Capítulo diez
Me he quedado dormida. Son casi las diez. Mi móvil vibra en la mesilla de noche. Me doy la vuelta justo a tiempo para verlo caer desde el borde hasta el suelo, todavía vibrando.
Me agacho y lo recojo.
Hay una llamada perdida de Carlos, un mensaje de voz en el que probablemente me pregunta a qué hora puedo verme hoy con él para estudiar. Y hay un mensaje de Tate.
Inmediatamente abro el mensaje: Quiero que veas lo que estoy viendo.
Lo leo otra vez, después dos veces más. Suelto el teléfono en el edredón color vainilla que he apartado de mí de una patada y me retiro el pelo de los ojos. ¿Qué querrá decir? Sopeso la opción de responder con un signo de interrogación, pero mi teléfono vibra de nuevo.
Otro mensaje de Tate: Estoy fuera
Salto de la cama.
No hay tiempo para una ducha, así que me quito rápidamente los pantalones cortos de pijama y la camiseta de tirantes y rebusco en mi estrecho armario un sujetador y unas bragas limpias mientras le escribo un mensaje de disculpa a Carlos entre prenda y prenda. La ventana de mi habitación está abierta y la brisa de la mañana es suave y cálida. Me pongo unos shorts vaqueros, asegurándome de que son distintos a los que me puse ayer, y una camiseta rosa pálido con cuello redondo que se adhiere a las curvas de mi cuerpo. Cada vez que me la pongo Carlos me silba y dice:
—Oooh la lá.
Todos los sábados por la mañana mi abuela se va al gimnasio del barrio a su clase de Zumba, así que la única persona con la que tengo que lidiar es Mia.
Me la encuentro en la cocina lavando biberones de Leo, arremangada y con el pelo escapándosele de un moño bajo.
—¿A dónde vas? —pregunta ella, pasándose el antebrazo por la frente, y con gotas de agua bajando por la sien.
—Por ahí… con Carlos —digo.
—Normalmente hacéis deberes los sábados —dice ella con aire ausente, como si no estuviese realmente interesada en la respuesta.
Llego a la puerta principal y agarro el pomo. Prefiero decir el menor número de mentiras posible, así que cuanto antes salga de aquí, mejor.
—Sí. Eso es justo lo que vamos a hacer. Trabajar en unas cosas de matemáticas. —Me avergüenzo. Mi voz suena tan falsa…. Pero Mia no parece darse cuenta.
—Estaba pensando que quizá podrías cuidar de Leo esta noche. He quedado con Patrick en el Palapa. Hay un concierto.
—¿Patrick? —pregunto.
—Sí, ya sabes, Patrick. El chico con el que tuve que cancelar mi cita la otra noche porque tus actividades extraescolares son mucho más importantes que ayudar a tu hermana y quedarte con tu sobrino. —Sus palabras son duras pero su voz simplemente suena cansada—. ¿Y? ¿Te quedas con Leo esta noche?
Bajo la mirada, a mi mano en el pomo.
—Claro, si regreso a tiempo. —Giro el pomo de la puerta rápidamente. Tengo que salir de aquí antes de que me haga más preguntas—. Lo intento, pero no te prometo nada.
—¡Charlotte! —exclama, pero yo ya estoy cerrando la puerta a mi espalda. Bajo corriendo las escaleras antes de que Mia pueda decir nada más.
Tate me está esperando una calle más abajo, el Tesla ronronea en la esquina donde me dejó anoche. Mi corazón golpea contra mi pecho por la carrera y cojo aire profundamente antes de abrir la puerta.
—Estaba empezando a pensar que me estabas dando plantón —dice Tate cuando me deslizo en el asiento del copiloto.
—No me has dado mucho margen. Estaba en la cama.
Su boca forma una media sonrisa y sus ojos parpadean por algún pensamiento que se ha cruzado por su mente. Sonrío mientras acelera el motor y se aleja de la acera.
—Me he dado cuenta de que tengo que esforzarme más para impresionarte —dice Tate mientras cruzamos el elegante barrio de Beverly Hills, donde los setos miden tres metros de altura y los portones guardan mansiones dentro. Es algo curioso sobre la vida en Los Ángeles, una casa cutre como la nuestra está solo a unos minutos en coche de las mansiones más grandes del mundo. Una chica como yo puede conocer a un tipo como Tate igual que si nos moviésemos en los mismos círculos. Es difícil imaginar que pudiera ser así y sin embargo, aquí estamos.
—¿Impresionarme? —pregunto, mirándole. Su atención está puesta en la carretera mientras sobrepasamos Mercedes plateados, Bentleys blancos y Ferraris gris acero, todos con las ventanillas bajadas para dejar entrar el aire templado de California.
—Alquilar el famoso cine Lumière para ver Casablanca aparentemente no impresiona a Charlotte Reed.
—No quise decir… —Comienzo—. Sí me gustó. Yo solo…
—Está todo bien —dice—. Me gustan los retos. —Hace un giro repentino y entra en el parking al aire libre frente a Barneys—. No necesitas cosas caras para estar guapa —continúa Tate señalando con la cabeza los toldos rojos—, pero quiero que las tengas de todas formas.
—No entiendo —le digo mientras aparca el coche—. ¿Qué vamos a hacer? —pregunto, pero Tate ya está viniendo hacia mi puerta y extendiendo una mano para ayudarme. Doy un paso hacia la acera y miro hacia arriba al toldo rojo sobre mi cabeza.
—¿Tate? —pregunto, estirando la cabeza hacia arriba. Había visto la tienda Barneys desde el exterior, por supuesto, pero a decir verdad, nunca había parado, nunca había salido del coche. Como si supiera que ni siquiera me dejarían aparcar mi Volvo en ningún lugar cerca de aquí.
—Vamos —dice Tate, tirándole las llaves al aparcacoches. Desliza sus dedos entre los míos y tira de mí hacia delante, pero me paro en la puerta antes de entrar. ¡Esto es DEMASIADO!
—No creo… —empiezo, sin saber cómo explicar lo que estoy sintiendo.
—¿Qué pasa?
—No tienes que hacer esto —le digo, pero rodea con su brazo mi cintura y me atrae hacia él. Es el mayor contacto que hemos tenido desde la noche que me presenté en su casa. Mi cuerpo se enciende al sentir sus brazos alrededor de mí.
—Charlotte, vi cómo mirabas a esas chicas ayer después de la película. Y no sé cuántas veces te podré repetir lo guapa que eres, pero por alguna razón tú no lo ves. Así que anoche pensé que tal vez lo que necesitas es SENTIRTE guapa. Que quizá yo pueda hacer eso por ti.
Sonrío, sonrojándome de nuevo con la palabra «guapa». Siempre le he restado importancia a mi apariencia. No es importante para mí ni nunca lo ha sido. Aun así, no puedo evitar mirar hacia las puertas de Barneys y preguntarme qué hay dentro.
—Ya, pero... es demasiado.
—No lo es. Y ya te lo he dicho, me gustan los retos. —Acerca su cara a la mía, sus labios rozan mi mejilla.
Un escalofrío me atraviesa a toda velocidad, cojo aire en una respiración superficial, mordiéndome el borde del labio inferior.
—Vale —asiento, y tira de mí hasta el interior, sus dedos tocando los míos, marcando un ritmo con los suyos, como si la música estuviera dentro de él, pidiéndole salir.
Dentro del establecimiento, Tate habla con una mujer que nos da la bienvenida, y enseguida dos vendedoras me están dirigiendo por toda la tienda. Después de mirar lo que hay a nuestro alrededor, me llevan al probador y me traen percheros con prendas preciosas. Muy pronto ni siquiera puedo acordarme de lo que me he probado y me ha gustado. Tate espera fuera, rara vez da su opinión cuando me decido a salir del probador con el último look. Él solo sonríe y se frota una mano por su cabeza afeitada.
—Coge lo que quieras —dice cuando intento devolver un vestido que cuesta más de lo que gano en un año entero—. Deja de mirar las etiquetas de los precios.
Apenas sé lo que hemos comprado, pero pronto nos vamos, con una enorme bolsa enganchada bajo el brazo de Tate. Me dice que tiene una sorpresa más.
El salón de belleza está escondido detrás de una calle lateral. Es un lugar discreto con un letrero que dice simplemente Q. Un hombre entra en la zona de espera y se presenta como Steven. Su cabello rubio decolorado se levanta desde su frente como los barrotes de una valla, y cuando sonríe, aparece un pequeño hueco entre los dos dientes delanteros. Pero no es un hombre pequeño. Es alto y musculoso como un levantador de pesas, con unos brazos que se flexionan bajo una camiseta ceñida color lavanda.
Me giro para mirar a Tate una vez más y le dirijo una sonrisa incómoda cuando el hombre me lleva a una sala rectangular larga y me sienta en una silla entre una fila de sillas vacías frente a una línea de espejos.
Tate espera en el vestíbulo. Han vaciado el sitio para nosotros.
—¿Cuánto tiempo llevas con este pelo? —pregunta Steven, quitando la goma de mi cola de caballo y dejando que los mechones castaños caigan en cascada sobre mis hombros.
Reconozco a Steven, caigo de pronto. Lo he visto antes, solo de pasada, creo que en uno de los reality shows de la tele que le gustan a Mia. Es el peluquero de las estrellas. Steven Farrah es su nombre, recuerdo. Y Q, ahora caigo también, es el nombre de su diminuto perro blanco. Su salón de belleza lleva el nombre de su perro.
—Toda mi vida —contesto, no muy segura de lo que Steven quiere decir. Por supuesto que he tenido este pelo toda mi vida.
De repente hace girar mi silla, apoya sus manos en el reposabrazos y me mira directamente a los ojos.
—Ciérralos —me dice.
—¿Que cierre… mis ojos? —digo.
—Sí. No quiero que VEAS tu pelo, quiero que te lo imagines. —La piel de Steven Farrah es como el mármol. Levanta una ceja perfectamente definida y la piel de la frente ni siquiera se le arruga.
Parpadeo, dudo, y a continuación, me rindo y acabo cerrándolos.
—Ahora —dice Steven en un susurro, como si lo que estuviese a punto de contarme fuera un secreto—. Imagínate que pudieses tener cualquier pelo que quieras. Imagínate que pudieras arriesgarte con lo que sea y que si no te gustara, tu viejo y aburrido pelo pudiese crecer de nuevo mañana. ¿Qué harías?
Abro los ojos y los entrecierro como si estuviera intentando verlo. La palabra está justo en la punta de la lengua pero dudo entre si decirla o no.
—Oh, venga, suéltalo. Puedo ver que tienes algunas ideas escandalosas dando vueltas por el interior de tu preciosa cabecita.
—Rubio. Un poco rubio —suelto.
Steven Farrah se pone de pie y levanta una ceja.
—Así que la impresionante castaña quiere ser rubia. —Se da golpecitos en la sien con su dedo y enrolla la lengua contra la parte interna de su mejilla.
—Hummm —reflexiona. Por fin añade—: Mechas.
Empuja otra vez mi sillón y me quedo frente a los espejos.
—Agárrate fuerte, nena, estoy a punto de darte las dos horas más emocionantes de tu vida. A menos que, por supuesto… —Me guiña un ojo y hace un gesto rápido con su barbilla hacia la sala de espera, donde vi por última vez a Tate. Miro en la misma dirección, pero no lo veo. No está sentado en ninguna de las elegantes sillas de madera—. ¿Tal vez el señor Tate Collins ya te ha… puesto luminosidad? —añade Steven y a continuación hace una pausa, inclinándose a mi lado y mirándome fijamente a través del espejo.
—No del todo —respondo, y Steven mueve la cabeza hacia atrás en una carcajada.
—Chica lista. Nunca se debe hablar de lo que se hace. No en esta ciudad.
Steven se pone manos a la obra y empieza a cepillar un líquido blanquecino y púrpura por unos mechones de mi pelo y después enrolla cada mechón individualmente en un trozo de papel de aluminio. Después me toca esperar. Mientras, hojeo una revista del corazón. Incluso me encuentro con una foto de Tate en una de las páginas. Está de pie entre una multitud con las manos cubriendo su rostro, como si intentara moverse a través del enjambre de personas. El titular dice: TATE COLLINS VISTO EN PÚBLICO DESPUÉS DE UN AÑO ESCONDIÉNDOSE. Caigo en que es una foto de la noche en la que cenamos en el Lola’s, cuando lo rodearon fuera del bar… la noche que me enteré de quién era en realidad. Ya me parece como si esa noche hubiese pasado hace cien años.
Una vez las mechas rubias se han grabado en mi pelo oscuro, Steven empuña unas brillantes tijeras y empieza a cortarme el pelo sección por sección. Aguanto la respiración, observando cómo los trozos de cabello flotan hacia el suelo de baldosas blancas.
Cuando ha terminado con el corte, el ruido del secador llena el salón de belleza, y cierro los ojos porque no quiero ver el resultado final, tengo miedo de que no me guste nada. Temo arrepentirme. Pero cuando los abro, me resulta imposible no parpadear ante mi reflejo.
Mi pelo cae hasta los hombros en capas onduladas que dan el efecto de un día en la playa: pelo natural y bañado por el sol. Los reflejos rubios magnifican mis ojos verdes: son como dos esmeraldas brillantes que parecen casi translúcidas contra el rubio platino. Me paso los dedos. Mechones de mi tono castaño se enroscan entre mechones rubios. Lo levanto y lo dejo caer otra vez sobre mis hombros.
Me pongo de pie y me inclino para acercarme más al espejo.
—No sabía que mi pelo pudiese quedar así.
—Hago bien mi trabajo —dice Steven, guiñando un ojo. Extiende sus brazos y le doy un abrazo. Huele a coco y a clavo.
—Gracias —le digo, y lo digo en serio.
—Y no has terminado aún —añade—. Marielle te va a maquillar ahora.
Una mujer sale de una puerta a mi izquierda. Sus mejillas son de un rosa pálido y su pelo es liso y negro con un flequillo muy recto que casi le toca las pestañas. Me coge de la mano y me lleva a otra parte del salón de belleza. Me siento en un sillón blanco acolchado y ella, con mucha maña, me inclina la cabeza hacia aquí o hacia allí como si fuera su lienzo y ella estuviese absorta en el ritmo de cada golpe de su mano.
—Ya estás lista, Charlotte —dice finalmente y abro los ojos. El reflejo que me mira pertenece a otra persona.
Ver el nuevo pelo ha sido como ponerse una peluca en Halloween. Guay, pero de alguna forma, temporal. Sin embargo, verme la cara así, tan transformada, es como despertar de un extraño sueño.
—¿Te gusta? —pregunta Marielle. Deja caer sus manos de su cintura, todavía sosteniendo un pincel de maquillaje en los dedos de la mano derecha.
Mis labios están brillantes y jugosos, del mismo rosa que mis pómulos, como si acabara de terminar de echar una carrera rápida en el frío. Mis ojos están delineados con un sensual gris carbón y toda mi cara parece hecha de porcelana cremosa. Estoy… increíble. Y, sin embargo, todavía soy yo.
—Me lo tomaré como un sí. —Sonríe y desabrocha una capa que tenía envuelta alrededor de mi cuello. Miro hacia abajo y me acuerdo de los tristes shorts y de la camiseta que sigo llevando puestos.
—Creo que tienes algo esperándote en el aseo —dice ella. Me lleva por un pasillo corto y abre una puerta a la izquierda. Dentro hay un cuarto de baño con chaises longues blancas y espejos adornados pintados de oro con cintas colgando de los bordes.
Y entonces lo veo. Extendido contra una pared, colgando de una percha, hay un vestido largo de color rojo. Es veraniego y holgado, con un cuello alto, los hombros al descubierto y una larga abertura en la pierna. Me había fijado en él en Barneys, pero no me lo quise probar porque sabía que era demasiado caro, era evidente solo con mirarlo. Y ahora, aquí está.
Meto la ropa vieja en una bolsa de plástico que evidentemente suele llevar productos para el cabello y camino hasta el vestíbulo.
Tate está de pie junto a la puerta, mirando por la ventana.
Le lleva un segundo darse cuenta de que estoy allí, pero después de girarse, se detiene, congelado.
Sus facciones están paralizadas, y durante unos instantes que le dejan sin habla, su mirada está fija en mí. Y entonces finalmente dice:
—Estás increíble.
—Gracias por el vestido —digo, tocando la tela—. Es precioso.
—Tú sí que eres preciosa —dice, y me coge la bolsa de plástico. Ya me parece que ha pasado una eternidad desde que llevaba esa ropa: una Charlotte diferente, en una realidad diferente.
Pero me estoy acostumbrando a esta.
Il Cielo no es un restaurante… es otro mundo. Un lugar encantado y mágico, y a rebosar de vides que trepan por las paredes de ladrillo rojo y lámparas de araña que cuelgan de un mar de luces que tiñen todo de un llameante tono dorado blanquecino.
Siento como si estuviera en un cuento de hadas: en alguna escena perdida de Sueño de una noche de verano. Un mundo imaginado por Shakespeare, donde las hadas y los amantes no correspondidos bailan y hacen el amor y se confiesan sus obsesiones por el otro.
Tate se sienta frente a mí en el jardín al aire libre, en una esquina. La camarera es una chica diminuta y alegre con un corte de pelo a lo paje y mejillas rosadas, que solo contribuye aún más a la sensación de haber sido transportados a otro mundo más romántico.
Tate me observa mientras comemos y siento ráfagas de calor atravesando mi piel. Me pregunto cómo solo una mirada puede hacerme olvidar todo lo que me prometí a mí misma, olvidar cada uno de los errores de mi madre, olvidar los errores de Mia.
—Háblame de tu familia —dice Tate, casi como si estuviera leyendo mi mente.
Suspiro.
—Bueno, mi madre me tuvo cuando era muy joven, pero murió y nunca he conocido a mi padre. Tengo una hermana mayor y vivimos con nuestra abuela. No hay mucho que contar, supongo.
Me lanza una mirada como si supiera que hay algo más.
—Siento lo de tu madre —dice—. Debes de echarla de menos.
—Sí, pero es, digamos, complicado. Mi madre nos abandonó cuando éramos muy pequeñas, así que no sé… —Me encojo de hombros—. La verdad es que me he pasado la mayor parte de mi vida intentando no ser como ella. Por eso al principio no quería salir contigo. Ella no era capaz de diferenciar entre un buen chico y uno malo y… —dejo de hablar.
—¿Pensabas que era un mal chico? —pregunta Tate—. ¿Todavía lo piensas?
Entrecierro los ojos, como si fuera a poder decir más cosas si le miro con más atención.
—Bueno, de acuerdo con tu historial muy bien documentado en las revistas People y Us Weekly, me inclinaría por la opinión de que no eres un chico tan guay. —Hace amago de defenderse pero yo continúo—. Pero mi propia investigación empírica me hace pensar en una conclusión diferente.
Se ríe.
—Tu investigación empírica, ¿eh?
—Soy muy científica —le recuerdo con una sonrisa.
Todavía nos estamos riendo cuando salimos a la acera y el flash de una cámara explota a mi vista.
—Tate —grita un hombre. Y hace otra foto.
Tate reacciona de inmediato, tirando de mí para ponerme a su lado y sosteniendo la mano delante de mi cara para impedir la siguiente serie de explosiones, el staccato de los flashes de la cámara.
—¡Tate! —Vuelve a gritar ese hombre, intentando conseguir que Tate se gire hacia él—. ¿Quién es la chica? ¡Dinos su nombre! ¿Por qué te has estado escondiendo? —Usa la primera persona del plural «dinos» como si hubiera más de ellos, otros paparazzis, pero él es el único. O alguien le ha dado el chivatazo o ha estado aquí acampado con la esperanza de ver a alguien famoso salir del restaurante.
Tate me aparta del hombre, subiéndome a la acera. La cámara sigue parpadeando y me protejo los ojos con la palma de la mano.
Veo el Tesla más adelante. Tate abre de golpe la puerta y me empuja dentro. Se sumerge en el asiento y sale volando. Los flashes de la cámara de ese hombre siguen disparando contra las ventanillas tintadas del coche hasta que nos mezclamos en el tráfico.
Tate se detiene en la esquina de mi casa, pone la palanca de cambio automático en «aparcar» y se echa hacia atrás en el asiento. Está tenso, su mandíbula apretada.
—Al menos solo había uno —le digo, tocando su brazo con indecisión.
—Lo siento —dice—. Debería tener más cuidado contigo. Jamás debería haberte llevado allí.
—Estoy bien —digo.
Pero no me mira, sus facciones siguen dibujando una línea rígida.
—No quiero que te hagan fotos. No quiero que tu vida cambie.
—Lo sé. —Hago una pausa y a continuación digo lo que pienso. Al diablo con las consecuencias—. ¿Podemos ir a tu casa un rato antes de volver a la mía?
—No te puedo llevar a mi casa —dice, todavía sin mirarme a los ojos—. No estoy seguro de ser capaz de controlarme.
—¿Qué quieres decir?
—Lo guapa que estás esta noche… No puedo pensar con claridad. —Traga saliva—. No confío en mí mismo. No confío en mí mismo contigo.
Siento que mi corazón se eleva rápidamente en mi pecho. El deseo de pronto se dispara por mis venas. Este día me ha hecho una persona diferente, valiente, y no tengo miedo de tocarlo en este momento. Levanto mis dedos y le acaricio un lado de su cuello, dejando que vayan sin rumbo hacia arriba, buscando su mandíbula, y luego sus labios. Dejo que las puntas de los dedos rocen su labio inferior, apretándolo y me estremezco.
Se vuelve hacia mí, con mis dedos aún contra su boca.
—Charlotte. —El sonido es gutural y profundo.
Me cubre la mano con la suya, apartando mis dedos.
—Si te beso ahora, no voy a ser capaz de parar. No voy a parar hasta… —Me aprieta la mano y después la apoya de nuevo en mi regazo. Veo cómo sus ojos se dirigen a mis piernas desnudas, mis muslos y a continuación suben otra vez hasta mi cuello y luego mis labios.
Abro la boca para hablar, pero me detiene.
—Todavía no —dice.
Exhalo y cada célula encendida de mi cuerpo se convierte en ceniza, extinguida por sus palabras. Mi corazón cae de golpe a mi estómago.
Nunca imaginé que podría sentirme de esta manera, que yo sería la que metiese presión para conseguir más; la que quisiese un beso que él no quiere darme. Pero Tate tiene límites que yo no entiendo. Normas que no tienen sentido para mí.
Mi cerebro cambia a «modo práctico» y me rescata de mis agobiantes reflexiones. Miro mi vestido. No puedo entrar en casa así.
—Tengo que cambiarme —le digo.
Tate me mira, duda y después asiente con la cabeza, entendiendo. Me abre la puerta de copiloto rápidamente para que salga y me dirige hasta el asiento de atrás, donde la bolsa con la ropa de siempre me espera junto con las otras bolsas de las compras de hoy. Se mete detrás de mí para que no le vea nadie otra vez, pero su ojos se mueven de izquierda a derecha, como si de repente se diese cuenta de lo apretados que estamos aquí atrás.
—No miro —dice Tate.
Soy consciente de que espera que me cambie aquí, en el coche. Las ventanillas están tintadas casi de negro, así que no hay riesgo de que alguien me vea desde fuera, pero aun así, Tate está justo a mi lado, a un milímetro de distancia.
Pero lo cierto es que no tengo otra opción.
Me desato los zapatos de tacón negro y deslizo mis pies fuera de ellos, uno a uno. Las plantas me han empezado a doler y me froto los talones brevemente. Intento desabrocharme la parte de atrás de mi vestido, pero no llego al cierre ni a la parte superior de la cremallera.
—¿Podrías… bajarme la cremallera? —pregunto en voz baja.
Se gira y su mirada parece más profunda, más fija. No parpadea.
Me muevo en el asiento y giro mi espalda hacia él, y por un momento no me toca. Pero puedo oír su respiración, la duda en cada exhalación.
A continuación, siento sus manos en la base de mi cuello, deteniéndose un instante demasiado largo antes de encontrar el cierre para deslizar después la cremallera por toda la espalda hasta la cintura. Siento débilmente su aliento contra mi espalda desnuda y aprieto la parte de delante del vestido a mi pecho y me giro para mirarlo.
Arqueo mi espalda, deslizando el vestido hacia abajo, serpenteando mi cuerpo para que baje por mis piernas hasta los tobillos. Queda como un montículo de seda roja en el suelo alfombrado del coche, brillante incluso en la penumbra del asiento trasero. El aire es suave, pero siento un cosquilleo en mi piel desnuda. Doblo el vestido y rápidamente lo meto en la bolsa del salón de belleza, cogiendo mi ropa y vistiéndome lo más rápido que puedo. Durante todo ese tiempo, Tate nunca se mueve, no se gira para mirar de reojo mi cuerpo parcialmente desnudo.
Cuando he terminado me siento como Cenicienta, volviendo otra vez a la normalidad con mi ropa corriente de todos los días.
Tate se mueve para abrirme la puerta y a continuación, se detiene.
—Quiero volver a verte… esta semana —dice.
Siento que mi entrecejo se arruga.
—Esta semana estaré muy ocupada —le digo, recordando mi próximo examen de mates y un trabajo de lite que tengo que entregar—. Además, le dije a Holly que haría un turno extra en la tienda.
—Quizá deberías dejar el trabajo en la floristería —dice.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Así puedo verte más.
—Necesito el trabajo y el dinero —digo, apartándome un pequeño mechón de pelo cuando cae sobre mi cara.
—Podría comprarle la tienda a tu jefa y después contratar a alguien para que trabaje allí por ti.
—Tate —le digo con el ceño fruncido—. Me gusta trabajar en la floristería.
Su expresión se relaja e incluso sonríe.
—Me gusta cuando haces eso.
—¿El qué?
—Cuando pones esa cara. Cuando no te gusta algo, arrugas la nariz. Me gusta.
—Tate. —Cabreada de que no me esté tomando en serio, salgo a la acera. Intento mantener mi cara seria, quiero dejar claro que no me puede mandar así, pero cuando miro hacia atrás, veo que sus labios se elevan en una sonrisa y no puedo evitar echarme a reír.
Sale del coche después de mí, toca mi mano, sujetándola por la muñeca, y se la lleva a los labios. Besa el triángulo de tinta que hay junto a mi pulso latente, con los ojos fijos en mí todo el tiempo.
—De acuerdo. Sigue en la floristería, pero aun así quiero verte y, si eso significa que tengo que comprar todas las flores todas las semanas y enviarlas a distintos hospitales, lo haré.
Niego con la cabeza.
—Adiós, Tate.
—Adiós, Charlotte.
Camino hacia atrás un par de pasos, con Tate mirándome, después me giro y apresuro el ritmo durante el resto del camino hasta la acera.
Cuando llego a la puerta del segundo piso de la casa, escondo las bolsas en la entrada y miro a hurtadillas en el interior para asegurarme de que nadie pueda verme. Cuando veo que Mia está en el salón, medio adormilada, medio viendo la tele con Leo en su regazo, y la abuela está en el baño aplicándose una mascarilla, meto corriendo las bolsas en mi habitación, evitando la mirada de Mia. Probablemente no está muy contenta conmigo, ya que no he vuelto a casa a tiempo de cuidar de Leo para que ella pudiera ir a su cita con Patrick. Pero yo tenía mi propia cita de la que preocuparme y Leo no es mi responsabilidad… es la suya.
Me limpio la cara con un pañuelo de papel, viendo cómo el bonito maquillaje se convierte en una mancha de tonos cremas y grises sobre la celulosa. Meto las bolsas de las compras al fondo de mi diminuto armario, con miedo a colgar la ropa en las perchas por si alguien la ve.
Justo antes de acostarme, mi abuela abre la puerta parcialmente cerrada y me pregunta qué me he hecho en el pelo. Otra mentira… le cuento otra mentira. Le digo que Carlos me llevó a la peluquería como regalo tardío de cumpleaños, que quería que tuviera un estilo completamente nuevo para las Navidades.
—Muy guapa —me dice y me siento culpable por mentir.
Una vez se ha acostado, me deslizo entre las sábanas y llamo a Carlos. Me disculpo por no haber ido a nuestra cita para estudiar, pero no le cuento nada del día con Tate. No estoy segura de por qué, pero quiero que Tate sea mi secreto. No quiero diseccionar cada detalle, compartir todo lo que dice o hace. Quiero que él sea mío y solo mío.
Él es la única cosa en mi aburrida y responsable vida que me pertenece solo a mí.