Capítulo veintiuno

Tres días después, las cosas en casa apenas han cambiado. No he hecho las paces con la abuela, pero tampoco he visto a Tate… No es que pueda verle estando como está en Nueva York, así que me siento en un callejón sin salida.

Camino deprisa atravesando el aire de la noche hacia el laboratorio de la UCLA. Rebecca ya está de pie en uno de los puestos, etiquetando muestras.

—Hola —dice—. Eh, y…

—Gracias por cubrirme la otra noche —le digo—. Fue muy amable por tu parte.

—No hay problema. No sabía que eras… —Hace una pausa, buscando la palabra correcta—. Famosa.

—¡Bah! —me burlo—. Para nada. —Le sonrío, agradecida de que no me pregunte nada más.

En el instituto, Carlos quería saberlo todo sobre Nueva York, sobre Tate y sobre lo que pasó cuando llegué a casa y me tuve que enfrentar a mi abuela. Pero yo no quise hablar de nada de eso. Desde que volví de Nueva York, cada parcela de mi vida me parece una cárcel.

Me pongo la bata de laboratorio, leo las notas de los dos estudiantes cuyo turno ha terminado justo antes del nuestro y después me siento en un taburete para ayudar a Rebecca a separar y etiquetar muestras. En una hora tendremos que colocar dos docenas de muestras en la unidad refrigerada. En este momento, una hora parece muy lejos.

Mientras trabajamos, comienzo a pensar en Tate. Pienso en la noche en que nos vimos por primera vez y el miedo que tenía de permitirme sentir algo por él, mis resistencias a salir con él en una cita. Toda mi vida he tenido miedo. Casi no me he permitido experimentar con nada. ¿Y si hubiese crecido en una familia normal?, me pregunto, ¿qué habría pasado? ¿Estaría aquí ahora, en la UCLA, haciendo estúpidas etiquetas para estúpidas placas de Petri para algún estúpido proyecto en el que estoy metida solo para entrar en una universidad concreta? Bajo la mirada, a la placa de Petri que llevo en la mano; mis dedos tiemblan un poco. En realidad nunca he dejado de pensar si esto es de verdad lo que quiero. Nada de esto. He trabajado muchísimo para entrar en Stanford: todas las actividades extracurriculares, los sobresalientes en todo, las redacciones perfectas. Ahora me han admitido y pensé que me sentiría eufórica. Tengo todo lo que siempre quise.

Pero, ¿y si quiero otra cosa?

Miro a Rebecca, clasificando mecánicamente los recipientes de cristal, y me doy cuenta de lo distinta que soy. A ella le encantan los experimentos, los interminables estudios, el orden y la precisión de todo. Pero tal vez eso no me defina a mí. Tal vez eso no sea lo que yo quiero, estas prácticas, esta carrera. No estoy segura de querer ESTO. Por primera vez me pregunto si esto ha sido siempre lo que he querido para mí o si quizá es que no sabía quién era yo realmente. Tal vez esté aprendiendo eso ahora.

Ahora es todo mi cuerpo el que tiembla. Dejo la placa de Petri en la mesa. Doy un paso atrás y me quito la bata blanca de laboratorio. Siento que mis piernas me llevan hacia atrás. Mi bolso está en una silla y lo cojo en silencio, de forma automática.

—¿Charlotte? —dice Rebecca, interrumpiendo su trabajo para mirarme.

—Me tengo que ir —le digo.

—¿A dónde? Tenemos que hacer el cambio en menos de cuarenta minutos.

—No puedo —murmuro.

—¿Por qué no?

Niego con la cabeza mirándola, las lágrimas o quizá risa abriéndose camino hacia la superficie.

—Necesito irme.

Y salgo corriendo por la puerta del laboratorio, abalanzándome por el pasillo, desesperada de repente por encontrar aire fresco. Salgo del edificio de Ciencias hasta el aparcamiento y subo la cabeza muy arriba, riéndome al cielo.

 

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El asfalto está ardiendo en el aeropuerto privado, el calor sube en oleadas bajo el sol de la tarde.

Observo cómo el jet de Tate vuela en círculos y después desciende a tierra. Han pasado dos semanas desde la última vez que lo vi, dos semanas desde que salí de Nueva York. Y sigo sin sentirme yo misma.

Cuando el avión de Tate avanza hasta detenerse y la puerta se abre, una oleada de emoción me invade. Aparece en la puerta con una mano sobre los ojos; lleva una camisa de franela verde y unos vaqueros oscuros. Cuando baja por las escaleras, corro hacia él. Me aúpa en sus brazos, sus fuertes manos alrededor de mis muslos y entierro mi cara en su cuello.

Había pensado contarle todo cuando volviera a casa: que he dejado el laboratorio, que los paparazzis se presentan a veces en la puerta del instituto, lo de la chica gótica del cuarto de baño que no he vuelto a ver… pero ahora, al verlo de nuevo, no quiero estropear este momento. Nada de eso parece importante.

Lo único que importa es NOSOTROS.

—Hueles tan bien —dice en mi oído.

—Te he echado de menos.

Me suelta en el suelo, con las manos aún agarrando mi cintura. Un hombre pasa junto a nosotros y empieza a meter el equipaje en el Cadillac Escalade, esperando a Tate.

Me giro y tiro de él hacia el coche, pero me detiene antes de entrar dentro.

—Charlotte. Hay algo que te tengo que decir.

La forma en la que su tono de voz cambia lanza un escalofrío que me atraviesa de un lado a otro. Tenso los labios.

—¿Qué pasa?

Mira hacia el asfalto donde otro avión frena ruidosamente en la pista.

—Voy a volver a hacer una gira para promocionar el nuevo disco. Al principio será algo pequeño, un par de conciertos sorpresa… pero estamos trabajando en una gira europea para después.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Mi manager ha movido algunos hilos, voy a hacer un concierto sorpresa esta noche, teloneo a los December Valentine en el Staples Center.

—¿Esta noche? Pero… —aparto la mirada, mi boca está inclinada hacia abajo.

—Sé que es pronto, pero quieren hacer algo de ruido con el nuevo disco. Y es solo un concierto. No tendré que marcharme de inmediato después de eso.

—Entonces, ¿cuándo? —pregunto.

—La próxima semana doy un concierto en Sacramento. Y unos pocos días después, vamos a Seattle. —Tate me empuja contra el lado del coche, apartándome el pelo de la cara, pero nada de eso consigue calmar la frustración que se acumula en mi pecho.

—¿Cuánto tiempo vas a estar de gira?

—Un año… Probablemente. —Hace una pausa y retira las manos de mi pelo—. No va a ser fácil. Sé que empiezas en Stanford el año que viene, y yo estaré de gira, pero quiero estar contigo. Vamos a conseguir que funcione.

Me aparto de él y voy hacia la ventana, tocando la superficie para no perder el equilibrio. No puedo evitar pensar en lo que me contó de su última gira: las fiestas, las drogas, las chicas. No te puedes ni imaginar lo que se siente con ese tipo de fama. Uno empieza a sentir que puede hacer lo que le dé la gana. Sus palabras resuenan en mi cabeza.

—No sé, Tate. —Sigo de cara a la ventana—. Un año es mucho tiempo. —Ni siquiera llevamos juntos un año.

—No va a ser fácil —admite. Me toca el brazo y gira mi barbilla hacia él. Su boca es cálida, suave y tranquilizadora cuando despeja mi duda a besos. Paso mis manos sobre su cabeza, tocándolo, queriendo recordar cómo se siente, su sabor contra mis labios, sus manos moviéndose hábilmente por mis hombros y brazos. Acaba de regresar y volvemos a tener los días contados.

—Seguiremos viéndonos —dice—. Solo que no tan a menudo. —Pero mi cabeza ya está dando vueltas, imaginando el próximo año de mi vida sin él: sola en Stanford, estudiando y sin dormir, mientras él viaja por el mundo con chicas colándose en el backstage, deseándole, suplicándole.

—¿Y si pudiéramos estar juntos? —pregunto.

Echa la cabeza hacia atrás.

—Charlotte… ¿de qué estás hablando?

La idea ya había ido tomando forma en mi cabeza desde que salí corriendo por la puerta de mis prácticas en el laboratorio. El profesor Webb me llamó y me dejó mensajes, pero aún no le he devuelto la llamada. No he sabido qué decir, cómo explicarle que he estado viviendo la vida equivocada. Cómo explicarle que ese trabajo, el laboratorio, no es lo que quiero.

—¿Qué pasa si no voy a Stanford? —digo.

—Pero es que sí vas a Stanford.

—¿Y si me fuera contigo de gira en su lugar? —Mi tono se eleva. No me gusta cómo suena, pero no me importa.

—No puedes renunciar a Stanford.

—No estaría renunciando. Lo puedo aplazar durante un año. La gente hace eso todo el rato.

Sus ojos se alejan de mí.

—No puedo permitir que hagas eso. Has trabajado muchísimo para entrar en esa universidad.

—Es mi decisión —digo con brusquedad. ¿Otra vez con lo mismo? ¿Por qué todo el mundo en mi vida cree que sabe las cosas mejor que yo?—. Por fin estoy tomando decisiones por mí misma —agrego—. Pensé que lo entenderías.

—Sí, pero… —Sus ojos se quedan fijos en algún punto lejano de la pista.

—T —dice Hank desde el otro lado del coche—. Es la hora.

Tate asiente con la cabeza y después me mira.

—He de irme. La prueba de sonido es en unas horas y tengo que prepararme.

Siento cómo se aprieta un fuerte nudo en mi estómago.

—Esta noche va a estar guay —dice—. Ya verás. Te pongo en la lista del backstage. A las ocho en punto ve a las puertas dobles de acero junto a la entrada sur. Te dejarán entrar.

—¿Y después? —pregunto.

—Iremos a mi casa. Hablaremos. Arreglaremos todo esto. —Está diciendo todo lo que hay que decir, pero su mirada está hueca. Siento un escalofrío moverse dentro de mí.

Me besa en los labios y lo observo entrar en la parte trasera del todoterreno. Tate y Hank me llevan a la zona del parking donde tengo aparcado mi coche. Bajo de un salto cuando nos detenemos junto a mi Volvo, intentando ignorar la sensación de que todo está mal entre nosotros. Miro al Escalade desaparecer de mi vista, intentando sentir ilusión por el concierto de esta noche. Mi novio estrella del rock me lleva al backstage para su gran concierto de regreso. ¿Que podría ser mejor? Nada, me digo. Y después, deseo con todas mis fuerzas que mi corazón escuche.