El cumpleaños de la gata

El jueves fue el santo de «Pirracas».

—¡Muchas felicidades!

La gata se restregó contra mí maullando, y yo decidí celebrar su fiesta.

—Miss, ¿la llevamos a la calle de Hortaleza?

—No digas tonterías.

—Mamá, ¿me dejas llevar de paseo a la gata?

—¡Jesús, qué criatura! ¿Serías capaz?…

—¡Anda, ya lo creo!

Y salimos a pasear. Yo llevaba a «Pirracas» debajo de la capa. Ella se estaba quietecita; pero como se aburría, empezó a maullar para decírmelo.

—Celia, ¿qué es eso que suena?

—¡Nada!

—Sí, sí; suena un gato.

—¡Bueno, pues que suene!

—Y está debajo de su capa…

—¡Claro! ¡Voy a tener yo un gato en el cuerpo!

Pero como la miss es testaruda como la pata de un mulo (lo dice Juana) y le gusta meter las narices en todo, quiso ver lo que «sonaba». Yo me defendí; la gata saltó al suelo y ¡se escapó!

«Pirracas» era de la abuelita, que la quería más que a las niñas de sus ojos. (Eso también lo dice Juana). Y como la abuelita se ha muerto, ahora es mamá la que quiere a la gata más que a esas niñas. Yo vine a casa llorando, y mamá, al saber lo que había pasado, lloró también. La miss aseguró que yo tengo el demonio en el cuerpo… Entonces papá mandó poner un anuncio en el periódico ofreciendo un regalito al que encontrara a «Pirracas», y desde el día siguiente han traído más de mil gatos.

En casa han quedado cinco, porque nadie sabe cuál de ellos es nuestra gatita.

—Vea usted el problema en que ha puesto a sus padres.

Para miss Nelly, todo son problemas.

—Pues no, señora; no es problema.

Los cinco gatos son «Pirracas».

—Eso no puede ser.

—Pero es.

—No puede haber más que uno que lo sea.

—Diga usted, miss: ¿quién era San Antón?

—Un santo.

—¿Y hacía milagros?

—Como todos los santos.

—Pues si era un santo y hacía milagros, habrá hecho de «Pirracas» cinco gatas.

—No puede ser.

—Sí puede ser. Jesucristo hizo de cinco peces muchos peces.

—Para comer.

—Eso es: para comer. Y San Antón ha hecho de «Pirracas» otras cinco para que jueguen conmigo.

—No puede ser.

—¡Qué rabia! ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Tonta! La verdad es que no hay más «Pirracas» que una, y que yo la conozco aunque no lo he dicho.

—Mamá, ¿verdad que nos quedaremos con todas las gatas?

—No hija. Creo que ya sé cuál es la verdadera, aunque todas parecen iguales.

—¿Y qué haremos de las otras?

—Se las llevará Pedro, el portero.

Yo me puse a llorar.

—¡No se las des, mamá! ¡Mira que no la conocemos! ¡Mamaíta, yo las cuidaré!

—¡Cállate! Piensa en que tú tienes la culpa de que ahora no sepamos qué hacer con tanto animalito…

Están en el cuarto de los baúles.

Anoche las estuve mirando por el ojo de la llave. Entraba luz por el montante y las vi correr de un lado a otro, pegarse, saltar hasta los armarios, ¡«Pirracas» nunca hacía esas cosas!

Esta mañana temprano, cuando empezaba a ser de día, sentí que venían por ellas. Hablaba una mujer y se reía, sin hacer ruido.

Después tiraron algo al suelo y se fueron. Por la calle sentí correr unos coches.

—¡Juana! ¡Juana! ¿Quién se ha llevado las gatas?

—No sé. Yo no he visto a nadie.

—¿De veras?

Me vestí de un salto. En el cuarto de los baúles estaba todo revuelto y habían tirado unas cajas.

¡Lo he comprendido todo! Las gatas eran cuatro princesas encantadas…

Nadie las ha visto marchar, y se han ido.

El hada madrina ha venido esta mañana, y era ella la que se reía… Los coches que oí rodar eran las carrozas de oro donde iban las princesas…

—Papá, ¿sabes quiénes eran las gatas?

—Sí, hija, sí. Unas princesas, o unas hadas, o los duendes de «El castillo de irás y no volverás».

—¡Justo! ¡Ay papá rico, tú sabes siempre todas las cosas!