La compra de la ermita
Veníamos de misa y subimos a saludar a don Luis, que está un poco malo.
Doña Benita, que había estado hablando en la puerta de la iglesia con unas viejas del pueblo, contó a don Luis lo que le habían dicho, haciendo muchos aspavientos.
—¿Sabe el señor que han puesto andamios en la ermita y la van a tirar? Me lo ha dicho doña Remedios.
Dicen que va a avenir un rey de las Indias a comprarla, con los castaños de la cerca y el río que pasa junto a las tapias, y hasta la Santa Virgen del Adra.
—¡Pero no es posible! —dijo don Luis, muy asustado.
—Sí, señor, sí. Ese rey, o lo que sea, se va a mandar hacer en el sitio que está ahora la ermita un palacio todo de piedra labrada.
—¡Jesús, Jesús, Jesús!
—¿Se pone usted malo, don Luis?
—No, gracias; es la emoción.
Carlotica estaba furiosa con doña Benita. ¡Ahora el abuelito se pondrá peor por contarle esas cosas!
Por la tarde, cuando fuimos a jugar a la galería, don Luis no estaba. Se había puesto muy malo y le habían tenido que acostar.
—Ya ves: ha estado llorando mucho, porque dice que a él le bautizaron en la ermita y en ella se casó, y que si la tiran se muere corriendo…
Jugamos callandito toda la tarde, y entramos a ver a don Luis dos o tres veces. Siempre tenía los ojos tapados con las manos…
De pronto se me ocurrió una idea:
—¿Y si compráramos nosotras la ermita para que fuera de tu abuelo y ya no la pudieran tirar?
—No puede ser. Ya la ha comprado ese señor de las Indias.
—No lo creas. Doña Benita ha dicho que va a venir a comprarla; pero aún no ha venido.
—¡Ah!
—Es muy fácil. Reunimos tú y yo todo lo que tenemos, y se lo llevamos al señor cura… Si es bastante, él nos dará la ermita en cambio. Eso es comprar.
—Bueno. Mañana iremos.
—No, no; mañana, no. Ha de ser ahora mismo. ¡No vayan a tirar esta noche la ermita!
Carlotica trajo todo lo que tenía: una cajita de cristales de colores, otra con papeles de plata de envolver los bombones y los collares de cuentas gordas.
En mi casa recogimos lo mío, que era mejor: una cajita grande con más de veinte carretes vacíos, dos lápices de colores y una hucha con realines que no se podían sacar.
Salimos sin que nos vieran, y bajamos al pueblo por el atajo. El señor cura vive junto a la iglesia, en una casa con un huerto delante.
Estará la puerta abierta, porque el señor cura es un santo. Me lo ha dicho doña Benita. Los santos tienen la puerta de su casa siempre abierta.
—¿Por qué?
—No sé. También tienen un lobo en el huerto y no nos hará nada…
—¿Un lobo?
—Sí, como todos los santos. Todos tienen un león, o un tigre, o un águila… ¿No los has visto retratados?
—¡Es verdad!… Pero ¿estás segura de que no nos hará nada?
La puerta estaba abierta, como yo me figuraba, y al lobo no se le veía por ninguna parte. Sin embargo, nos cogimos de la mano y, rezando a gritos el padrenuestro, cruzamos por entre los árboles, que hacían mucha sombra.
¡Qué miedo! ¡Al otro lado del huerto se oía aullar al lobo!
No nos hizo nada porque nos oía rezar.
Salió de la casa una señora vestida de negro.
—¿Por qué gritáis de ese modo? ¿Qué queréis?
—Venimos a ver al señor cura.
—¿Le traéis algo? —dijo, mirando los paquetes—. Pues me lo podéis dar a mí.
—No, no; tenemos que hablar con el señor cura…
—Bueno, bueno. Subid conmigo.
Subimos por una escalera muy empinada, hasta una habitación toda blanca, con un crucifijo. Allí estaba el señor cura.
—¿Qué me queréis, hijas?
Al pronto no me atrevía a hablar; pero como Carlotica no decía nada y me miraba a mí, lo dije todo muy de prisa, para acabar antes.
—Venimos a decirle que si tiran la ermita para que se haga el rey de las Indias un palacio todo de piedra, don Luis se morirá corriendo.
—¿Quién es don Luis?
—Mi abuelo —dijo Carlotica.
—Sí, sí, creo recordar… Es un señor viejecito…
—No sé; pero hace mucho tiempo que le tenemos en casa…
—Que está impedido y ha sido cómico. Sí, sí, vive en la carretera alta.
—Sí señor.
—¡Vaya, vaya! ¿Y quién os ha dado esas noticias del rey de las Indias?
—Doña Benita.
—¿Y quién es doña Benita?
—Una señora que cuidó de mamá, y ahora cuida de mí y de mi hermano…
—¡Vaya con la señora, qué cosas sabe!
—Y nosotras venimos a comprar la ermita antes que venga ese señor y la tiren, para que don Luis no se muera.
—¡Muy bien! Se lo diremos al señor obispo… ¡Y qué es lo que dais por ella?
—Trae la caja Carlotica…
Sobre la mesa del señor cura colocamos los veinte carretes vacíos, la cajita de cristales de colores, los papeles de plata, las hebras de lana, los collares y la hucha.
—¡Está bien! Queréis pagar en especie, como en los tiempos primitivos de la Iglesia… No sé si al señor obispo le parecerá bastante; a mí, sí me parece… Pero ahora recogedlo todo, y vamos a ver a don Luis.
Se puso la capa y el sombrero, nos cogió de la mano, y con todo lo que habíamos llevado, empaquetado y atado otra vez por la señora del vestido negro, volvimos a cruzar el huerto y salimos a la carretera cuando ya era de noche.
A don Luis le encontramos tan triste como le habíamos dejado. El señor cura, que había entrado con nosotras, dijo:
—Vamos, don Luis, no hay que apurarse por lo que no es más que un chisme de pueblo… Su nieta y esta pequeña sabihonda se me han presentado en la rectoral a comprar la ermita en especie… No tiene derecho a quejarse quien tiene estas criaturas a su lado… Pero ¿cómo ha podido usted creerse esa tontería? La ermita tiene andamios porque se está arreglando la torre para la fiesta… ¡Pero si esto lo saben hasta los gatos!
Don Luis se puso muy contento, y mandó que trajeran un sillón para el señor cura. Después estuvieron hablando y riéndose… Yo creo que se reían de nosotras…
—Entonces ¿ya no tenemos que comprar la ermita? —me dijo Carlota.
—No, ya está todo arreglado.
¡Dice que lo sabía «Pirracas»!…
¡Qué tontería!
—Nos lo hubiera dicho, ¿verdad?