Mi amiga Carlotica
Todavía no os he dicho nada de mi amiga Carlotica, que vive en un hotelito pequeño cerca del nuestro.
No tiene papá ni mamá. Vive con su abuelito Luis, que está siempre sentado en un sillón de ruedas porque no sabe andar.
A don Luis le gusta mucho que juguemos a su lado y oírme contar historias. Por eso no quiere que vayamos a ninguna parte.
Un día íbamos a ir de excursión con papá y mamá, y de pronto dijeron que iba a llover. Y no nos llevaron.
¡Nos dio una rabia!
—Con don Luis pasaréis la tarde muy bien. Mucho mejor que con nosotros, que vamos lejos y con gente poco simpática.
Carlotica me dijo:
—Ya verás cómo ha sido el abuelito el que les ha dicho que no nos lleven.
Nos quedamos refunfuñando, y decidimos vengarnos de don Luis no entrando en la galería donde él estaba siempre en su sillón de ruedas.
En cambio, abrimos las arcas grandes del despacho, que tenían las llaves puestas. ¡Cómo olían a alcanfor!
Todo estaba cubierto de paños blancos…
Los quitamos, y aparecieron unos trajes grandísimos de terciopelo encarnado y verde.
Casi no podíamos con ellos, y los arrastramos por el suelo al colocarlos sobre las sillas.
—¿Quién se ponía esto?
—El abuelito, cuando era rey, y príncipe, y emperador… Otras veces era cardenal, con estos zapatos colorados; y también Don Juan Tenorio, vestido de raso verde.
—¿Y cómo era tantas cosas?
—Porque sí. Él dice que era el actor más grande del mundo.
—¿Tú le has visto en pie?
—Sí, con las muletas.
—¿Y es tan grande?
—¡Como un gigante! Mira cuánto pelo hay en esta caja.
No era pelo, sino cabezas sin nada dentro… Había melenas rubias, con tirabuzones; otras blancas, con rizos y trenza, como las de los cocheros de los entierros…
—¡Ay, Carlotica, qué miedo! ¿A quién le ha quitado tu abuelito estos pelos? ¿Tú sabes si ha sido de esos que matan a la gente?
—Sí, también. ¿Ves este escopetón colgado, que parece un embudo? Pues me ha dicho que era suyo, de cuando hacía de bandido.
—¡Yo me quiero ir! ¡Vámonos, Carlotica, vámonos a casa! ¡Figúrate que le da por matarnos a nosotras!
—¡Huy, qué niña más tonta! ¡Si el abuelito es muy bueno, y todo era de mentirijillas!
—¡Sí, muy bueno! Vámonos con doña Benita, anda.
Entonces oímos a don Luis que nos llamaba con su vozarrón, y como no contestábamos, llamó al timbre para que nos buscaran. Decía:
—Deben de estar en el despacho haciendo alguna diablura…
María levantó los brazos al cielo al ver desparramado lo de las arcas.
—¡Pero qué estáis haciendo, condenadas! ¡El señor me valga si no han ensuciado toda la ropa!
—¿Qué hacían? —gritó don Luis—. Traiga usted aquí a esas chicuelas, que las voy a matar como hayan revuelto algo…
María, a pesar de mis chillidos, nos cogió a cada una de un brazo y nos sacó a la galería.
—¡Aquí tiene el señorito a estos diablos del infierno, que han sacado la ropa y han fregado los suelos con ella!
Yo gritaba, pateaba, me retorcía, para escapar de las manos de la vieja, que se me clavaban en los brazos como garras…
Entonces la mordí y me soltó…
Quise correr, y tropecé con una mesa, que se vino al suelo… Me caí, y me hice sangre en la frente…
—¡Celia, hija mía! ¡Ven aquí, criatura! —gritó don Luis, asustado.
—Es que se cree que la vas a matar, abuelito —dijo Carlotica.
—¡Válgame Dios; pero si se ha herido! Tráigame en seguida con qué curarla. ¡Pobrecita! ¿Pero has creído de veras que os iba a matar? No, tontuela. Si no me importa nada que me hayáis revuelto las arcas. Si es mejor… Con eso, María volverá a limpiar la ropa y no se apolillará… ¡Vaya, no llores más! ¿Te has creído que yo soy un ogro?
Yo no me había creído nada…; pero ¿por qué hablaba don Luis del ogro?
Me curó, me lavó la herida y me puso una venda con mucho cuidado. Y yo lloraba, lloraba, porque ya que había empezado me daba vergüenza callarme…
—Pero ¿tanto te duele? ¿Por qué lloras así, criatura?
—Porque no sé llorar de otra manera…
—Llora de aburrida que está —dijo Carlotica—. Tú tienes la culpa de que no nos hayan llevado de excursión, abuelito. ¿Por qué le has dicho al papá de Celia que iba a llover? ¡Para tenernos aburridas contigo, que no sabes más que decir: «Quiero las gafas», «Acércame a la ventana», «Cuéntame un cuento»! ¿Te figuras que esto es muy divertido?
—¡Niña, niña! ¡Que me estás haciendo burla!
—Ya lo sé… Y te vamos a castigar cara al rincón toda la tarde para que no lo vuelvas a hacer…
Carlotica quería que yo la ayudara a correr el sillón del abuelo; pero ¡al ogro le temblaban las manos y le caían las lágrimas de los ojos!
—¡No llores, don Luis! ¡Si es una broma! Nosotras te queremos mucho y no nos aburrimos contigo nunca… Vaya…, a limpiarse las lágrimas y a ser bueno… ¿No ves cómo yo no lloro ya?
—¡No quiero que lo paséis mal a mi lado!
—Pero si no es verdad. ¡Si estamos muy contentas! ¿Quién te ha dicho esa tontería?
—Carlotica me lo ha dicho.
—¿Yo? —dijo ella, que se había puesto muy colorada al ver llorar al abuelo—. ¡Vaya una cosa! ¿No ves que soy una rabietas y no sé lo que digo?
—Entonces, ¿lo pasáis bien con este viejo chocho?
—¡Ya lo creo! ¡Contigo, que has sido rey y santo y sabes tantas cosas!… ¿De quiénes son esas cabezas de pelo que tienes guardadas en una caja?
—¿Qué dices? ¡Ah, son las pelucas! Las hacía un peluquero para ponérmelas yo.
—¿Tienes las botas de siete leguas?
—No. Se quedó con ellas Pulgarcito.
—Porque tú eras el ogro, ¿verdad?
—No, hija. Yo he sido el príncipe Hamlet, Don Juan, el rey Lear, un cardenal de «La cena de las burlas», el rey Don Pedro… Pero el ogro, nunca.
—Cuéntanos esas cosas, don Luis, anda. Di lo que hacías cuando eras rey…
—Llama al timbre, Carlotica, para que nos traigan la merienda, y ahora os contaré.
Nos sentamos a su lado, y empezó:
—En «Reinar después de morir» yo hacía el rey Don Pedro y estaba casado con una señora muy guapa y muy buena; pero mientras yo no estaba, mi padre la mandó matar. Entonces yo decía…
¡Dios mío, qué cosas tan terribles dijo! ¡El pobre lloraba y gritaba como desesperado! Carlotica y yo nos pusimos a llorar también, y entonces se asustó y nos regaló unos collares de colores, que eran de un moro.
—No nos cuentes eso, don Luis, ni te vuelvas a acordar más de esas cosas que te han pasado.
Y nos quedamos callados los tres.
Pero como a mí me pareció que el pobrecito viejo se había quedado pensativo y así como triste, y Carlotica me miraba sin saber qué hacer, pues yo quise arreglarlo todo, y me acordé de un cuento que sé muy bonito, y les dije:
—Yo os contaré una historia de un gallito, que es muy divertida y que nos reiremos mucho.
Y se volvieron a poner contentos.