Capítulo cuatro

Al día siguiente, en Literatura Avanzada, no le cuento a Carlos lo de Tate.

En la comida, no le cuento a Carlos lo de Tate.

Después de clase, cuando me despido antes de ir a la UCLA para mis prácticas, no le cuento a Carlos lo de Tate.

No estoy segura de saber qué es lo que me impide hacerlo. Excepto quizá el hecho de que hablar de él solamente empeorará las cosas. Porque por mucho que intente no hacerlo... No puedo dejar de pensar en Tate.

El miércoles, siento como si todo mi cuerpo fuese una corriente eléctrica, con sus zumbidos y chispas en los extremos. Estoy ansiosa por llegar al trabajo… para ver si Tate viene de nuevo. Sé que no debería esperar que lo hiciera; sé que no debería importarme si viene o no. Pero da igual cuántas respiraciones profundas y tranquilizadoras haga, mi corazón sigue latiendo al galope.

Las últimas horas de mi turno pasan rápidamente y cuando el último cliente sale por la puerta, me dirijo a la parte delantera de la tienda y me asomo por los ventanales de vidrio para mirar la acera, buscándolo. Pero no está ahí. Me digo que es mejor si no aparece, ni hoy ni nunca. Pero no puedo evitar sentir decepción.

Entonces me recuerdo a mí misma por qué me hice la promesa de mantenerme alejada de los chicos, especialmente de los chicos como Tate. Mi abuela trabajó para darle a mi madre una vida mejor, pero entonces nacimos mi hermana y yo. Era demasiado joven y no estaba preparada para ocuparse de nosotras. Nuestros respectivos padres llegaron y se fueron, igual que hicieron el resto de los novios que reclamaron su atención, que se llevaron su dinero, su tiempo y su felicidad. Pienso en Mia y en Leo, el pequeño Leo, que todavía no sabe lo que su madre podría haber llegado a ser, que no sabe que es tan lista como yo, quizá incluso más. Pero Mia no irá a la universidad, su vida se ha detenido, se ha quedado paralizada en el sitio con todo el potencial del mundo. No existe una palabra más horrible que «potencial». Es la historia de todo lo que nunca llegará a ser.

Llevo mis llaves a la entrada de la tienda, giro el cartel de CERRADO y echo la llave. Estoy a punto de darme la vuelta cuando veo un coche negro impecable aparcar justo enfrente de la floristería. Los faros emiten haces de luz azulada y el coche prácticamente no hace ruido cuando para. Parece caro. Muy caro.

La puerta del conductor se abre… Y sale Tate.

Se gira hacia la tienda y el coche emite un breve pitido detrás de él. Cuando llega a la puerta, gira la manivela y se da cuenta de que está cerrada con llave. Mira hacia arriba y sus ojos se encuentran con los míos a través del cristal. Mi corazón choca contra mis costillas.

Baja la mirada hasta el picaporte de metal como si esperara que le dejase entrar, pero subo las llaves al aire y las agito brevemente frente a él.

Lo siento —articulo desde el cristal, sonriendo un poco.

Detecto un punto de incredulidad en su rostro y eso me llena de satisfacción. ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Que me quedara aquí toda la noche? Charlotte tenía tanto potencial, me imagino decir a mis profesores mientras suspiran. ¿Sabes que casi va a la Universidad de Stanford?

Cierro la caja registradora y le observo por el rabillo del ojo. Veo cómo se saca el teléfono móvil del bolsillo y se lo pega a la oreja.

Noto una vibración dentro de mi bolso. Saco el teléfono y veo un número que no reconozco. Miro a Tate y me hace gestos para que responda. Dudo, pero finalmente le doy al botón verde.

—¿Hola?

—Me has dejado fuera.

—Está cerrado —le digo al teléfono.

—Ehh —murmura, como si estuviera sopesando sus opciones, viendo qué podría decir para convencerme de que le dejara pasar.

—Y por cierto, ¿cómo has conseguido mi número?

—Lo tengo desde hace algún tiempo.

—Eso no responde a mi pregunta. Y por cierto, da bastante mal rollo que me llames cuando no te he dado mi número.

—Tengo mis fuentes —dice a través de su móvil y le miro, de pie, al otro lado del cristal. Inclina la cabeza y mira hacia el cielo de la noche. Después vuelve la mirada a mí. Está tan guapo ahí fuera, de pie, con la luz de una farola cubriéndole, haciéndole parecer aún más oscuro y misterioso.

—¿Qué tipo de fuentes? —pregunto, demasiado curiosa como para guardarme la duda.

—Personas que averiguan cosas para mí. —Otra «no respuesta». Sea como sea, debe de tener más dinero del que pensaba.

—¿No te parece que eso te da una ventaja injusta? —pregunto.

—Bueno, ahora tú también tienes mi número de teléfono, así que estamos en paz.

—Yo no quería tu número para nada —contesto, contenta de que la oscuridad esconda mi sonrisa delatora. Estoy disfrutando de todo esto demasiado.

—Creo que sí lo querías —dice—. De lo contrario ya me habrías colgado.

Pasan varios segundos y puedo oír su respiración al otro lado de la línea. Hace que mi estómago se estremezca y el calor encienda mi piel. Puedo sentir cómo me voy rindiendo.

—Si salgo contigo una vez, ¿dejarás de venir aquí?

—Te lo juro —responde, y veo cómo apoya su mano contra el cristal de la puerta.

Mi piel quema como si me estuviera tocando. Cuelgo sin confiar que mi voz sea regular.

Le hago esperar aposta mientras acabo todo lo que hay que hacer en la tienda. No me molesto en darme prisa, feliz por tener la oportunidad de recuperar la compostura. Cuando por fin salgo a la calle, está apoyado en el coche y mi corazón comienza a galopar de nuevo. Él sonríe y, por un segundo, su rostro está más relajado de lo que lo he visto hasta ahora.

—¿Y bien? —digo, con la esperanza de que esté demasiado oscuro como para que vea mis mejillas encendidas.

—No te arrepentirás de esto, Charlotte. 

 

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Caminamos hasta Sunset Boulevard, donde los cafés salpican las aceras, las sombrillas amarillas y rojas se elevan sobre mesas redondas con sus manteles blancos, y la gente saborea cócteles en el aire cálido de la tarde.

No dice nada durante varias calles y me gusta ese silencio. Tengo miedo de lo que él pueda decir si habla. De lo que yo pueda contestar. Es como si estuviera en un sueño, pero la sensación de nerviosismo que se dispara por mis venas me recuerda que estoy despierta.

—¿Tienes hambre? —pregunta, por fin, pasándose una mano por la cabeza afeitada. Solo la fina capa de pelo rapado muestra de qué color pudo haber sido una vez: castaño oscuro, creo.

—Supongo —contesto, rascándome la muñeca, frotando sobre el triángulo asimétrico que me he dibujado con tinta, un tatuaje hecho por mí misma con bolígrafo azul.

—Hay un sitio genial unas calles más arriba —dice—. El Lola’s.

Me río, pero después veo que va en serio. Una cena en el Lola’s probablemente cuesta más de lo que gano yo en una semana.

—¿Nos dejarán entrar?

—¿Por qué no?

—Porque estamos… —Me detengo, buscando la forma correcta de explicarme. A continuación, veo una pareja caminando hacia nosotros, van cogidos de la mano. El chico lleva un traje gris ajustado, habla por su teléfono móvil mientras ignora a la chica con tacones altos con tachuelas que le sujeta del brazo—. Porque que no somos ellos. —Señalo con un leve gesto de cabeza cuando pasan: son la elegancia y la sofisticación.

Tate sonríe, mirándome de reojo, divertido.

—Buena observación —dice—. En ese caso nos colaremos por la parte de atrás. Conozco a un chico en la cocina. —Un costado de su boca se eleva y su mirada es salvaje con un toque travieso. Niego con la cabeza.

Pero no dejo de andar. Tampoco le digo que probablemente debería volver a la floristería donde me espera mi coche. Que probablemente debería ir a casa. No quiero admitirlo, pero me gusta esta sensación: la emoción en el estómago, la oleada de calor atravesando mi cuello y mis mejillas cada vez que me mira. Solo una cita, me recuerdo a mí misma. Una cita no me va a desviar de mi camino. Solo una cita y me dejará en paz.

Casi me creo lo que me digo.

Las ventanas del Lola’s resplandecen ante nosotros iluminadas casi exclusivamente por velas. Carlos y yo hemos paseado lentamente por delante muchas veces. Carlos con la esperanza de ver a cualquiera de sus muchos flechazos de Hollywood y yo solo por acompañarle. Pero nunca hemos tenido suerte. De todas formas es casi imposible ver las caras de nadie ahí dentro porque está muy oscuro. Y estoy convencida de que esa es precisamente la intención. Mientras nos acercamos, Tate agarra mi mano un instante y tira de mí hacia un callejón. Su mano es cálida y fuerte, y aguanto la respiración. Golpea su puño contra una puerta de metal una vez y luego se gira para mirarme. No sonríe, pero sus ojos parecen encendidos.

La puerta se empieza a abrir, chirriando contra el suelo de cemento antes de abrirse del todo. Un hombre con una chaqueta blanca y un pantalón de chef azul a cuadros está de pie en el interior, limpiándose las manos con un trapo blanco.

—Tate —dice, su tono es seco. Mira a la cocina y después a nosotros, sus ojos se posan en mí rápidamente.

—¿Tienes una mesa libre esta noche? —pregunta Tate como si nada.

El hombre asiente con la cabeza, la mitad de la boca se eleva en una sonrisa.

—Sígueme.

Tate se gira hacia atrás y coge otra vez mi mano. Me conduce a través de la cocina, donde todos los cocineros y camareros se detienen a mirarnos. El hombre de la chaqueta blanca empuja una puerta que da a la zona del comedor y llama la atención de una azafata. Nos mira medio segundo y nos guía a lo largo de la pared trasera de un restaurante a rebosar. Una sinfonía tranquila de copas y cubiertos chocando contra la porcelana llena la habitación, las caras de todos los clientes resplandecen en cada mesa. Incluso en la oscuridad de la estancia resulta evidente que no es el tipo de lugar en donde una chica como yo se sienta frente a un chico como Tate. Sin embargo, aquí estamos, deslizándonos en los asientos en un reservado del restaurante.

Tate se echa hacia atrás, mirándome como si esperase que hablara yo primero. Por mucho que deteste complacerle, tengo demasiada curiosidad por saber qué estamos haciendo aquí.

—¿Con qué frecuencia vienes?

—La suficiente.

Siento cómo se me levantan las cejas.

—Eso parece.

—Este lugar existe desde los años treinta —dice—. Humphrey Bogart solía venir aquí a tomar copas. Se llamaba The Club por aquel entonces. Él y el resto del elenco venían aquí después del rodaje de Casablanca.

—Nunca he visto Casablanca —le digo.

—¿Cómo? —Tate se inclina hacia adelante.

—Ya lo sé, es horrible. Yo… no tengo mucho tiempo para ver pelis —le contesto, avergonzada.

—¿Qué haces cuando no estás trabajando? —me pregunta. Cuando dudo, él insiste—. No trabajas en la tienda todos los días, así que ¿qué haces normalmente después de clase?

—¿Te sabes mi horario de trabajo?

—No es difícil de adivinar.

—Te das cuenta de que todo eso da un poco de miedo —digo, y suspiro ante su confiada sonrisa—. Vale. Tengo prácticas en la UCLA los martes y viernes.

—¿Haciendo qué?

—Vas a pensar que es aburrido. —Aprieto las manos contra la superficie de la mesa, la fría madera me estabiliza.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta—. Ni siquiera me conoces. —Me devuelve la misma frase que le solté la semana pasada, cuando le dije que no debería haberme enviado flores. Pero lo dice con una sonrisa divertida.

—Trabajo en un laboratorio que estudia cómo las esporas se dispersan por el medioambiente desde los hongos. En concreto, cómo el viento afecta a las esporas. —Lo miro fijamente, como si acabara de ganar una batalla demostrándole que si llegase a saber lo increíblemente aburrida que es mi vida, no querría tener nada que ver conmigo.

Pero pasa por encima de mi respuesta con otra pregunta.

—¿Te gusta?

—¿Mis prácticas de investigación?

—Sí.

—Supongo.

—Hum —dice, y le hace una señal a un camarero que está al otro lado de la estancia. Luego se gira de nuevo hacia mí, reanudando su interrogatorio—. Y cuando no estás en el instituto o en el trabajo o en las prácticas, ¿qué haces para divertirte?

—Se te ha olvidado añadir el Club del Periódico después de clase los viernes y mi grupo de estudio de francés cada dos martes —digo, medio fardando, medio avergonzada.

—Estoy empezando a temerme que no tengas vida social.

Sonrío y no le contesto. En su lugar miro al otro lado de la mesa contigua, en donde un hombre se acaba de sentar con una mujer, y juro por Dios que lo conozco: quizá es la cara de alguien famoso.

—Carlos se moriría si supiera que estoy aquí —le digo.

—¿Es tu mejor amigo?

Asiento con la cabeza.

—Está obsesionado con las celebrities.

—¿Y tú no?

—No tengo tiempo para seguir las vidas de todos los personajes famosos que hay en esta ciudad. Pero si vemos a alguien remotamente famoso, aunque sea una estrella de cine B, es posible que tenga que hacerte sentir vergüenza y pedir un autógrafo para Carlos. —Mantengo mi expresión seria—. Espero que no te moleste.

—Para nada —dice, inclinando la cabeza y sonriendo—. Estaría encantado de ayudarte a conseguir ese codiciado autógrafo, incluso te haría una foto con esa estrella de cine B, si llegara el caso.

—Ah, ¿sí? —le digo, medio riéndome—. Tendrás que decirme si ves a algún famoso porque yo no creo ni que pudiera reconocer a Brad Pitt si entrara por la puerta.

—¿No?

Niego con la cabeza.

—Los famosos cambian mucho en persona. —Siento que mis mejillas se calientan tras su repentina atención en mí, con sus ojos mirando directamente a los míos—. Todo el mundo parece tan brillante y reluciente en la tele y en las revistas... La gente no brilla así en la vida real.

—¿Así que le echas la culpa al brillo?

—Supongo. —Miro mis manos en mi regazo y después las coloco sobre la mesa y empiezo a toquetear el despliegue de brillantes cubiertos dispuesto en una servilleta de tela blanca.

—Me gusta… Me gusta tu teoría —dice, inclinándose hacia atrás—. Y puede que tengas razón.

Un hombre llega a nuestra mesa, va todo vestido de negro y sostiene una bandeja llena de platos. Coloca la comida en la mesa y se endereza.

—El resto está en camino. Disfruten.

—Gracias, Marco —dice Tate mientras el camarero se aleja.

—No hemos pedido nada —le susurro desde el otro lado de los entrantes variados.

—Saben lo que pido normalmente —dice.

—Ahora en serio, ¿cuántas veces vienes aquí?

Tate se limita a sonreír y yo pruebo todo lo que hay delante de mí: rollitos de verano delicadamente envueltos, ensalada de mandarina, sopa de curry y una torre ingeniosamente montada de verduras a la plancha. Tate me observa, sus ojos brillan desde su silla mientras mira mi reacción al probar cada plato nuevo. Cuando llegan los segundos, tallarines anchos con olor a jengibre y especias que hacen que el aire se llene de olor, no estoy segura de poder comer más. Pero está tan delicioso que mis papilas gustativas exigen solo un bocado más… seguido de otro, y otro.

Me dejo caer de nuevo en el respaldo cuando termino, satisfecha y llena, y pienso en cómo me encantaría que Carlos estuviese aquí para experimentar esto.

El camarero nunca trae la cuenta, pero intercambia otro leve gesto secreto con Tate. Parece ser la única forma de comunicación en este lugar. Tate también se apoya en su asiento, mirándome.

—¿Cuántos años tienes? —pregunto, doblando la servilleta con cuidado y colocándola de nuevo sobre la mesa.

—Veinte. —Entrecierra los ojos—. ¿Y tú?

—Dieciocho.

Una mujer en una mesa cercana pega un pequeño chillido y Tate se sobresalta, se sienta con la espalda recta y observa el restaurante. Pero el chillido se convierte en una risa interminable y Tate vuelve a echarse hacia adelante, girando su atención hacia mí.

—No eres de aquí, ¿verdad? —pregunto.

—Originariamente no.

—¿Entonces por qué estás aquí? Quiero decir, todo el mundo está en Hollywood por alguna razón: fama, o dinero, o para escapar de otra vida. Las personas no llegan a Los Ángeles por casualidad.

—¿Solo por una de esas tres razones? —pregunta—. Soy de Colorado.

—Nunca he visto la nieve —le digo. Siempre me he imaginado Colorado como un anuncio de esquí, con todo el mundo deslizándose por pendientes blancas y bebiendo chocolate caliente delante de una chimenea gigante de piedra. Tiene pinta de ser superacogedor—. Debe de resultar raro vivir aquí después de hacerlo en Colorado. No me lo puedo imaginar.

—Sí que se hace raro —admite—. Pero tenía que venir aquí por trabajo.

Nunca ha mencionado lo del trabajo hasta ahora y no puedo evitar mirar su reloj. Parece muy caro.

—Eres músico, ¿verdad? —digo.

—¿Por qué piensas eso?

—Es lo que me vino a la cabeza después de verte por primera vez. —Me encojo de hombros.

—Así que has pensado en mí después de conocernos. —Sonríe, y su rostro resplandece a la luz de las velas.

—No —miento—. Es solo que tienes pinta de músico. Como si te diera todo un poco igual.

—Oye, eso es ofensivo.

—Así que SÍ eres músico, ¿eh?

Sus labios se estiran hacia un lado.

—Sí… lo soy.

—O sea, que tenía razón.

Aparta su mirada y por un momento parece incómodo, se muerde el labio inferior y da golpecitos con los dedos sobre el asiento. Sus ojos son de tono marrón oscuro y los entrecierra como si estuviese intentando evitar el sol.

—Es más interesante hablar de ti —dice—. Estás en último curso del instituto, ¿verdad?

Hago una pausa, sorprendida por su repentino cambio de conversación. ¿Por qué no quiere hablar de sí mismo?

—¿Qué vas a hacer cuando acabes? —continúa.

Respiro hondo mientras decido cuánto quiero compartir.

—Stanford —digo, y a continuación, añado—: Si me aceptan. Y si me lo puedo permitir.

—¿Qué quieres estudiar? —Apoya los codos en la mesa, inclinándose hacia adelante.

—Biología, supongo —contesto.

—¿Qué quieres decir con «supongo»?

Me encojo de hombros.

—Biología es una buena carrera si vas a hacer después Medicina, que es mi plan. Hay un montón de asignaturas de Biología que tienes que haber cursado para entrar en la facultad de Medicina.

—Entiendo —dice, divertido—. Así que después de Standford… ¿a la facultad de Medicina?

Asiento con la cabeza.

—¿Siempre has querido ser médico?

—Bueno, tenía que escoger algo desde el principio, para así poder… bueno, ir por la dirección correcta. —Sé que parece una locura para la mayoría de la gente, pero llevo con un plan para cambiar mi vida casi tanto tiempo como puedo recordar—. Y no me gusta discutir, así que ser abogada queda descartado —termino.

—Uau —murmura—. Tu pasión es inspiradora. —Su tono está teñido de sarcasmo y me tensa un poco.

Estoy pensando en qué contestar cuando un flash parpadea por la habitación.

Alguien acaba de hacer una foto. Echo un vistazo hacia la mesa de al lado, a la pareja que todavía está sentada ahí, el hombre en traje y corbata. Quizá al final resulta que sí es alguien famoso. Comienzo a inclinarme hacia la otra mesa para poder ver mejor, cuando Tate se pone de pie.

—¿Lista? —pregunta.

—Eh… Claro. —Me pongo de pie y me lleva de nuevo a través de la cocina, pasando por delante de los cocineros y del personal de servicio que vuelven a interrumpir su trabajo para vernos salir.

En el exterior, no me conduce de nuevo a la calle, sino que entramos por el callejón y aparecemos en la calle de al lado.

—Hay una heladería a un par de manzanas —dice.

Sé que debería decir educadamente que no, que ya ha tenido su cita y que nuestro pacto se ha cumplido. Debería volver a mi coche y dejar que esta noche sea solo un breve recuerdo: la noche en la que me olvido de mí misma durante un tiempo. Pero hay algo en él que me hace querer saber más.

—Solo si tienen sorbete —respondo finalmente.

—¿Qué sabor?

—Lima.

—¡No! —dice, elevando las cejas.

—¿No tienen? —pregunto, confundida.

—¿Estás de coña? A nadie le gusta el sorbete de lima —dice. Pero su tono es más de curiosidad que de acusación.

—A mí sí —le digo.

—Debes ser la OTRA única persona en el mundo.

Me giro para mirarle, para ver si está de broma o si directamente se está cachondeando de mí.

—Estoy hablando en serio —dice, al leer mi expresión—. Todo el mundo normalmente aparta la lima de la tarrina de frambuesa, naranja y lima, ¿no? Pues yo solo me como la lima.

Sonrío.

—Yo también.

—Parece que estábamos destinados a conocernos —dice.

—Sin duda. —Resoplo pero no puedo dejar de reír. Estoy disfrutando de este último rato con él… antes de que tenga que decir adiós.

Cruzamos una intersección y justo delante de nosotros un chico suelta un grito ahogado. Puedo escuchar el sonido estridente de unos cristales rompiéndose. A continuación, dos hombres salen tambaleándose de un bar poco iluminado justo cuando pasamos nosotros, sus manos se cierran en las camisetas del otro, empujándose e insultándose. Una chica grita.

Me giro y todo sucede demasiado rápido como para poder reaccionar: los dos tipos me golpean en el hombro, empujándome hacia atrás. Mis pies resbalan y me choco contra algo duro. El dolor me atraviesa. Estoy aplastada contra un coche aparcado junto a la acera. Los hombres ni siquiera se han percatado de que estoy ahí. Siguen peleándose, aplastando sus cuerpos contra mí.

—Hey… —Intento gritar, pero mi voz sale como un jadeo. Mis manos están sobre ellos, intento apartarlos de mí a empujones, pero pesan demasiado. Ni siquiera puedo salir por debajo de sus cuerpos.

Ahora oigo otras voces. Una chica chilla desde algún lugar de la acera, les dice a gritos que paren. Y entonces oigo una voz más grave, familiar: Tate también está gritando. Todas las voces se mezclan entre sí y zumban en mis oídos. Un codo sale disparado, golpeando mi barbilla, el dolor es repentino y fuerte. Giro la cabeza, tratando de bloquear mi rostro de otro golpe, cuando el peso de sus cuerpos desaparece de repente.

Doy una bocanada de aire, mis dedos van instintivamente a la barbilla y toco la piel que ya siento hinchada y dolorida.

—¡Oye! —aúlla uno de los tipos en protesta. Parpadeo. Tate está entre ellos, apartando a los dos hombres, cogiendo a uno por el bíceps y al otro por su camiseta.

Más personas emergen del bar, apiñándose en la acera. Los ojos de Tate me miran brevemente, flexiona los músculos mientras arrastra al más alto de los dos hacia atrás. Una chica con pelo negro y liso sale de forma precipitada, con sus zapatos de tacón resonando en la acera mientras corre hacia el hombre que Tate aún sostiene en sus brazos.

—¡Suéltale! —chilla, como si todo esto fuese de alguna manera culpa de Tate. Él libera el brazo del hombre y este sacude el brazo con el ceño fruncido. Su ojo derecho está comenzando a hincharse y amoratarse, y un hilo de sangre baja por su nariz. La chica le toca la cara, intentando limpiar la sangre, pero él no la deja.

—Tú… —le dice el tipo alto a Tate.

La música resuena desde el interior del bar como un tambor, agitando el aire cálido de la noche. Más gente sale de la puerta en penumbra, sosteniendo botellines de cerveza y cigarrillos sin encender, probablemente todavía con la esperanza de ver una pelea.

—¡Oye, tú! —grita el chico de nuevo, pero Tate no se da la vuelta—. Yo te conozco —añade.

Tate viene caminando hacia mí y alarga una mano para que la coja cuando oigo la voz chillona de la chica.

—Ay, ¡Dios mío!

—Vámonos —dice Tate con urgencia, y yo asiento. Una mano le agarra del hombro y, de pronto, la retira de mí de un tirón.

—¡Eres tú, tronco! —dice el chico con el ojo inflamado.

La multitud se está desplazando hacia nosotros, juntándose como insectos, apelmazados y agitados y emitiendo sonidos vibrantes y palabras que no llego a distinguir.

Los ojos de Tate están ahora abiertos de par en par.

—Charlotte —dice, a un volumen que solo yo puedo oír.

—¿Qué pasa? —pregunto, confundida, observando las caras que se acercan a nosotros.

—¡Es él! —alguien grita.

Unas luces comienzan a aparecer a nuestro alrededor, los flashes nublan mi visión y me resulta difícil ver. Y a continuación lo escucho, claro como una campana repicando justo al lado de la oreja.

—¡Tate Collins!

Las voces se vuelven agudas, frenéticas. Los cuerpos empiezan a frotarse contra nosotros, empujándonos de un lado a otro. Tate consigue agarrar mi brazo, pero estoy sin fuerza, soy incapaz de moverme, intentando procesar lo que está pasando.

—¡Tate Collins! —alguien grita de nuevo.

—Charlotte —repite, pero su voz es absorbida por el aluvión de las otras voces. Mis oídos pitan y de repente el aire se torna espeso y pegajoso, abarrotado por las manos y los ojos y las luces intermitentes.

Tate Collins…., es ¡Tate Collins!

Mis labios se mueven, formando el nombre que sabe amargo en mi lengua.

—¿Tate? —pregunto, tratando de apartar las imágenes que dan vueltas en mi cabeza, todas las fotos que he visto en la televisión y en las revistas, en los laterales de los autobuses y en el interior de las taquillas de las chicas del instituto. Tate Collins, la estrella del pop, el rompecorazones, el rey de los hits y posiblemente el cantante más famoso de todo el mundo, está de pie justo en frente de mí, con sus ojos clavados en los míos, suplicándome.

Casi ni siento la presión de los cuerpos mientras soy apartada de la multitud, empujada hacia atrás en cámara lenta, alejada de Tate. Pero no me resisto. Veo manos agarrándole de su ropa, dedos rozando su cabeza afeitada. La mirada baja, lejos de los flashes que estallan en una serie infinita de blanco aturdidor.

Doy un paso hacia atrás, y luego otro, la multitud llena el vacío donde antes yo estaba de pie. Lanzo un último vistazo a Tate antes de girar en la acera y echar a correr.