Capítulo diecinueve

Cinco horas más tarde, el avión planea en círculos sobre Nueva York. La ciudad es una masa brillante de luces bajo el cielo oscuro y una emoción nerviosa vibra en mi interior.

Hank está de pie en la zona de recogida de equipaje y lleva mi maleta a un Cadillac Escalade negro. Siento la efervescencia de la ciudad mientras avanzamos por Manhattan, con los rascacielos elevándose sobre nuestras cabezas, la gente moviéndose por las aceras mientras una ligera lluvia se acumula en el parabrisas delantero. No me puedo creer que esté realmente aquí.

Finalmente, Hank reduce la velocidad hasta detenernos frente a un impresionante hotel donde un hombre me abre la puerta sosteniendo un paraguas. Un botones coge mi maleta del maletero y la rueda bajo el toldo protegiéndola de la lluvia.

—Tu llave —dice Hank cuando se encuentra conmigo junto a la acera y me entrega una tarjeta de plástico. Luego se vuelve hacia el hombre que sostiene el paraguas sobre mi cabeza—. Al ático.

Las calles brillan bajo la lluvia. Todo da la sensación de ser un sueño.

—Tate volverá a las nueve y tiene una reserva para cenar a las nueve y media —me explica Hank.

—Vale.

—Me alegro de que estés aquí —añade—. Te ha echado de menos.

—Gracias —le digo y regresa a la puerta del lado del conductor.

El hombre con el paraguas me hace gestos para que le siga y atravieso las puertas de cristal. Me detengo para contemplar el techo dorado con arcos y las lámparas de araña de cristal de roca. La gente está sentada en sofás de respaldo bajo y bebe cócteles del bar del vestíbulo. Es la sala más elegante que he visto jamás.

—Señorita —dice el hombre, sosteniendo abiertas las puertas del ascensor para que entre.

Le alcanzo, doy un paso dentro de la cabina del ascensor con espejo. El señor pasa su tarjeta de acceso sobre el panel de la pared y luego aprieta el botón que pone «A». El ascensor comienza a moverse suavemente, elevándose; yo me agarro a la barandilla de latón inclinando la cabeza hacia arriba como si pudiese ver cada piso pasar a medida que subimos más y más alto.

 —Su habitación —dice cuando el ascensor se detiene, señalando la única puerta que hay al otro lado de un corto pasillo. Pongo mi propia tarjeta, la que me dio Hank, sobre el panel cuadrado y se enciende una luz verde desbloqueando la puerta.

Entro en la habitación y mi boca solo puede arquearse en una amplia sonrisa. Es increíble. Unos candelabros cuelgan elegantemente sobre el salón y la zona de comedor. Hay sofás blancos mirando a una chimenea ya encendida. Unas cortinas ligeras cuelgan a los lados de unas puertas inmensas de vidrio, de arriba abajo, que conducen a un gran balcón.

—¿Necesita algo más? —pregunta el hombre, colocando mi maleta dentro de la habitación, junto a la entrada. Niego con la cabeza y se retira de nuevo al pasillo, cerrando las puertas tras de sí.

Me quedo de pie por un instante, observándolo todo fijamente, y después me lanzo de un salto a la cama extra grande, hundiéndome en las almohadas color azul cielo y extendiendo mis brazos.

Suelto un chillido y después me tapo la boca, riendo.

Es posible que no me quiera marchar nunca de aquí.

Y entonces veo algo a mi izquierda, colgando de un gancho sobre una puerta. Es un vestido: un vestido largo, negro y muy sexy. Me pongo de pie y camino tranquilamente por la habitación. Hay una nota clavada en la percha: «Para ti».

Aprieto la nota contra mis labios, sonriendo.

Soy Alicia, y esto es el país de las maravillas.

 

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Me desprendo de mi ropa, la doblo y la coloco en una silla junto a la cama. Después me pongo el vestido negro, disfrutando del tejido suave y sedoso contra mi piel. Me siento... como otra persona. Alguien más mayor.

Cuando entro en el cuarto de baño y me miro en el espejo de cuerpo entero, dejo escapar un profundo suspiro. La tela se adhiere a las curvas de mi cuerpo. Me paso los dedos por las caderas, sintiendo la delicada seda negra.

Me siento guapa.

Ya son las nueve y cuarto cuando salgo al balcón con vistas a Nueva York. Los cláxones de los coches berrean desde abajo y hay un zumbido constante, como si la ciudad tuviese su propio pulso, un latido que nunca cesa.

Cuando empiezo a tener frío me meto dentro, camino por la suite y finalmente, vuelvo a caer en la cama. ¿Dónde está? Según Hank, ya debería estar aquí. A las diez siento que mis párpados empiezan a pesar, pero no recuerdo caer en el sueño hasta que no siento el calor de alguien a mi lado.

Su aliento en mi cuello es templado y me despierta de mi duermevela. A continuación una mano se posa plana sobre el hueso de mi cadera y se desliza por mi muslo. Mis ojos revolotean hasta abrirse.

—Siento el retraso —susurra junto a mi oído—. Se nos hizo tarde en el estudio. —Sus labios permanecen pegados en mi nuca—. ¿Tienes hambre?

Asiento con la cabeza y me giro hacia él.

—Hemos perdido nuestra reserva —añade, mirándome fijamente, sus ojos ardiendo en los míos. Quiero besarlo, tocarlo, acurrucarme en sus brazos. Y es lo que hago; le planto mis labios en los suyos y él me devuelve el beso, nuestras bocas se entrelazan y el latido de mi corazón se acelera con rapidez. Toca un mechón de mi pelo y suavemente lo echa hacia atrás para mirarme a los ojos.

—Vayamos a comer primero —dice. Y lo de «primero» implica que habrá un «después», y mi corazón bombea más rápido ante la idea de tener sus manos sobre mí otra vez—. Hay una pizzería que abre toda la noche a solo una calle de aquí.

—Suena perfecto —digo.

Me coge de las manos y me levanta de la cama. Su mirada me recorre de arriba abajo.

—Tú, con ese vestido, es casi demasiado.

Sonrío y me pongo de puntillas para besarlo.

—Tú lo has comprado —digo—. Así que la culpa es toda tuya.

Dentro del ascensor, Tate desliza su mano por mi cintura mientras vamos bajando. Estoy a punto de hablar para preguntarle si se queda siempre en este hotel cuando está en Nueva York cuando de repente me sujeta más fuerte y me empuja contra la esquina del ascensor. Me besa. Su lengua, suave contra mis labios, juguetea con el interior de mi boca, y yo me hundo en sus brazos. Cuando el beso baja hasta mi cuello digo:

—Quizá deberíamos pasar de la cena.

Niega con la cabeza.

—Tienes que comer. —Y entonces las puertas del ascensor se abren hacia el vestíbulo.

En la calle, la ciudad parece tan despierta y viva como me la imagino durante el día. Sin duda voy demasiado elegante para la pizzería, pero a nadie parece importarle. Pedimos dos trozos y nos sentamos en una mesa pequeña con un mantel de cuadros rojos y blancos junto a la ventana.

Tate me acaricia la pierna debajo de la mesa y cuando hemos terminado de comer, siento una urgencia chisporroteando entre nosotros, amenazando con incendiarnos a los dos. La calle está llena de actividad y Tate me abraza mientras serpenteamos alrededor de los taxis. Y me siento como si fuese otra persona, como si esta fuese nuestra ciudad y perteneciésemos a este lugar… juntos.

Cuando volvemos al hotel y nos metemos en el ascensor, Tate no me toca. Pero me come con los ojos, como si se estuviera reprimiendo. Mi abdomen se contrae y arde de calor. Le deseo.

Cuando las puertas del ascensor se abren al ático, Tate me coge y tira de mí, envolviéndome en sus brazos para llevarme al salón. Me abraza durante un momento, sus labios suspendidos sobre los míos.

—Soy incapaz de pensar con claridad cuando estoy contigo —dice. Y mis entrañas revolotean hasta casi estallar.

Las puertas correderas de cristal que dan al balcón siguen abiertas, como cuando dejamos la habitación, y una brisa se cuela dentro, humedeciendo mi piel que ahora me abrasa.

Escucho un sonido familiar: el silbido de mensaje de mi teléfono. Salgo de entre los brazos de Tate. Podría ser mi abuela para comprobar que todo está bien. Pero es Carlos. Olvidé por completo enviarle un mensaje diciéndole que había llegado bien.

¿Estás viva?

Le contesto rápidamente. Sí. Esta ciudad es increíble. Puede que nunca vuelva a LA.

Escríbeme x la mañana. Bss. Responde.

Ok! Buenas Noches. Bss.

Estoy a punto de dejar mi teléfono sobre la mesa cuando veo un email sin abrir. Es de Stanford. No he mirado el móvil desde mi llegada a Nueva York y mi corazón casi se detiene. Con dedos temblorosos, toco la pantalla para abrir el correo electrónico. Mis ojos analizan las palabras rápidamente.

¡Enhorabuena! En nombre de la Oficina de Admisión Universitaria, es un placer comunicarle que ha sido admitida en la Universidad de Stanford.

Por un instante me quedo inmóvil. Releo el primer párrafo varias veces antes de poder asimilarlo.

—¿Todo bien? —pregunta Tate desde la puerta.

—Voy… Voy a ir a Stanford —digo. No me lo puedo creer.

Atraviesa la habitación.

—Enhorabuena.

—No estaba segura de que pudiese entrar. —Miro el teléfono otra vez para asegurarme de que no lo he malinterpretado—. Mi consejera en el instituto no estaba segura de que pudiera conseguirlo. A ver, es que nadie puede estar nunca seguro de que vayan a hacerlo. Es una universidad muy difícil. Ya lo sabes… Uy, estoy divagando —Le miro mientras parpadeo. Estoy aturdida, eufórica, mi cabeza da vueltas con un millón de pensamientos a la vez.

Tate simplemente sonríe.

—Yo sabía que te admitirían.

Da un paso hacia mí, su mano se acerca a mi barbilla y vuelvo a centrar mi atención en él. Dejo caer mi teléfono en la mesa, casi olvidando el email que me va a cambiar la vida.

Con su boca todavía en la mía, envuelve los brazos alrededor de mi cintura y me levanta con facilidad. Me estremezco bajo su abrazo, y mis brazos pasan alrededor de su cuello mientras me lleva de nuevo al dormitorio.

Tate me coloca cuidadosamente en el borde de la cama y yo subo la cabeza para mirarlo. Toco su estómago, sus duros abdominales debajo de su camiseta y se me entrecorta la respiración. Quiero verlo desnudo. Quiero tocar su piel. Meto los dedos por debajo de su camisa. Hace una pausa por un instante y me mira; después se levanta la camiseta hasta la cabeza, flexionando sus bíceps con el movimiento.

—Te he echado de menos —susurra—. Muchísimo.

Mi corazón es como una mariposa, rápida y ligera, que late en mi pecho. Tengo todo lo que he soñado y algo que ni siquiera me había atrevido a soñar. No tengo miedo de nada. Sé qué quiero.

A TATE.

 

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Nos tumbamos en una maraña de extremidades desnudas, mi cabeza sobre su hombro, sus dedos en mi pelo. Estoy cansada, saciada, abrumada. Nunca pensé que esto pudiera ser así con alguien. Siempre pensé lo peor, cómo a mi madre le rompieron el corazón, cómo ella misma se quedó rota. Mi hermana, abandonada con Leo, sus sueños aparcados.

Pero no es así con Tate. Aquí estoy, en sus brazos en el centro de Manhattan, con un mail de Stanford en mi bandeja de entrada. Todos mis sueños se han hecho realidad. No creo que las cosas puedan ir mucho mejor que en este momento.

—Te quiero —susurro, las palabras ruedan de mi lengua como si no tuviera ningún control sobre ellas.

La expresión de Tate se queda inmóvil por un momento, sus ojos parpadean frente a los míos: turbulentos y doloridos. A continuación, se enturbian y se gira sobre su espalda, con la mirada hacia la ventana, al océano de luces de la ciudad.

Me llevo las manos al estómago, que de repente siento hueco. ¿Por qué acabo de decir eso? Porque es verdad, reflexiono, porque en este momento es lo único que siento. Estoy desesperada e irremediablemente enamorada de él. Y no hay nada que me pueda hacer sentir como me siento cuando estoy a su lado.

Mis labios se separan, pero no sé qué decir… cómo explicarlo.

Pero entonces él se gira hacia mí, extiende un brazo y me acerca a su cuerpo. Apoyo la cabeza en su pecho, escuchando el latido constante de su corazón. Me besa en la sien, pero no habla.

El silencio es denso e irrompible. Él no me lo va a decir porque no siente lo mismo. No me quiere. Quizá nunca podrá hacerlo. O quizá simplemente no sabe cómo. Me torturo con todas las opciones, todas las posibles razones por las que no me está respondiendo. Pero al cabo de un rato, el agotamiento envuelve sus tentáculos fríos en mis pensamientos y entro en un sueño tan profundo que no me muevo hasta que el sonido del claxon de un coche en la calle me despierta tan bruscamente que me siento de golpe en la cama.

Pero Tate se ha ido.

 

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Me incorporo en la cama y aprieto los labios, recordando su sabor contra mi boca solo un par de horas antes.

El vestido negro está hecho un rebujo en el suelo y me lo pongo a falta de una mejor opción. Voy descalza hasta el salón.

Las puertas siguen abiertas de par en par y Tate está en el balcón, apoyado en la barandilla, solo con sus pantalones vaqueros a pesar de la temperatura. El aire es gélido y me quedo de pie en la puerta, con los brazos alrededor de mi cintura.

—¿Qué te pasa? —pregunto.

Pero él no se gira. Quizá no me haya escuchado. Doy un paso hacia el balcón con mis pies descalzos, el aire cortando mi piel expuesta en brazos y piernas. Le toco pero sigue sin reaccionar. Su mirada absorta en la ciudad a oscuras.

—Hace frío —le digo.

Quiero tocarlo, pero está inmóvil como una estatua. Ni siquiera parece haberse dado cuenta de mi presencia. Estoy a punto de pedirle que venga dentro cuando por fin habla.

—Estaba pensando en la última vez que una chica me dijo que me quería.

Me inclino hacia él, apoyando la cadera en la barandilla. Me estremezco. Siento frío y no es solo de la brisa.

—Su nombre era Ella.

Me froto los brazos, deseando que se dé la vuelta y me mire a la cara, pero sigue perdido en el paisaje urbano, buscando algo.

—¿Tú también le dijiste que la querías? —No lo puedo evitar, tengo que saberlo.

Exhala un suspiro largo y lento.

—No. No fue algo así.

—¿Cómo fue? —Quiero saber quién era Ella, esa chica que nunca ha mencionado hasta ahora, y por qué parece dolerle el pronunciar su nombre. Hay tensión en el aire, incluso parece que vibra, y tengo claro que esto es lo que me escondía. Esto es lo importante.

Aprieta sus manos, que cuelgan por la barandilla a veinte pisos de la calle.

—He cometido muchos errores —dice. El aire atrapa su voz y se la lleva.

—¿Como cuáles?

Los músculos de su cuello se tensan.

—Antes yo era otra persona… Era una marca, una estrella de rock a cuerda, cantaba cuando me decían que cantara, bailaba cuando me decían que bailara. Pero cuando mis padres se volvieron a Colorado, las cosas empezaron a desmoronarse. Empecé a irme de fiesta… mucho. Solo para escapar. Durante la gira, había noches que después de un concierto ni siquiera dormía. —Traga saliva y mira hacia abajo a la lejana calle—. Y los fans estaban por todas partes. Hacían lo que fuera por entrar en el backstage, solo para estar cerca de mí, solo para tocarme. Era una locura. No te puedes ni imaginar lo que se siente con ese tipo de fama. Uno empieza a sentir que puede hacer lo que le dé la gana.

Los músculos de sus hombros y brazos, desnudos en el aire helado de la noche, son como un río que no puedo tocar. Ha empezado a llover. Y mientras yo tiemblo de frío, a él parece no afectarle.

—Fue entonces cuando la conocí. Ella Saint John. —Coge una bocanada de aire y después lo suelta. Dentro y fuera. Un motor rítmico como un metrónomo—. Ella vino a casi todos los conciertos de la gira de ese año. Me encontré con ella un par de veces en el backstage, los de seguridad se acostumbraron a verla, así que la dejaban volver. Nos fuimos de fiesta en unas cuantas ciudades diferentes y una noche… —Sus labios se fruncen. Está pensando, rumiando las palabras antes de dejarlas salir de su boca—. Una noche… vino al autobús de la gira. —Se detiene, su mirada se enfría.

—Y te acostaste con ella —termino por él.

No asiente. Pero no es necesario, puedo verlo en sus ojos.

—La noche que estuvimos juntos... la única noche —sigue—, me dijo que estaba enamorada de mí. Yo estaba tan pedo que pensé que estaba de coña. Ni siquiera nos conocíamos.

Este es el secreto que no me ha dicho nunca. Esto es lo que ha estado pesando sobre su espalda desde el primer día que nos conocimos.

—La noche siguiente, el concierto era en Chicago. Ella también estaba allí, en el backstage después del espectáculo. Intentó verme. Recuerdo su cara cuando salí del escenario, sonriéndome mientras se abría paso entre la multitud. Pensó... pensó que había algo entre nosotros. Que querría verla, que... no sé, que íbamos a estar juntos. Pero no fue así para mí. Para mí solo fue algo de una noche.

—¿La viste otra vez después de eso? —pregunto cuando se queda en silencio.

—Un par de conciertos más adelante, entró en el backstage, intentó hablar conmigo, pero yo no le hice caso. No era mi intención hacerle daño, pero no entendía nada. Era como si pensase que era mi novia. Incluso les dijo a algunos de mis guardaespaldas que lo era. Pero por aquel entonces sabían cómo mantenerla alejada de mí. Estaba empezando a obsesionarse. —Cuando dice lo de «obsesionarse», no puedo evitar pensar en cómo me he estado sintiendo yo. Tate es en lo único que puedo pensar cuando estamos separados, pero esto es diferente. Tiene que serlo. Los ojos de Tate se elevan, quizá en busca de algún recuerdo, intentando recordar algo en la distancia—. No me di cuenta de lo que podía pasar. Si lo hubiera sabido… Su voz desemboca en la nada, es tragada por el silencio.

—¿Qué pasó?

Niega con la cabeza.

—Una semana después del concierto de Seattle, mi manager dijo que la policía la había encontrado. Había saltado desde un puente… —No termina la frase, pero entiendo lo que quiere decir—. Dejó una nota. Decía que pensaba que estábamos enamorados, que deberíamos estar juntos.

—¿Se suicidó? —Tiemblo al decir las palabras, la idea de que esta chica pudo renunciar a toda su vida por un chico, por amor…

—Después de eso, terminé la gira antes de tiempo. Dejé totalmente de actuar. Me di cuenta de que la fama es una responsabilidad y de que yo lo había subestimado. Si una noche podía arruinar la vida de una chica… por mi culpa… no quería correr el riesgo de hacerle daño a nadie más.

Se aleja de la barandilla. Su cuerpo es un bloque de músculo rígido y por sus hombros se desliza la lluvia.

—¿Por eso te echaste atrás? ¿Esa primera noche en tu casa, cuando te dije que nunca había besado a nadie antes? —Me acerco a él, tocando su brazo por primera vez. Sus hombros se tensan pero no los aparta.

—Tú eras demasiado pura. Eras… eres… perfecta. No quería destruirte.

Niego con la cabeza.

—Soy más fuerte que todo eso, Tate.

—Antes de conocerte pensaba que me había jodido la vida entera; que no había vuelta atrás. Pero contigo… contigo no hago más que pensar que tal vez aún haya una posibilidad.

—¿Para qué?

—Para tener a alguien en mi vida sin que yo lo destruya.

Deslizo mis manos a su alrededor de tal forma que las palmas quedan apoyadas contra su espalda desnuda, su corazón late junto a mi oreja. Su piel es templada, mucho más caliente de lo que se esperaría con la cascada de lluvia fría que cae sobre nosotros.

Me toca la barbilla y la empuja hacia arriba, me mira fijamente y veo una tormenta dentro de sus ojos. Me besa. Un beso lento y suave que se siente como todas las palabras que quiere decir pero no puede.

—Entremos —dice en un susurro y yo asiento.

Cierra las puertas correderas de cristal detrás de nosotros y volvemos al dormitorio, chorreando agua de nuestros pies y manos, dejando un rastro detrás.

Mi vestido ahora está mojado por la lluvia, así que me bajo la cremallera de la espalda y dejo que se deslice por mis piernas hasta el suelo. Tate me observa desde el otro lado de la cama. Me meto bajo las sábanas y Tate se cuela dentro, detrás de mí y me rodea con sus brazos. Mi cuerpo está húmedo y frío, pero las manos de Tate deambulan por mi piel, bajan por mi columna vertebral y después vuelven a subir a continuación, de nuevo, calentándome con su tacto. Por un momento creo que sus dedos podrían recorrer otros lugares, volver a encender el calor en mis entrañas hasta el punto de no retorno, llevándonos por fin hasta el final…, pero entonces susurra contra mi frente:

—Duerme un poco.

Miro por última vez los ventanales con vistas a la ciudad, ahora manchados de lluvia, antes de cerrar los ojos. Quiero que la vida sea así siempre.