Promesas sin cumplir

Sin hacerme caso, mamá se estaba puliendo las uñas, y yo no sabía ya qué hacer para aprenderme la lección.

—Mamita, yo no puedo aprenderme esto, que es muy difícil.

—Estudia y verás cómo lo aprendes.

—Si estudio… ¡Si estudio mucho!

—Pero sin orden ni concierto… ¡Ea, vete a tu cuarto a estudiar, que tengo mucho que hacer!

—¿Qué tienes que hacer?

—Muchas cosas. Tomar la cuenta a la cocinera, escribir dos o tres cartas y salir a las seis a tomar el té con mis amigas del Lycéum.

—¿Y no me puedes tomar antes la lección?

Mamá se resignó, al fin, y puso el libro sobre la mesa para verlo sin dejar de limarse las uñas.

—Vamos a ver qué sabes. ¿Es ésta la lección? Empieza.

Yo crucé las manos por la espalda y comencé a balancearme, porque si no hago como el colegio no puedo dar la lección.

—Sila, señor y «tirando de Roma…» Mamá se espantó, no sé por qué.

—¡Jesús! ¡Pero qué disparates estás diciendo!

Y yo me puse muy encarnada y me entraron ganas de llorar…

—Si casi no la sé… Si no…

—Pero, hija, si es que no sabes lo que dices. Vamos, ven acá… No llores. Siéntate a mi lado. ¿Qué quieres decir con eso de «tirando de Roma»? ¿Qué es eso de «tirando»? Lo que dice es: «Sila, señor y tirano de Roma»… ¿Tú sabes lo que es un tirano?

—No, no; yo no sé lo que puede ser un tirano ni a nadie se lo he oído decir nunca.

—Hija, el otro día me dijiste que tampoco sabías lo que era «muchedumbre», ni «límite», ni «fluvial», y así, sin saber las palabras, no es posible que aprendas la lección.

—¡Anda! ¡Si es por eso!… La lección nunca se sabe lo que dice… Ninguna la entiende… Ni las profesoras tampoco…

—¿Pero de dónde sacas esas tonterías? —dijo mamá.

—Pues porque en los libros nada está claro… Todas son palabras que no se dicen nunca.

Y mamá dijo que sí, que los libros de los colegios son retorcidos y confusos.

—Lo dirán así para que no entendamos nada, ¿verdad, mamá?

Mamá no me contestó; pero me dijo lo que quería decir cada una de las palabras, y me lo explicó tan bien, que la lección era hasta bonita.

—¡Cuánto me ha gustado! Es que yo sola no lo entiendo.

—No es que no lo entiendas; es que no lo lees bien…

—¿Quién me ha enseñado a leer?

—Yo; esas cosas las enseñan las madres.

—¿Y quién me ha enseñado a hablar?

—Yo; pero de nada sirve si no conoces las palabras.

—Pues ya ves que todavía no he aprendido todas las palabras y tienes que enseñármelas… Anda, ahora mismo me enseñas unas poquitas…

—No, hijita; ya te he dicho que no puedo… Aunque renuncie a escribir las cartas, tengo que ir de compras antes…

—Bueno; pues vete…

—Ya sabes que no me gusta verte de hociquito…

—No pongo hociquito… Es que ningún sábado te quedas en casa conmigo… Y eso que no tengo colegio…

Y me dio tanta pena de mí, que me puse a llorar… Entonces mamá me abrazó y me dijo muchas cosas.

—¡No llores tú, niña, hija mía, cielo! ¡Vamos, no seas tontina! Si eres buena y obediente, el sábado que viene te llevaré al cine a ver los cerditos y «Mickey», y los chicos de la Pandilla…

—¡No quiero! ¡No quiero!

—¿Qué es lo que no quieres?

—No quiero que me digas eso…

¡Eso es! ¡Que luego no es verdad!

Yo seguí llorando, porque estaba desesperada; pero mamá me apartó las manos y me hizo mirarla a la cara.

—¿Qué piensas? ¿Qué tontería te ha dado? ¡Contesta!

—Si lo digo, te vas a enfadar…

—No me enfado… Di.

—Pues… la otra semana me decías: «Ya verás. Cuando llegue el sábado te llevaré a ver una comedia muy bonita, en que salen “Pinocho” y la bruja “Marimandona”», y luego llegó el sábado y no fuimos a ninguna parte…

—Ya sabes que tuve neuralgia…; pero, en cambio, vino tu amiga María Teresa.

—¡No me divertí nada! Me acordaba de la bruja y de que en el teatro habría muchos niños riéndose y…

¡Tenía una pena tan grande!… ¡No me prometas nada que luego no me cumplas, mamaíta!