El museo del negro

Mamá me había advertido:

—No vuelvas a traer a Finita a jugar a casa. El día que vino derramó el tintero, rompió un cristal y se quiso beber la colonia. ¡Jesús, qué salvaje! Con otra tarde como aquélla me quitáis la vida.

Aunque a mí me parece que mamá exagera un poco, la verdad es que Finita se portó muy mal. Sólo quería jugar a guerras y a justicias y ladrones, como juega con sus hermanos…

—El jueves voy a jugar contigo —me dijo la semana pasada.

—No, no vayas, porque…

—¿Por qué?

—Pues porque… en el principal de mi casa vive un hombre negro que coge a los niños.

—¡Qué tonta!

—Sí, sí. Está siempre detrás de la puerta, y así que ve subir a un niño por la escalera, lo coge en vilo y lo mete en su casa.

—¡Subiré en el ascensor!

—Pero bajarás andando.

—¿Y cómo no te coge a ti?

—Porque a mí me conoce y no se atreve. Mi papá le mataría.

—¡Huy, qué niña más mentirosa!

—¡Ah! ¿Es que no lo crees? Pues es verdad. Antes estaba ese cuarto desalquilado; pero la semana pasada ha venido a vivir en él un hombre gordo y negro, que tiene la casa llena de niños.

—¡Jugarán mucho!

—¡Ay hija! No, no juegan, porque están muertos.

—¿Los mata?

—¡Claro! Los cuelga del techo y los diseca, y luego les pone una tabla en el cuello, que dice: «Lolita, cinco años»; «Antoñito, siete años»…

—¡Huy qué miedo! ¿Y para qué los quiere?

—Porque tiene un museo de niños.

—¿Qué es eso?

—Pero ¿no lo sabes? ¡Hija, eres tonta! Un museo es un sitio donde se guardan muchas cosas para que las vayan a ver. ¿No has estado nunca en el Museo de Historia Natural?

—¡No!

—Pues que te lleven a verlo. Allí están disecados muchos pájaros, y leones, y tigres, y todos tienen un cartel que dice cómo se llaman.

—¿Y también los ha disecado el hombre negro?

—Sí, seguramente. Habrá estado en el campo, quieto, quieto, viéndolos pasar, hasta que los ha cogido para ponerlos en el museo.

—¡Qué miedo! Ya no voy a tu casa.

—¡Claro! Por eso te lo he dicho.

Y ya respiré tranquila. ¡Mamá tiene unas cosas!… ¿Cómo le iba yo a decir a Finita que no volviera a casa?

Pero al día siguiente, cuando bajé la escalera para ir al colegio, ¡me dio un miedo! Miré la puerta del principal temblando… ¡Dios mío, pero si es mentira! ¡Si no hay hombre negro ni museo de niños! ¡Qué tonta!

—Mamita, que baje Juana conmigo, que tengo miedo.

—¿Miedo? ¿A qué? ¡Ya te habrás figurado alguna atrocidad para no dejarnos vivir tranquilos!

—No, yo no me figuro nada; pero está oscuro.

—¿Oscuro? No sabes lo que dices.

Juana tiene mucho que hacer por la mañana, y Pedro, el portero, te ayuda a subir al coche. No te hace falta más.

Y, claro, no me han hecho caso, y ha ocurrido una cosa horrible. Mamá y la cocinera tienen la gripe, y el teléfono se ha descompuesto.

Papá y yo cenamos anoche solos.

Después, papá se puso a leer el periódico y yo me fui con Juana a la cocina, a contarle un cuento mientras fregaba.

De pronto, Juana se sentó en una silla y empezó a llorar.

—¡Ay, Dios mío, qué mala estoy! ¡Yo me voy a morir!

Porque Juana, siempre que le duele algo, dice que se va a morir.

Corrí al comedor, donde aún estaba papá.

—Juana se va a morir, papá, y está llorando.

—¿Qué dices? Pero ¿aún no te has acostado?

—¡Papá, que Juana se va a morir!

Al fin, papá se enteró de lo que ocurría y se fue a la cocina.

—¡Vaya, mujer, no será tanto! Déjelo todo y acuéstese inmediatamente. Será la gripe. Nada, poca cosa.

Y tú, Celia, baja a la portería y di a Pedro que avise al médico que tenemos otro enfermo.

—¿Yo sola?

—¡Anda, anda! Sube en seguida para acostarte.

Y bajé. Al llegar al principal vi que la puerta del piso estaba entreabierta y que unos ojos muy grandes me miraban por la rendija… Escapé a correr escaleras arriba…

Pero pensé que papá me reñiría; volví a bajar.

Allí seguían los ojos grandes mirándome… ¡Unos ojos que parecían de porcelana!… Me dio un miedo horrible y volví a subir… Y en seguida bajé otra vez. Pasaría corriendo…

Pero entonces se abrió la puerta del todo y salió un hombre negro, que se vino a mí…

—Es usted Celia, ¿no es eso? Pue ésta no son horas de que la niña linda vaya a la caye…

—¡Papá! ¡Papá! —grité.

—¡Chis! Caye no má, y no me escandalise…

Papá, que ya estaba inquieto porque yo no volvía, llegó en este instante.

—¿Qué te pasa?

—Mire, señó: yo estaba esperando al amito detrás de la puerta, cuando vi bajá a su linda niña. Entonse yo vi que volvía a subí y a bajá dos o tres veses, como si fuera a haser una picardía, y me malisié que ella había salido de casa sin que lo supiera…

Yo, que me había contenido, rompí a llorar a gritos, porque yo no podía más.

Papá me cogió en brazos, y de mal humor dijo al negro:

—Muchas gracias; pero ya ve usted el susto que ha dado a la niña… Valdría más que la hubiera dejado bajar…

Cuando estuvimos en casa me dijo papá:

—Pero ¿qué era eso de subir y bajar las escaleras que dice el negro? ¿Es que estabas jugando?

—No, papá; es que tenía miedo. Dime: ¿es verdad que el negro tiene un museo de niños?

—¿Qué dices? ¿Qué tontería te han contado?

—No, nadie me lo ha dicho; pero lo sé…