.

—¿Ha traído usted a su pimpollo? ¡Oh, qué criatura tan bonita! ¡Estará usted encantada con este cromo de niña!

Mamá dijo que sí, que estaba encantada; pero entonces la vieja quiso que mamá se pusiera de pie para verle el vestido. Y todo se le volvía tirarle de aquí y de allí, y decir que era precioso. ¡Qué señora tan sobona! ¡Y cuánto tizne tenía en los ojos!

Después llegó el hermano, que tosía mucho y no me hizo caso. En seguida empezó a contar una historia muy larga y muy aburrida, quitándose y poniéndose unas gafas grandes de concha.

Se me abría la boca y sentí que me dormía… Entonces, para despabilarme, me puse en pie y fui mirando todo lo que había por las paredes, como se hace en los museos.

Di dos veces la vuelta al salón, y al pasar junto a don Tomás vi que había dejado las gafas sobre la mesa.

¡Qué grandes eran!

Me las puse, y fui a mirarme en un espejo dorado y pequeñito que estaba colgado muy alto. De pronto, ¡paf!, al suelo las gafas, que se hicieron pedacitos…

—¿Qué has hecho, Celia?

—¡Romper las gafas! ¿Qué ha de hacer? —dijo con voz terrible don Tomás—. ¡Pues era lo único que me faltaba en este dichoso pueblo, en que nada se puede comprar!… Nada, está visto: los chicos, ni en visita…

—¡Válgame Dios! —decía mamá, muy apurada—. Pero ¿qué has ido a hacer, hija mía? ¿Es que no puedes estarte quieta? Vete al jardín, vete en seguida, ¡que no te vea yo!…

María Rosa me llevó de la mano al jardín y me sentó de golpe en las escaleras. ¡Qué mala!

—¿Para qué te das carbón en los ojos? —le dije.

Ya sé que eso no se pregunta. Pero ¿por qué me trataba ella mal, ahora que nadie la veía?

Dio un bufido, y se fue furiosa.

¡Qué casa más aburrida y qué gente más antipática!

Vino una criada con delantal blanco y cofia.

—¿Quieres merendar?

—Cuando merienden todos.

—No; me han dicho que meriendes ahora.

Me llevó a la mesita y me dio una pera y un pastel. Ella cogió un bizcocho de una cestita que había junto a un plato y se lo comió.

—Yo también quiero de esos bizcochos.

—¡Claro! ¡Para ti están! Si quieres más pasteles, te los daré; pero bizcochos, ni lo pienses.

Y ella se comió otro. Era tan tonta como sus amos. Me dejó sentada en un banco y se fue.

Al final del jardín había una casita y una niña, que me estaba mirando, en la puerta. ¡Qué bien! ¡Ya tenía con quien jugar! Me fui a buscarla.

—¿Cómo te llamas?

—Teófila.

—¿No te han convidado a merendar?

—No.

—¿Por qué?

—Porque no.

—Yo te daré. Ven conmigo.

No quería; pero tirando de ella la llevé a remolque hasta la mesita.

—¿Quieres una pera? Toma bizcochos, que están muy ricos… Y para mí también… La tonta de la muchacha sólo me ha dejado comer estos pasteles, que no me gustan…

Nos comimos todos los bizcochos.

Luego jugamos al escondite y a los alfileres. Me dijo que era la hija del guarda, y que los señores no la dejaban jugar allí.

—Ahora, como estás tú, no me dirán nada. ¿No te parece?

En esto vinieron a merendar mamá, don Tomás y María Rosa.

—¿Y mis bizcochos? —le oí gritar al viejo.

—Yo los he puesto en el cestillo, como siempre, señor.

—¿Quién los ha cogido entonces?

—Pues es un conflicto —decía la vieja mirándome a mí—, porque mi hermano está a régimen, y sólo puede mojar en la leche esos bizcochos que le hago yo…

—¿Has sido tú, Celia? —dijo mamá muy colorada.

—Sí; los pasteles no me gustan… ¡Están rancios!

—Ya se ve que tienen ustedes a la niña muy mimada… ¡Quiera Dios que siempre pueda continuar así!

Esto dijo la señora de un modo que parecía que me deseaba todo lo contrario.

Estuvieron callados mucho rato, y luego mamá dijo que el medallón reluciente, con un retrato, que llevaba María Rosa colgado de una cadena, era una preciosidad. ¡Exageraciones!

Entonces ella se puso otra vez muy contenta, y dijo que era de su abuela, y que se lo regaló un virrey, y que valía tanto y cuánto… Pero el retrato no decía nada.

—¿Quién es ese señor? —pregunté.

Mamá me miró indignada y nadie me contestó.

—Vámonos —decía Teófila detrás de mí—; jugaremos junto a mi casa. ¿No ves que todos nos miran con los ojos atravesados? Son muy remalos, y a la postre lo pagaré yo todo…

Jugamos poco, porque mamá me llamó en seguida para irnos. Ya sabía yo que por el camino me iba a regañar.

—¡Te has portado, hija, te has portado! No ha habido indiscreción ni travesura que hayas dejado de hacer.

—Bueno; cuando sea yo mayor, ya me vengaré de esta gente.

—¿Qué dices, criatura? ¿Qué es lo que harás?

—Pues daré una reunión y una gran merienda en mi jardín y no invitaré a nadie… Me lo comeré yo sola, con Antoñito, y yo sola me divertiré.