Capítulo tres

Cuando entro, nuestra casa está tranquila. Es una pequeña vivienda de la calle Harper, escondida entre dos imponentes palmeras que agonizan. Desenvuelvo el ramo de flores sobre el fregadero de la cocina, quito el celofán transparente y lo coloco en un florero con agua fría. Son más bonitas aquí en casa, los pétalos de color rosa claro son como un soplo de primavera contra las gastadas paredes.

—¿Quién te las ha dado? —La voz de mi hermana se eleva desde el arco que separa la cocina del salón. La casa es un rectángulo claustrofóbico de tres dormitorios, un salón con cocina americana y un baño increíblemente pequeño. Cuando me afeito las piernas por la mañana antes de clase, tengo que sacar una pierna por la cortina de la ducha y apoyar mi pie en el borde del lavabo para mantener el equilibrio.

—Nadie —contesto rápidamente, colocando el jarrón en el centro de la mesa de la cocina.

El pequeño Leo está apoyado en la cadera de Mia y sus diminutos dedos agarran la tela de su camiseta blanca, manchada con alguna sustancia pegajosa de bebé. Ella se acerca caminando sobre el linóleo y yo le hago cosquillas a Leo en la barbilla.

—Son más bonitas que los restos que normalmente traes de la tienda —dice Mia.

—Son de un pedido especial que no han venido a recoger. —La mentira sale con facilidad, sorprendiéndome mucho. Jamás miento. Nunca tengo razones para hacerlo.

Mia levanta a Leo y sus ojos azules se giran hacia mí, una sonrisa sin dientes se forma en sus labios. Le tomo de los brazos de mi hermana y le miro mientras Mia se pasa sus manos por el pelo dorado, con un movimiento exhausto, como si no hubiera tenido ni un momento sin Leo en sus brazos en todo el día. Sus ojos hundidos revelan falta de sueño. Por un momento me siento como si estuviera mirando mi propio reflejo. Mia es dos años mayor que yo y, aunque no compartimos el mismo padre, casi podríamos ser gemelas; tenemos los mismos cristalinos ojos verdes y el pelo del color del caramelo.

—No sé por qué todavía llevas eso puesto —dice, caminando hacia el frigorífico.

—¿El qué? —pregunto, meciendo a Leo un poco, sonriéndole cuando estalla en una risa de bebé.

—El anillo de mamá. —Ella hace un gesto con la cabeza hacia mi mano izquierda, donde el anillo turquesa se ha movido un poco y está descentrado. Mi padre se lo dio a mi madre cuando empezaron a salir y ella me lo dio a mí una vez tuve edad suficiente como para no perderlo.

—Me recuerda a ella —digo, aunque eso no es todo y Mia lo sabe. También me sirve para recordar que no quiero ser como mi madre, que no quiero acabar como ella, conduciendo hasta chocar de frente una y otra vez contra el amor mientras el resto de su vida se quemaba en su espejo retrovisor.

—Hola, chicas —dice la abuela entrando por la puerta principal. Besa la coronilla de Leo—. Bonitas flores —dice, señalando las rosas.

El pelo castaño oscuro de la abuela descansa sobre sus hombros en ondas suaves. Además lleva su collar de oro favorito. Lo recibió como regalo de boda de su suegra cuando se casó a los diecisiete años. Cuando mi madre tenía esa edad se quedó embarazada de Mia. Y Leo nació antes de que Mia acabara el instituto, como si estuviera predeterminado por algún malvado y enrevesado giro del destino. Yo ya he batido el récord habiendo llegado a los dieciocho sin ningún bebé.

La abuela va a la nevera y saca una jarra de agua con rodajas de limón flotando en la superficie.

—Esta noche estaré fuera hasta las diez —dice cogiendo un vaso del armario y llenándolo. Una rodaja de limón cae en su vaso en el último momento.

—¿Trabajas hoy? —pregunta Mia. La abuela trabaja duro limpiando oficinas, pero se niega a dejarme ayudar a pagar los gastos de la casa con mi salario de la floristería. Dice que todo lo que gane debe ser para la universidad. —Es que ya he hecho planes —se queja, y me pregunto cómo puede tener ganas de salir—. Me viene a buscar en una hora.

—Yo puedo quedarme con él mañana —ofrece la abuela, devolviendo la jarra a la nevera y extiende sus manos para coger a Leo de mis brazos.

—Vamos a un concierto. El grupo no toca mañana. —Pero cuando la abuela no responde de inmediato, Mia se gira hacia mí—. Charlotte —suplica, diciendo mi nombre lentamente—. Porfi. Este chico me gusta un montón.

—No puedo —contesto—. Tengo que estar en la tienda en veinte minutos. —Siento una punzada de culpabilidad. Quizá debería ayudar a mi hermana, llamar al trabajo y decir que estoy enferma. Pero parte de mí no puede evitar pensar que es mejor que Mia se mantenga alejada de los chicos por un tiempo. A fin de cuentas, eso fue lo que la llevó a su situación. Sé que no es algo muy agradable de pensar, pero es la verdad.

Mia gira sobre sus talones y se va con paso firme a su habitación, cerrando la puerta de golpe tras ella.

La abuela me da una palmadita en el brazo.

—Solo está disgustada —susurra—. No es fácil con el bebé.

—Lo sé.

Mia solía serlo todo para mí, mi mejor amiga, éramos los dos únicos planetas en la órbita de la otra. La Reina de Miel y la Princesa de Semillas de Amapola. Así nos llamábamos a nosotras mismas cuando éramos pequeñas. Pertenecíamos la una a la otra. Pero ahora, Mia pertenece a cualquier chico que le diga que la quiere y le dé dinero extra para pañales y ropa nueva. Ellos no se dan cuenta, pero ella los usa más de lo que ellos la usan a ella. Para Mia son desechables… de usar y tirar.

Le echo otro vistazo a la puerta de su dormitorio y me pregunto cómo hemos acabado de forma tan diferente.

 

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La noche se presenta tranquila en la floristería. Miro la puesta de sol por los ventanales de la fachada, cómo el cielo se deshace en cintas rosas y naranjas. Consulto mi reloj: diez minutos más tarde de la hora de cerrar. Holly se marchó hace treinta minutos y me pidió que cerrase, pero antes nos hemos pasado casi todo el turno hablando de mi misterioso admirador.

Justo después de abrir la tienda esta mañana, ella recibió una llamada pidiendo que el ramo de rosas rosas fuese entregado a Charlotte Reed en el instituto Pacific Heights. Había pasado el resto del día a punto de explotar de curiosidad, esperando a que llegase yo a la floristería para hacerme novecientos millones de preguntas sobre el chico que me había enviado las flores.

Holly sabe que yo no tengo citas con nadie. Y sabe que nunca he tenido novio. Pero es una romántica empedernida y quería conocer todos los detalles, desde lo que llevaba puesto, pasando por qué es exactamente lo que dijo, hasta lo que yo había sentido al ver las flores llegar a mi clase. Le he dicho que me he sentido incómoda pero no me ha creído.

Me levanto del taburete, me dirijo hasta el ventanal del escaparate y le doy la vuelta al cartel de CERRADO.

Estoy a punto de coger mi bolso y las llaves cuando la campanilla de la puerta principal suena detrás de mí, indicando que alguien acaba de entrar.

—Lo siento, ya hemos cerrado —digo, girando sobre mis pies para, cortésmente, acompañar al exterior a quienquiera que sea.

Pero mi cuerpo se congela.

—Hey —dice Tate, de pie con las manos en los bolsillos, inclinado ligeramente hacia un lado.

—¿Qué haces aquí? —pregunto.

—Quería verte —dice simplemente.

Exhalo a través de mi nariz, mi corazón se para y comienza a funcionar de nuevo.

—La verdad es que no deberías haberme enviado esas rosas.

—¿Por qué no? —La pregunta se queda en el aire entre nosotros y su mirada se derrama sobre mí como si pudiera tocar mi piel con solo observarme. Me pone nerviosa. Y odio a esa parte de mí a la que le gusta esa sensación. Me he encontrado con chicos como este antes: chicos que piensan que me conocen, que piensan que pueden llegar a mí. Tate no tiene por qué ser diferente. Él NO es diferente. Pero entonces, ¿por qué me siento como si no pudiera respirar cuando está cerca?

—Ni siquiera me conoces —consigo decir.

—Sé que te gustan las rosas de color rosa.

—Eso es todo lo que sabes —contesto.

—¿No es suficiente? —Levanta una ceja y desliza sus manos en los bolsillos más adentro.

Rechino los dientes de la frustración.

—No, no lo es —respondo.

—Sal conmigo —dice bruscamente.

Me pilla con la guardia baja y doy un paso atrás.

—¿Qué?

—Ten una cita conmigo. —Su voz es grave, provocativa y su cuerpo se desplaza hacia el centro. Está vestido de manera casi idéntica a ayer: vaqueros desgastados y una sencilla camiseta blanca. Pero en su muñeca izquierda lleva un reloj de plata que no recuerdo haber visto antes. Parece caro.

—Yo… —Mi boca está abierta, mi mente no consigue centrarse en ningún pensamiento. Y algo se aferra a mi pecho, una presión que no puedo explicar. Me gustaría que se fuera de la tienda.

Pero no lo hace. Da un paso hacia mí y se detiene a solo un par de centímetros de distancia sin apartar sus ojos de los míos. Siento mi piel como si de repente fuera un cristal, agrietándose y astillándose pero sin llegar a romperse. Su mirada me llena de una energía nerviosa.

El claxon de un coche suena desde la calle y él gira la cabeza mientras un camión se aleja de la acera. Su expresión se vuelve incómoda por un instante, después se relaja y vuelve a esa inconsciente confianza en sí mismo.

—Quiero dar una vuelta contigo —dice de nuevo.

No puedo evitar el cosquilleo de emoción en la boca de mi estómago. Pero cruzo los brazos, aprieto mis manos en puños y le ordeno a mi cuerpo que se comporte.

—No —le digo y la palabra suena dura contra mi garganta—. Necesito cerrar la tienda y necesito irme a casa. —Fuerzo a mi mirada a que se encuentre con la suya para que vea que estoy hablando en serio.

La comisura de su boca se arquea hacia arriba ligeramente, como si todo esto le pareciese divertido. O tal vez es que simplemente le gustan los desafíos. Imagino que probablemente no escucha la palabra «no» muy a menudo.

Mira su reloj y después la puerta.

—En ese caso, buenas noches, Charlotte —dice, su voz enroscándose en mi nombre. Y contengo el aliento mientras lo veo atravesar las puertas de cristal y desaparecer en la oscuridad.

 

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—¿Te ha invitado a salir con él? —chilla Carlos.

Estamos sentados en el laboratorio de informática de la señora Fields, donde el club del periódico se reúne una vez a la semana después de clase. Esta semana Carlos va a escribir un artículo sobre el sauce llorón junto a la entrada oeste, que se está muriendo poco a poco porque todo el mundo sigue tallando sus nombres en la suave corteza de su tronco. Durante la comida he hecho fotos del árbol con la cámara del instituto, documentando los corazones y nombres grabados en la madera: «Weston ❤ Cara. TM + AY», que todo el mundo sabe que son Toby McAlister y Alison Yarrow. Sus nombres esculpidos eternamente en el árbol a pesar de que solo estuvieron saliendo durante dos semanas y ahora se odian.

—Le dije que no —le aclaro a Carlos. Estoy sentada en uno de los ordenadores de las ventanas que dan a la calle, seleccionando las fotos que hice antes. Trabajar en el periódico del instituto viene bien para la solicitud de entrada a la universidad de Stanford. Por eso me apunté, pero lo cierto es que me lo paso bien. Hacer fotos parece más anónimo que redactar artículos y, sin embargo, a veces da la sensación de que es más importante; como si una fotografía pudiese contar más que cuatrocientas palabras a doble espacio.

—¿Qué más dijo? —Carlos presiona desde su ordenador junto al mío, girando sobre su silla para quedarse frente a mí.

—Nada. Le dije que se fuera.

—¿En serio? —Carlos me mira como si estuviese loca.

—Bueno, le dije que tenía que cerrar la tienda —me defiendo.

—¿Y cómo de bueno estaba esta vez?

Elevo un hombro y niego con la cabeza.

—Admítelo —dice Carlos, sonriendo—. Crees que está como un queso.

—Da igual —le digo—. Ya sabes que da igual cómo esté. He llegado al último curso de instituto sin distraerme por un chico. No voy a dejar que me pase ahora.

—Pero solo para aclararme. Crees que está megabuenorro, en plan «se te caen las bragas», ¿verdad?

Suspiro.

—Es perturbadoramente increíble y me da mucha rabia que lo sea.

—Guay. No tendremos que fingir que no lo es cuando volvamos a hablar de él.

—No vamos a volver a hablar de él. —Me concentro de nuevo en la pantalla de mi ordenador.

—Recordaré que has dicho eso —dice Carlos, y puedo detectar que sonríe en su tono de voz.

 

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Ese lunes, en el trabajo hay que preparar varios ramos de flores. Me concentro en ellos y cuando termino me pongo a estudiar y a hacer problemas para mi próximo examen de matemáticas. Está genial porque necesito distraerme para no pensar en Tate. Pero, ¿POR QUÉ estoy pensando en él? Lo rechacé por muy buenas razones, me recuerdo a mí misma: he trabajado demasiado y estoy demasiado cerca de dejar toda esta vida atrás, mi instituto mediocre, nuestra pequeña casa desmoronada. Hay más, ahí afuera, esperándome, lo sé.

Cuando escucho el timbre de la puerta de nuevo, me giro demasiado rápido y se me caen las tijeras al suelo, casi clavándose en mi pie derecho.

—Mierda —murmuro, agachándome para recogerlas.

—¿Estás bien? —pregunta una voz.

—Uy, lo siento, ¿puedo ayudarle? —digo, levantando la cabeza con las tijeras en la mano.

Y de pie junto a la puerta está Tate.

En sus manos sostiene dos bandejas de cartón con cuatro vasos de café en cada una.

—Te he traído café —dice directamente, como si le estuviese esperando.

—¿Ocho?

—No sé cuál te gusta.

—¿Quién dice que me gusta el café? —pregunto y una sonrisa amenaza con abrirse en mi cara.

Mira hacia abajo, a los vasos, y vuelve la vista hacia mí.

—¿Te gusta el café?

—Puede ser —le digo, aunque por supuesto, me encanta el café.

Se mueve hacia el mostrador y pone encima las dos bandejas de cartón. El dulce aroma de café, la leche caliente y la canela llenan el ambiente.

—¿Cuáles son mis opciones? —Sé que no debería seguirle su pequeño juego, debería decirle que se fuera, pero me dirijo al mostrador, atraída por el aroma, muy a mi pesar.

—¿Un espresso sin florituras? —pregunta, señalando una taza. Su voz grave hace que la pregunta suene mucho más personal de lo que es en realidad.

Niego con la cabeza.

Su mirada recorre las tazas de café y después vuelve a mí.

—¿Mocha con extra de nata?

—No.

—¿Caramel Machiatto con leche desnatada?

Niego con la cabeza de nuevo. En realidad estoy empezando a disfrutar de esta historia. Decir que no a cada opción me hace sentir bien, como si recordara así a ambos que él no tiene nada que yo quiera.

Su mirada se estrecha, sin inmutarse. A continuación levanta uno de los vasos y lo sostiene ante mí.

Chai con leche de almendra caliente y una pizca de canela.

Mi barbilla se inclina hacia un lado. Sin responder, cojo el vaso de su mano. Mierda.

Detecto una mínima sonrisa de satisfacción en las comisuras de sus labios.

—Esto no quiere decir que vaya a decir que sí a una cita contigo —le digo.

—No te he pedido nada.

Le doy un sorbo al chai y calienta al instante mi lengua. Es exactamente lo que necesito para ayudarme a continuar con el resto de la tarde.

—Gracias —digo.

La pupila de sus ojos baja y se centra en mis labios, y yo me agarro mi labio de abajo entre los dientes cuando un repentino fogonazo de calor me atraviesa. Entonces, inesperadamente, coge las dos bandejas del mostrador, aún llenas salvo por un vaso, y se dirige a la puerta.

Abro la boca, a punto de decir: ¿Ya está? ¿Para eso has venido nada más? cuando recuerdo mis prioridades en la vida y aprieto los labios.

Se detiene a medio camino de la puerta y dice:

—Adiós, Charlotte. —Una vez más se marcha, pero esta vez, no puedo evitar tener la esperanza de que vuelva.