Capítulo veintisiete
Me siento con las piernas cruzadas sobre el antiguo muro de piedra con vistas al puerto, viendo a las gaviotas circundar los barcos que hay abajo. Hoy hace calor, el aire salado se aferra a mi piel y me recojo el pelo en un moño para evitar que se me pegue al cuello.
El tren que llega cada hora acaba de estacionar en Vernazza. Puedo oír a los turistas yendo cuesta abajo, hacia la bahía, parando para comprar helado de menta y expresos concentrados antes de sentirse atraídos por la orilla del mar. Los niños chillan y se ríen mientras nadan en el mar azul turquesa, y la gente toma el sol en las rocas, su piel de tono oro cobrizo. Hay una brisa suave cuando la marea llega a la arena y giro mi cámara para hacer una foto de las casas de color pastel apiñadas al borde del acantilado.
Esta noche subiré las fotos al blog que he creado hace poco: «La chica junto al mar». No tengo muchos seguidores aún. Empecé solo con Carlos, Mia y Holly, pero poco a poco estoy consiguiendo mi público. Hay una cierta satisfacción en saber que la gente realmente quiere ver tus fotografías y dibujos.
Fue mi nuevo jefe, Lucca, quien me inspiró. Es el dueño de Fiore, una floristería que hay a una calle de la playa. Él también tiene su propio blog. Escribe sobre las cualidades medicinales de las flores que vende y sobre cómo ciertos tipos de polen pueden provocar «Delirio di amore», es decir, delirio de amor. La verdad es que mi italiano todavía no es muy bueno y Lucca habla muy poco inglés, así que podría estar equivocada sobre eso del polen. Tampoco estoy segura del todo de que lo que me está pagando por trabajar sea justo, pero me llega para el alquiler de mi habitación y para unas cuantas comidas a la semana en los increíbles restaurantes del pueblo, así que no me importa.
Aquí he encontrado un ritmo tranquilo, una rutina que me consuela, y que reemplaza el escozor del recuerdo de Tate con algo que no me hace daño. Casi todas las noches, cuando el puerto está de nuevo vacío y en silencio, me adentro en el océano y sumerjo la cabeza hasta abajo, dejándome arrastrar por la corriente, en un intento por ahogar todos los pensamientos sobre él. Por fin parece estar funcionado, aunque poco a poco.
Levanto la cámara y le hago una foto a una niña que lleva un bañador amarillo y rosa y que persigue a un perro hasta el agua, chapoteando con las manos mientras las olas le dan lengüetazos en sus piernas. El perro le ladra, moviendo la cola.
—Mi scusi —dice una voz detrás de mí.
Suelto mi cámara y me giro, sonriendo. Los turistas a menudo me hacen preguntas sobre el pueblo, sospechando que quizá hable inglés. Pero cuando miro al chico que está de pie junto a mí, todo se vuelve desenfocado por un instante.
—Antes de decir nada —dice Tate, sus ojos entrecerrados para evitar el sol y su camiseta muy apretada contra su piel—, quiero que sepas que todo lo que dijiste en el avión es verdad, tienes razón. Lo siento, Charlotte. Sobre todo porque me ha llevado mucho tiempo darme cuenta.
Me levanto del muro de piedra; la sonrisa ha desaparecido de mis labios. No puedo creer que esté realmente aquí. Parece tan fuera de lugar entre los turistas, las diminutas casas, la arena y el mar… Esta ha sido mi casa, mi lugar secreto, y verlo aquí de pie, entre todo esto es un shock para mi cerebro.
—Quería asegurarme de hacerlo todo bien contigo, de ir con cuidado… pero al final, he acabado haciéndote daño de todos modos. No fui capaz de gestionarlo —dice.
Un pájaro blanco y negro aterriza en el muro a mi lado. Lo miro un segundo y después dirijo la vista hacia lo lejos, al mar, aturdida.
—La verdad es que… —dice Tate, y de repente no puedo mirar a nada que no sea él—. Estoy enamorado de ti, Charlotte.
Mis labios se abren. A pesar de mí misma, a pesar de todo, estoy impactada. Nunca me había dicho eso. Y siempre pensé que era porque en realidad nunca me quiso, porque nunca sería capaz de amarme. Pero quizá estaba equivocada.
—He estado enamorado de ti desde el principio, desde la primera noche en la que aceptaste una cita conmigo. Y sé que tal vez es demasiado tarde… He echado todo a perder, pero TODAVÍA estoy enamorado de ti. He intentado estar sin ti, he intentado olvidar, pero no puedo sacarte de mi cabeza. Y ahora sé que no quiero hacerlo.
Una cometa naranja vuela en el cielo sobre nosotros, sus cintas ondeando al viento. Alzo una mano para protegerme los ojos del sol y Tate da un paso hacia mí.
—Te hice daño… Sé que te hice daño y lo siento mucho. Eres lo único en mi vida que tiene sentido. Y… quiero empezar de nuevo. Nada de reglas, nada de control. Quiero hacerlo bien esta vez. —Hace otra pausa—. ¿Podemos empezar de nuevo?
Le ha llevado todo este tiempo darse cuenta, ver que fue él quien hizo imposible nuestra relación. Y quizá debería odiarle por eso. Pero no puedo.
En cambio, me doy cuenta de que he estado esperando oírle decir todo lo que ha dicho. Necesitaba oírle admitir que me hizo daño, que lo siente, que me quiso todo el tiempo. Las lágrimas rozan mis mejillas, cálidas y saladas como el aire.
Da otro paso hacia mí y su cercanía enciende cada nervio, cada fibra de mi cuerpo, provocando que mi piel se estremezca y ansíe sentir su contacto de nuevo. Extiende su brazo mirándome fijamente a los ojos.
—Hola —dice con la mano abierta como si quisiera estrechar la mía—. Estoy viajando por la costa italiana y he visto a la chica más increíble que haya encontrado nunca junto al mar, haciendo fotos. Y me preguntaba si aceptarías una cita… Nada del otro mundo, por supuesto, espero que no seas de esa clase de chicas. —Sus oscuros ojos, que brillan a la luz de la tarde, son tan familiares…
Bajo la mirada hasta su mano, suspendida en el vacío entre nosotros. Deseo tocarle de una forma tan desesperada, deslizar mis dedos a través de los suyos, decir algo que lo hará mío de nuevo… pero por alguna razón no puedo. No lo hago. Tengo demasiado miedo.
Después de un instante, se aclara la garganta.
—Vale. —Y deja caer su brazo y aparta la mirada de mí—. Siento haber venido aquí… No intentaré encontrarte de nuevo.
Se da la vuelta, su ceño fruncido, y regresa a la calle empedrada que va al centro del pueblo.
Un recuerdo lejano florece y poco a poco toma forma en mi mente. Hace algunos años, a Carlos y a mí nos leyó la mano una pitonisa en Venice Beach por diez dólares. Me dijo que mi línea del destino estaba dividida, que iba a tener dos caminos, y que tendría que elegir la vida que quería. En ese momento pensé que era una estupidez, algo que solo mi madre se hubiera creído. Pero tal vez la vidente tenía razón. Tal vez la elección es: una vida con Tate o una vida sin él.
Y a pesar de todo el dolor y la angustia… Todavía le quiero.
Corro. Mi corazón de repente explota del miedo de estar a punto de perderlo de nuevo. Le agarro el brazo tan pronto como está a mi alcance y siento sus músculos tensándose bajo mi mano. El mundo gira, se sale de su eje… Todo de repente se mueve a cámara lenta… Se gira para mirarme.
No puedo perderle de nuevo.
Sus dedos encuentran mi cara y limpian las lágrimas que surcan mi piel. Deja escapar una respiración lenta y sus ojos se iluminan una vez más. Me pongo de puntillas y presiono mis labios contra los suyos y él me devuelve el beso, tirando de mí con más fuerza. Y ese beso son todos los besos que no nos hemos dado; los meses perdidos, las noches que me he quedado despierta en la cama en mi habitación alquilada con las ventanas abiertas para dejar entrar la brisa del mar pensando en él. Sus dedos se enredan en mi pelo, su boca me atrae más cerca, y me besa como si nunca me fuese a dejar escapar… no en mil años, no por nada en el mundo. No quiero que lo haga. Ahora no hay líneas rojas, no hay órdenes, no hay limitaciones… hay solo un comienzo.
Este es nuestro primer beso. Nuestro primer te quiero. Nuestro primer para siempre.