Capítulo veinte
El sol de la mañana crea formas alargadas contra las sábanas blancas. Me despierto, parpadeando, y me quedo mirando mi brazo extendido. El triángulo de mi muñeca se ha desvanecido. No lo he repasado suficientemente. He estado pensando en otras cosas.
Tate sigue a mi lado, está encima del edredón mientras yo estoy enredada en las sábanas. Pienso que está dormido, pero cuando me doy la vuelta para ponerme frente a él, veo que sus ojos están abiertos y que está mirando por los enormes ventanales.
—Buenos días —digo, mi tono es bajo y dulce.
—Buenos días. —Extiende los brazos y tira de mí. Yo deslizo mi mano sobre su estómago—. Estás muy guapa cuando duermes —dice. La tensión de la noche anterior ha desaparecido, pero todavía parece serio.
—¿Has dormido algo? —pregunto.
—Un poco.
Inhalo su aroma y las yemas de sus dedos dibujan líneas por mi brazo.
—¿Tienes que trabajar hoy? —pregunto.
—No. Soy todo tuyo.
Sonrío y presiono mis labios contra su pecho desnudo.
—¿Qué te gustaría hacer? —pregunta Tate pasando sus fuertes dedos por mi pelo—. ¿Quieres visitar la ciudad?
—Sí… —Respondo dudosa—. Pero esto también está bien.
Inclina la cabeza, con la mirada traviesa, y me acerco más a él, subiendo desde su pecho para darle un beso en los labios. Sus dedos acarician mis costillas, sienten cada hueso curvo, y nuestro beso se calienta con rapidez. Su boca insiste más y más, y trepa encima de mí. Su peso es suficiente para hacer que mi respiración se acelere y se vuelva irregular. Besa mi cuello y después el lóbulo de mi oreja, y me estremezco cuando sus labios presionan contra los míos, hundiéndose cada vez más mientras el calor se dispara entre nosotros.
Mi cuerpo se arquea hacia el suyo, elevo mis rodillas y le abrazo con ellas, y mis dedos de los pies se doblan contra sus piernas. Su corazón golpea contra mi pecho cuando está totalmente encima de mí, y sé que él también me desea y que su cuerpo está cansado de esperar.
Cierro los ojos, subiendo con las uñas la longitud de su nuca. Gime contra mi garganta, sumergiéndose más profundamente cuando su lengua hace círculos lentos en mi piel. Presiono mi cabeza contra la almohada mientras mi cuerpo se estremece pensando en lo que va a pasar.
Ha llegado, pienso. Este es el momento.
Tate sube más el torso y descansa sus caderas contra las mías. Un nuevo remolino de deseo late desde la parte más baja de mi abdomen, una necesidad como nunca he sentido antes. LE DESEO.
—Charlotte —murmura, sus labios ahora justo bajo mi barbilla—. ¿Es esto lo que quieres?
—Sí. —Mi voz es susurrante y rápida. No dudo.
Me toca la cara, me besa en la boca e inclino la cabeza hacia atrás. Mis caderas se elevan hasta apretar las suyas. Animándole para que se acerque. Y entonces, algo rompe la quietud. Un timbre. Mi móvil.
Lo ignoro, beso a Tate de nuevo y al cabo de un rato el sonido del móvil se detiene. Sus dedos están en la goma de mis braguitas. Prácticamente no hay nada separándonos y mi corazón vibra, quiero sentir todo su cuerpo contra mí. Pero entonces… el timbre comienza de nuevo.
Inclino mi cabeza hacia el sonido.
Es probable que solo sea Carlos, que quiera ver qué tal estoy. El sonido para y casi inmediatamente comienza de nuevo. Tate cambia su cuerpo de lado y me mira fijamente.
—Voy a ver qué pasa —digo, retorciéndome debajo de él para salir. Me pongo la bata que está en el armario y camino hacia el amplio salón. El teléfono está vibrando en la mesita donde Tate lo dejó anoche. Lo cojo y mi estómago se hunde. Le doy al botón verde, aclarándome la garganta y preparándome para que mi voz salga lo más casual y normal que sé.
—Hola, abuela —digo, lanzándole una mirada a Tate, ahora tumbado boca arriba en la cama, observándome.
—Sé que no estás en Seattle —dice en el otro lado de la línea—. Estás con él… en Nueva York.
Me quedo en silencio. Una contracción de miedo nace en mi estómago.
—Charlotte, no puedo… —Se ahoga con sus palabras—. ¿Mintiéndome a mí? No puedo creerlo, Charlotte… No puedo…
—Abuela, yo… —Pero no estoy segura de qué decir. ¿Cómo me puedo explicar? Quiero decirle que no es lo que piensa, pero no quiero volver a mentir—. Voy a casa —Es todo lo que soy capaz de vocalizar. Mi tono es tan bajo que creo que quizá debería decirlo otra vez.
Cuelga el teléfono antes de que pueda añadir nada más.
¿Cómo se ha enterado? Abro mis mensajes y veo uno de Carlos, de hace dos horas. Es una foto mía con Tate, saliendo anoche de la pizzería. Y hay un pie de foto: TATE COLLINS CON SU NOVIA EN NUEVA YORK LA NOCHE DEL VIERNES.
Una vez más, el mundo sabe que estamos juntos. Ya no se puede negar.
Tate me acompaña al aeropuerto, cogiéndome de la mano en el asiento de atrás mientras que Hank conduce el todoterreno negro por las atestadas calles de Manhattan.
He estado en Nueva York menos de veinticuatro horas y ahora me vuelvo a Los Ángeles.
—Nunca deberíamos haber salido de la habitación anoche —dice Tate—. Lo siento.
—No debería ser así —contesto, mirando por la ventana a la ciudad que pasa por mi lado, envuelta en color gris cuando las nubes descienden sobre los edificios altos—. Tengo dieciocho años. Tiene que darme más libertad.
Llegamos al aeropuerto y Tate pasa sus dedos por mi pelo mientras me besa. Los dos sabemos que no puede salir del coche. No podemos arriesgarnos a que nos vean y nos hagan fotos otra vez. Si mi abuela nos ve besándonos en otra foto en otra revista solo empeoraría las cosas.
—¿Cuándo te veré de nuevo? —pregunto.
—Debería estar de vuelta en Los Ángeles en un par de semanas. —Su expresión ha sido ilegible desde que dejamos el hotel. Noto una leve tensión en los labios. Me digo que es solo porque nos hemos visto obligados a parar muy cerca de poder, finalmente, estar juntos.
Me ofrece una pequeña sonrisa y me besa una vez más antes de que salga del coche. Este fin de semana ha sido casi perfecto, ha sido casi todo lo que quería que fuera. Y ahora, cuando vuelva a casa, voy a pagar el precio.
Llego al aeropuerto de Los Ángeles aturdida. Quizá debería haberlo estado, pero no estoy preparada para los paparazzis que me esperan a mi llegada. Nada más bajar la escalera de la sala de recogida de equipajes, me los encuentro, planeando como buitres.
—¡Charlotte! ¡Charlotte! —dicen en voz alta—. ¿Dónde está Tate? ¿Cómo os conocisteis? ¡Charlotte!
Los ignoro y sostengo mi brazo delante de la cara. Avanzo por la sala intentando encontrar una salida.
—¿Estáis todavía juntos? ¿Qué está haciendo en Nueva York? ¿Por qué has vuelto tan pronto?
Flashes, explotando y deslumbrando. Mi visión se nubla. Miro hacia arriba, buscando a dónde ir. Mis ojos analizan los lados de la sala en busca de un lugar para escapar. Delante de mí veo el aseo de señoras y corro.
En el interior, me agarro al lavabo con mis manos. Inhalo y exhalo. Tate me advirtió que la fama puede ser difícil, que lo de los paparazzis es intenso, pero no pensé en cómo me sentiría al estar sola. Supervulnerable. Me fijo en que estoy temblando.
Pero cuando miro hacia arriba veo una cara familiar y se me corta la respiración. Estoy teniendo un déjà vu. Ya he visto antes esos ojos claros y esas pecas, en un lugar parecido a este. Por un segundo, no consigo encajar las piezas, pero después caigo: la chica gótica del Lone Bean. La que me dijo que me mantuviese alejada de Tate. Apenas he vuelto a pensar en ella desde entonces. ¿Qué hace aquí?
—No me escuchaste —dice, mirándome directamente. El tinte negro de su pelo empieza a aclararse.
—Lo siento, ni siquiera sé… —comienzo, pero me interrumpe.
—Te dije que te mantuvieses alejada —dice antes de empezar a retroceder—. Te lo dije.
A continuación, se gira, se abre paso en el quicio de la puerta empujando a una mujer y desaparece.
Me miro en el espejo, mi cola de caballo rubia es un desastre por el vuelo. Mis ojos verdes parecen cansados y me fijo en que, en cierta manera, parezco mayor. No estoy segura de qué pensamiento tener más presente: los paparazzis esperando fuera de la puerta o la chica de pelo teñido de negro y su extraña advertencia. Me armo de valor. En cuanto salga de aquí, también me tengo que enfrentar a mi abuela y eso es un pensamiento que me aterroriza aún más.
La abuela está más que furiosa.
Trato de evitarla entrando en la casa con sigilo y yendo directamente a mi habitación, pero aparece en la puerta de mi dormitorio nada más dejar la maleta en el suelo.
—Ni siquiera te reconozco —dice, su tono es cáustico y su cara está enrojecida.
Debería disculparme, debería admitir que he cometido un error y prometer que no volveré a hacerlo de nuevo, pero no puedo creer lo que está diciendo. Mi cabreo está destruyendo toda racionalidad posible.
—Soy la de siempre, abuela. No ha cambiado nada.
—¿Perdona? —dice, dando un paso bajo el umbral de la puerta—. ¡¿Qué no ha cambiado nada?! Charlotte, me has estado mintiendo durante meses. La Charlotte a la que yo conocía quería ir a Stanford, quería más que todo esto…
—Pero es mi vida —le digo, armándome de valor—. Le quiero.
Eso es demasiado para ella. Sus ojos se abren como platos, su cara se queda congelada tal y como está… inmovilizada por el shock. Y entonces niega con la cabeza, intentando desesperadamente encontrar las palabras.
—No seas estúpida, Charlotte. Un chico como ese solo quiere una cosa de ti. Pensé que ya lo sabías. Pensé que eras más inteligente.
—Todo esto no es ni siquiera por mí —digo en un ataque de furia—. Es por ti. ¡Tienes todo ese miedo a que acabe como Mia o como mamá porque lo cierto es que ambas acabaron igual que tú! Arruinaste TU vida por quedarte embarazada muy joven. Bueno, pues yo no voy a arruinar la mía… no soy como tú.
—Tú no me hablas así —me responde. Se da la vuelta en la puerta y me trago el resto de palabras que ya trepaban hacia mis labios. Odio sus reglas, su exigencia hipócrita de perfección.
Escucho la puerta de su habitación cerrarse de golpe al final del pasillo y a continuación le grito:
—¡Y me han admitido en Stanford, por si a alguien le interesa!
Leo rompe a llorar tras la puerta de Mia, pero en breve se tranquiliza. Mia debe de estar de pie al otro lado de la puerta, escuchándolo todo. A continuación, la casa vuelve a estar en silencio.
Me tumbo sobre la cama, tirando del edredón hasta la cabeza. Cuando era pequeña solía pensar que si cerraba los ojos lo suficientemente fuerte, desaparecería. Me imaginaba a mí misma en un lugar nuevo, en un lugar sobre el que había leído en algún libro.
Ahora, justo cuando el mundo por fin se está abriendo a mí, me siento más atrapada que nunca.