La perra «Dalila»

En nuestra casa del pueblo tenemos una perra que ha nacido allí. Se llama «Dalila».

El domingo estuvimos en la Sierra.

Fuimos y vinimos en el tren, porque el auto está estropeado.

Cuando nos vio «Dalila» creíamos que se volvía loca.

—¡Quita! ¡Quita! ¡Fiera! ¡Que me vas a tirar!… ¡No me lamas la cara!… ¡Quita!

Al fin se enfadó papá con ella, y gracias a eso pudimos comer y hasta pasear sin que «Dalila» me pusiera las patas en los hombros. Cuando vio que nos volvíamos a Madrid lloraba de un modo que daba lástima.

—Papá, que venga con nosotros…

—No puede ser, hija. Ella está acostumbrada a estar todo el día en el campo y no podría resistir verse encerrada.

—¡Anda, papaíto, mira cómo llora!…

—Ya lo veo… No sé qué hacer…

—¡Que venga, papaíto, que venga con nosotros!

—¡Bueno! La llevaremos. Con tal que luego no nos pese…

Por eso la trajimos. Al ver que nos la llevábamos se puso muy contenta; pero luego no quería subir al tren, de miedo que le daba… Al fin, con el rabo entre piernas, se agazapó debajo del asiento y no se movió hasta Madrid.

Cuando llegamos a la estación ya era de noche, y había mucha gente que iba y venía de un lado para otro.

—No te asustes tú, «Dalila». En Madrid la gente está loca y corre sin saber adónde va; pero no hacen nada…

¡Dios mío, qué asustada estaba la perra!

Al salir del andén, en la puerta había un negro con un abrigo al brazo.

«Dalila» dio un ladrido espantoso.

—¡Que no es nada, «Dalila»! ¡Que es un pobrecito negro que está esperando a su amo!…

—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

—¡Calla! ¡Chis!

—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

El negro chillaba muy asustado; papá sujetaba a la perra y daba voces para hacerla callar, y ella ladraba cada vez más furiosa. ¡Qué escándalo se armó! Vino mucha gente; todos hablaban a un tiempo; mamá se agarraba a papá; yo lloraba…

Al fin nos buscaron un taxi y subimos a él con la perra, que no podía respirar de enfadada que estaba…

—¡Tranquilízate, pobrecita! ¿Es que tú no sabías que hay negros? ¡Claro! ¡Qué ibas a saber en la Sierra de esas cosas! Tú te figurabas que todos los hombres eran como el tío Pascasio… Pues no, hija, no; aquí los hay de todos los colores.

—¿Pero qué le estás diciendo a la perra? Déjala en paz. Conviene que se dé cuenta de que ha hecho mal en armar ese escándalo, para que no lo vuelva a hacer —dijo papá, que la miraba muy serio.

Al otro día, papá y yo la llevamos de paseo al campo. ¡Estaba más contenta!… Iba y venía, corría y se daba cabezadas contra mí.

Cuando volvíamos por las calles tenía sed, y buscamos una fuente. La encontramos en seguida; pero las fuentes de las calles tienen una rejilla por donde se va toda el agua, y «Dalila» no podía beber… ¡Empezó a dar unos aullidos!…

—¡Cállate y no escandalices!

—¡Guau! ¡Guau!

—¡A callar!

—¡Guau! ¡Guau!

—¡Válgame Dios, que animal más estúpido!

—«Dalila» tiene razón, papaíto. Es que dice que son muy malos los que hacen fuentes donde no pueden beber los perros. En la Sierra, en todas las fuentes se puede beber…

—¡Cállate tú también, que me vais a volver loco entre los dos!

La pobre «Dalila» bebió al fin, dando lametazos al chorro y llenándonos de agua a papá y a mí hasta la cabeza.

Al llegar a la Gran Vía esperábamos para cruzar la calle, cuando «Dalila» se encaró asombrada con el guardia de la porra. ¡Dios mío, qué manera de ladrar!

El guardia horrorizado, la amenazaba, y ella parecía que se le iba a tirar al cuello.

¡Claro! ¡El pobre animal nunca había visto a nadie vestido de ese modo!

Papá la sujetaba por el collar…

La perra daba unos saltos y unos gritos como si se hubiera vuelto loca…

—¡Vámonos, papaíto, vámonos! —decía yo, tirando de él.

Pero empezó a arremolinarse gente.

El guardia gritaba, papá gritaba y «Dalila» gritaba más que nadie. Cuando acabó el alboroto, papá había perdido el sombrero, el guardia había escrito no sé a quién y la perra parecía que se ahogaba de fatiga…

—¡A casa con este energúmeno! —dijo papá—. ¿Ves tú lo que ha ocurrido por darte gusto? Este animal está en estado salvaje y no puede salir de sus riscos…

—¡Pero, papaíto, si tiene la razón la perra!

—Es posible… Pero a su pueblo, a su pueblo con su razón, y que nos deje tranquilos…

Habíamos llegado a una pastelería, y «Dalila» se asomó de patas al escaparate, creyendo que no tenía más que alargar el hocico para comerse un pastel.

—¡Sí, sí! ¡Como que le vas a coger! ¿No ves que hay un cristal, so tonta? En tu pueblo no hay escaparates, ¿verdad?

Pero «Dalila», que veía tan cerca los pasteles, golpeaba con el hocico el cristal, sin comprender tantas cosas raras e inexplicables como ocurren aquí, en Madrid.

Una de las veces que chocó contra el cristal sonó un chasquido y apareció una raya de arriba a abajo…

Salió el dueño en seguida; traía un palo, y quiso pegar a la perra…

Papá gritó, le insultó el tendero, yo lloré, llegó gente y nos llevaron a la cárcel…

No sé si era la cárcel. Había guardias y era una casa muy fea y muy sucia…

—¡Vámomos de aquí, papá!

—No puede ser, hija. Ahora avisaré por teléfono a casa para que vengan a buscarte.

—¡No quiero, no quiero que te quedes tú en la cárcel papaíto!…

—¡Vamos, bobita, si esto no es la cárcel! En seguida voy yo. Pero antes, en cuanto salga de aquí, me iré en un coche a la estación a llevar a este basilisco a su tierra… Y ya no se te volverá a antojar que la traigamos a Madrid.

—No, papaíto, no. ¡Qué le vamos a hacer! Yo te prometo…