Capítulo siete

Hay más discos de los que puedo contar y quiero preguntar muchas cosas, pero Tate sigue caminando, pasando junto a ellos como si ni siquiera existiesen. La pared de ventanales tiene vistas a una piscina que parece continuar por el otro extremo, revelando una repentina caída en picado y una vista extensa.

—¿Tienes hambre? —pregunta Tate—. Creo que no tengo muchas cosas en la cocina; quizá algo de pizza. O podríamos pedir algo…

Entorno los ojos al mirarle.

—No, estoy bien —digo. De todas formas no tengo mucho apetito. Todavía siento recelo. Sigo un poco en guardia. Su simple proximidad hace que se acelere mi ritmo cardíaco—. ¿Podemos salir fuera? —pregunto, sintiéndome atraída por las pálidas luces brillantes de la piscina. No sé si alguna vez había estado en un lugar tan hermoso.

Toca una de las puertas y comienza a abrirse como un acordeón, toda la pared de cristal se pliega sobre sí misma de modo que el salón queda completamente abierto al jardín trasero.

Al instante, el aire huele a hierba fresca y recién cortada. La piscina larga y rectangular se extiende ante nosotros, iluminada de un azul vibrante. Más allá de la piscina hay una amplia franja de césped con vistas al horizonte del lado sur, vasto, inmenso y espectacular: todo el mundo suspendido en la distancia. Tate me lleva al borde de la hierba y me siento con las piernas cruzadas junto a él, demasiado impresionada como para protestar cuando me coge la mano. Nos sentamos mirando a través de la ladera inclinada que cae dejando al descubierto la reluciente masa infinita de luces que es Los Ángeles allí abajo. La ciudad parece increíble desde aquí, como un paisaje de cuento de hadas que se extiende hacia el océano oscuro a lo lejos.

—Uno se acostumbra con el tiempo —dice, como si hubiera leído mi mente.

—No creo que yo pudiera. Parece tan diferente desde aquí.

—Es solo una ilusión. —Extiende las piernas por delante de él—. Desde la distancia, cualquier cosa puede parecer bonita.

Alejo mi mirada de la línea del horizonte y me permito analizar las facciones definidas del rostro de Tate. Siempre parece tan receloso, siempre con la mandíbula bloqueada en una apretada línea. Empiezo a ser demasiado consciente de que mi mano está sobre la suya y la aparto. Paso la palma de mi mano por las briznas de hierba.

—¿Por qué? —pregunto.

—¿Por qué qué?

Me gusta la sensación de pasar los dedos entre las hojas, siento la tierra ligeramente húmeda.

—¿Por qué no me dijiste quién eras?

Su cara se relaja por un largo instante y finalmente dice:

—Te vi.

—¿Cuándo?

—En la floristería la primera noche. Por eso entré, porque te vi a través de la ventana. —Se lame los labios—. Estabas mirando tu móvil, sonriendo, y después te reíste. —Sus ojos miran hacia abajo, a mis manos descansando en la hierba—. Estabas tan guapa... La chica más bonita que había visto jamás.

Sus palabras son como chispas que encienden y hacen estallar el espacio que hay entre nosotros. Nadie me había dicho nada como eso antes y, aunque la parte racional de mi cabeza sabe que seguramente les dirá lo mismo a todas las chicas que trae a su casa, todo mi cuerpo es como un riachuelo de electricidad.

—La verdad es que no necesitaba comprar flores —dice—. Solo quería hablar contigo. Y cuando me di cuenta de que no sabías quién era, me pilló por sorpresa. —Frunce el ceño un poco—. Así que mentí y dije que quería rosas. Pero fueron desde el principio para ti.

Me sacudo las manos sobre las rodillas, tratando de ignorar mi reacción a sus palabras.

—Sabía que tenía que verte de nuevo —continúa—. Me intrigabas. No puedo recordar la última vez que vi a alguien que no me reconoció.

—¿Así que me invitaste a salir contigo porque no te reconocí? —Mi tono es cortante. Intento reducir la tensión que está creciendo entre nosotros.

—No. No era solo eso. —Me mira, pero me niego a girarme y mirarle a los ojos. No me fío de mí misma—. Había algo en ti… bueno, aún hay algo… —Se calla.

No estoy segura exactamente de lo que quiere decir y siento que mi frente se arruga. Sigo sin mirarle.

—No era necesario que mintieras —digo. El recuerdo de esa noche, con los paparazzi y la multitud empujándonos mientras nos rodeaban, me provoca un nudo en el estómago. Me sentí tan imbécil.

—No te mentí —dice, y me doy cuenta de que tiene razón, pero aun así me siento un poco engañada—. Quería ver si saldrías conmigo incluso sin saber quién era —continúa.

—¿Así que era una prueba?

—No, no era una prueba. —Sacude la cabeza y su mirada se desliza por mi rostro: mis pómulos, el pelo que cae sobre mi cuello, mis labios—. Tengo curiosidad por saber más de ti.

—Pues no la tengas. No soy tan interesante.

—Yo creo que sí lo eres —dice—. Quiero saber más cosas de ti.

No contesto. No puedo. Casi ni soy capaz de mantener mi respiración constante. Coge otra vez mi mano, lleva la palma a sus labios, apenas rozándola. Me estremezco mientras observo el movimiento y la forma de sus labios, y después me obligo a retirar la mirada y vuelvo a las luces de la ciudad que hay allí abajo, parpadeantes como estrellas.

—¿Es de verdad? —pregunta, su voz cerca de mi oído.

—¿El qué? —Mi voz tiembla.

Toca la parte interior de mi muñeca izquierda con la áspera punta de su dedo siguiendo las líneas del triángulo azul oscuro dibujado.

Aparto la mano y rozo el triángulo con los dedos.

—Es solo boli —contesto—. Siempre me lo dibujo.

—¿Quiere decir algo?

—El triángulo es la forma geométrica más fuerte —le digo—. Puede soportar presión por todos los lados. —Giro la muñeca para que no pueda verlo—. Creo que mi madre solía decirme eso, pero no me acuerdo muy bien.

—¿Necesitas ser fuerte?

—Todos lo necesitamos… en algún momento —contesto. Por ejemplo ahora mismo, pienso. Necesito recordarme la promesa que me hice a mí misma. Mi futuro ya está trazado. Tengo un plan. Y es un plan que no incluye a Tate ni a las miles de mariposas que revolotean por mi estómago.

Exhala lo suficientemente alto como para que lo pueda oír.

—¿También dibujas otras cosas?

—A veces. —Todo el rato. Siempre me ha gustado dibujar y pintar. Cuando era pequeña pensé que acabaría siendo artista de mayor, pero después me enteré de que a la mayoría de los artistas no les pagan por serlo. Ni siquiera Van Gogh ni Monet fueron reconocidos en su época. Así que se me ocurrió un plan más práctico: sobresalientes en todo, prácticas, Stanford, la mejor facultad de Medicina, hacer la residencia, trabajar. Pero eso no se lo cuento a Tate.

—Me gustaría poder hacer eso; arte —dice, echándose hacia atrás para apoyarse en los codos y subiendo la cabeza hacia el cielo.

—Haces música —digo—. Eso es bastante más impresionante que dibujar unos cuantos garabatos.

Sus dedos solo están a unos centímetros de los míos y no puedo evitar seguir la línea de su brazo con mis ojos, los músculos tensos hasta el hombro, hasta la curva de su cuello y la parte suave detrás de la oreja.

—No sé si a eso se le puede llamar música. Son básicamente efectos hechos en el estudio de grabación. —Se ríe con amargura. Mira hacia el cielo, inundado de puntitos de luz. Las estrellas son mucho más brillantes aquí arriba, sin verse atenuadas por el resplandor del neón y las farolas—. Yo solía preocuparme por la música que hacía, solía ser mía…, pero ya no. Se le ha arrancado todo lo auténtico.

—¿Por eso has dejado de tocar? —pregunto.

Se endereza.

—Hay otras cosas desagradables en el negocio. —Mira hacia abajo tensando la mandíbula, después la relaja—. Permití que se me fuera de las manos y ya no puedo recuperarlo.

—¿Recuperar qué?

No responde, pega un salto en el césped, extendiendo una mano hacia mí.

—Ven aquí —dice.

Dejo que tire de mí hacia arriba y antes de darme cuenta de lo que está haciendo, rodea mi cintura con una mano para acercarme a él, entrelaza su otra mano con mis dedos y empezamos a bailar.

—No hay música —digo, avergonzada. Lo que no digo es: «Nunca he estado tan cerca de un chico».

—La música está sobrevalorada —murmura, atrayéndome más cerca de sí. Pero empieza a tararear, suavemente al principio, después susurra unas palabras de una canción que reconozco: una de sus canciones—. Si supieras lo que se siente, el estar sin ti. Nunca me habrías dejado. —Y en sus palabras, en su dulce voz de tenor, escucho a Tate Collins, el cantante. Un nudo se instala en mi pecho.

—Tus ojos son como esmeraldas, tu cuerpo como el oro.

Si aún pudieras amarme.

No sabes lo que has hecho…

Me sostiene con suavidad y firmeza, sus labios son un mero susurro y no me resisto, dejo que mis párpados se cierren. Una brisa se levanta en alguna parte, perturbando a las hojas de un árbol cercano, y a pesar de que el aire es templado, en mis brazos se levanta la piel de gallina. Su mano aprieta mi espalda, sus dedos presionan mi camiseta mientras me dirige en un círculo lento y tranquilo. Me voy dejando llevar más y más por este momento, permitiendo que se apodere de mí.

Parpadeo y abro los ojos, y me doy cuenta de que me está mirando. Su rostro tranquilo e indescifrable. De repente, se da la vuelta y me lleva hacia la casa. Se gira hacia mí justo antes de llegar a la puerta, sus brazos alrededor de mi cintura mientras me presiona contra uno de los pilares de piedra que forman parte de su porche trasero. Su mirada busca la mía. Puedo ver su pulso golpeando la base de su cuello y a continuación se echa hacia adelante, cerca. Más cerca.

Cojo aire en una respiración profunda, mi pecho roza el suyo y veo que cierra los ojos. Con indecisión apoyo mis manos sobre su pecho, aspirando una bocanada de aire ante mi propio atrevimiento. Está tan caliente. Mi mano se acerca al centro de su pecho y puedo sentir el rápido latido de su corazón.

Tate acaricia mi pómulo con su dedo, justo debajo de mi ojo. Su cuerpo está tan cerca que solo una fina capa de aire y ropa separan su pecho, su torso, sus labios, de los míos. Tiemblo y cierro los ojos, mis labios palpitan con anticipación. Puedo sentir su aliento, cálido y suave, flotando a través de mis labios y sé que está cerca. Sé que va a besarme.

Y quiero que lo haga.

Sus brazos se aprietan alrededor de mi cintura mientras me acerca con firmeza a su cuerpo. Estamos apretados el uno contra el otro. Se me escapa un gemido y antes de que pueda decir, pensar o hacer nada, da el paso y presiona su boca contra la mía.

Es tal y como imaginaba que debía de ser un primer beso. Sus labios se mueven sobre los míos, con suavidad, pero con certeza. Rezo para no estropear esto y sigo mi instinto mientras sus labios se conectan con los míos, una y otra vez. Aprieta mi labio inferior con sus dos labios, tirando de él suavemente antes de soltarlo. Mis rodillas amenazan con doblarse y me agarro a su camiseta, sujetando la tela con mis puños.

Con cada roce de su boca con la mía siento como si me fuera a caer. Me toca la cara. La mejilla, la mandíbula, la barbilla. Sus dedos recorren mi garganta, mi clavícula, y se detienen. Cojo aire en un suspiro tembloroso, asustada de que se atreva a ir más lejos. Excitada porque quiera ir más lejos...

Mis párpados se abren con un aleteo cuando rompe el beso. Nuestra respiración es fuerte, el pecho sube y baja a la par. Se retira por solo un segundo, sus ojos oscuros clavados en los míos, haciéndome una pregunta silenciosa que contesto con un gesto de cabeza mínimo.

Y entonces me besa de nuevo. Esta vez es más intenso, mis labios se parten bajo los suyos, su cálida lengua se desliza por el interior de mi labio inferior. Abro la boca para gemir contra la suya, insistente, él se aprovecha y hace el beso más profundo. Mi corazón se acelera cuando su dedo se desliza por el centro de mi pecho, entre las curvas de mi sujetador, y juguetea con el escote de la camisa.

Por fin, mi cabeza regresa al aquí y ahora. El pánico se abalanza sobre mí y empujo su pecho para que nuestros labios se separen. Intento recuperar el aliento, calmar mi acelerado corazón, pero es difícil cuando sigue jugueteando con mi camisa y sus dedos rozan mi sensible piel.

—Dios, Charlotte. —Sacude la cabeza—. No puedo… —Su voz se diluye, como si no fuera capaz de entenderme del todo.

Poco a poco elevo la vista hacia él, segurísima de que mis mejillas están al rojo vivo. Debería separarme, pero me quedo de pie paralizada mientras me acaricia la mejilla con los nudillos. Su tacto me hace temblar. Cojo aire con brusquedad cuando él se mueve para besarme de nuevo.

—Nunca he hecho esto antes —le susurro contra su boca.

—¿Qué? —Se aparta unos centímetros.

—Yo… Nunca había besado a nadie antes. —Cierro los ojos. Trago saliva.

Da un paso casi imperceptible hacia atrás y de repente siento que el aire de la noche es frío a mi alrededor.

—¿Nunca has besado a nadie? —Parece incrédulo.

Despacio niego con la cabeza.

—Nunca he hecho… nada así.

Lo que dice a continuación no es lo que esperaba.

—No puedo hacer esto. —Su tono de voz es duro, es una cuchilla afilada que me parte en dos; sus palabras son como fríos bloques de hielo. Se distancia un paso y el mundo se precipita ante nosotros: el aire de la noche, el sonido del viento entre los árboles, un coche que pasa en la distancia—. Debes marcharte. —Su voz es decidida y de pronto Tate está a un millón de kilómetros de distancia. El vacío entre nosotros es gélido, como si su cuerpo nunca hubiera ocupado ese espacio, como si me lo hubiese imaginado todo.

Se gira sin ni siquiera mirarme y se dirige hacia el interior de la casa. Me siento anclada, aplastada contra el pilar de piedra en el que me ha dejado. Todo da vueltas.

Los siguientes minutos transcurren en un total aturdimiento. Hank me acompaña al camino de entrada donde un coche negro con chófer espera al ralentí. Abre la puerta de atrás y miro fijamente, conmocionada, a la inmensa fachada de piedra de la casa. Espero ver la cara de Tate en una de las ventanas, las cortinas apartándose, observando cómo me marcho…, pero solo el frío y oscuro exterior de la casa me devuelve la mirada, dejándome total y completamente sola.