Capítulo veintitrés
Tecleo el código de la puerta de seguridad cuando llego al camino de entrada de la casa de Tate. Lo tengo en mi teléfono desde la noche en que me lo envió en un mensaje.
La lluvia ahora cae en grandes globos redondos que salpican los cristales mientras mis limpiaparabrisas trabajan con furia para expulsarlos. Es una lluvia de primavera, un momento de respiro del calor seco habitual de California. La casa de Tate está oscura cuando paro el coche en el aparcamiento circular y apago el motor.
Corro por el camino delantero con mis tacones, con las manos sobre la cabeza, e intento abrir la puerta. Está cerrada con llave. Llamo al timbre aunque sé que Hank estará con Tate en el concierto, y no hay mayordomos ni amas de llaves ni personal para abrir la puerta. Me giro para mirar mi coche. Puede pasar una hora o más hasta que por fin Tate llegue a casa. Pero entonces recuerdo la puerta corredera de cristal.
Empujo la puerta que hay en el lado izquierdo de la casa y atravieso rápidamente el camino de piedra iluminado con diminutas luces solares. Aparezco junto a la piscina, cubierta de un azul nacarado y con su superficie vibrando con cada fuerte gota de lluvia. Nunca he estado aquí sin Tate y de repente la oscuridad parece amenazante. Pero me sacudo esa sensación.
Me apresuro hacia las puertas de cristal, toco la manivela metálica y la puerta se desliza sin resistencia, doblándose hacia atrás como un acordeón. En el interior, inhalo la sequedad del salón y me quedo quieta con la espalda contra el cristal y las gotas de agua cayendo al suelo. Mis manos se extienden para palpar la pared a mi derecha, en busca de un interruptor de luz, pero no encuentro nada.
Mis pies chocan contra la mesa de centro y me tropiezo.
—Mierda. —Me toco la punta de mi pie derecho, desnuda en mis sandalias negras de tacón. Sigo sin estar acostumbrada a usar estas cosas. Me arrodillo, sujetándome en el borde de la mesa baja para encontrar el equilibrio y toco de pronto un mando a distancia grande. Tan pronto como lo cojo, todos los botones se iluminan y veo un botón más grande que pone FIRE. Y efectivamente, la chimenea que tengo justo en frente chisporrotea y renace cuando aprieto el botón. Con esa luz me basta para distinguir los elementos del salón.
Saco mi teléfono. Ninguna llamada perdida ni ningún mensaje de Tate.
Todavía debe de estar en el escenario, o haciendo entrevistas después del concierto, o firmando autógrafos, o simplemente intentando salir del estadio sin ser perseguido. Me pongo de nuevo la sandalia, me levanto y voy hacia la escalera. Mis tacones repiquetean sobre la piedra.
En el segundo piso, al final del pasillo, hay dos anchas puertas dobles: el dormitorio principal. Solo he estado aquí con Tate esa noche. Me sonrojo ante el recuerdo.
Hay una luz tenue empotrada en el techo que proporciona suficiente resplandor para ver toda la habitación. Recorro el edredón con una mano, el tejido es suave y sedoso bajo mis dedos. Unas cuantas puertas correderas dan a un patio. Toco el cristal mientras observo la lluvia. Y espero.
Pasa una hora. Me siento en el borde de la cama, después me vuelvo a dejar caer en el edredón, escuchando la lluvia caer contra el tejado. Pienso en enviarle un mensaje a Carlos, pero no le he contado lo de mi decisión de retrasar un año lo de Stanford. Me cuesta incluso imaginar su reacción.
En vez de eso le envío otro mensaje a Tate. Sostengo el teléfono con los brazos extendidos sobre mí mientras escribo: Dónde estás?
Cada pocos minutos, me incorporo y le doy a mi móvil segura de que no he escuchado una llamada o un mensaje. ¿Por qué no ha llamado aún? Entonces una idea se cuela en mi cerebro. Abro una nueva pestaña en el navegador de mi teléfono y escribo «Tate Collins». Mensajes en redes sociales aparecen al instante: chicas tuiteando que están en el concierto, granulosas fotos de Instagram de Tate en el escenario. Paso las fotos deslizando mi dedo por la pantalla táctil. Hay fotos suyas dejando el Staples Center a través de una multitud de chicas sin inmutarse de la que está cayendo mientras se agolpan en torno a un todoterreno negro con Tate trepando a su interior.
Y después las fotos cambian. Siguen siendo de Tate, aún en vaqueros y camiseta negra, pero el fondo es diferente. Está en una discoteca, sentado en una mesa con luces reflejándose en su rostro. Y rodeándolo… media docena de chicas.
Atacada, abro más fotos: Tate bebiendo chupitos de un líquido claro, su reluciente reloj de platino destelleando mientras echa la cabeza hacia atrás para tragar el chupito; Tate con una chica pelirroja pegada a su costado, susurrando en su oído. Tate de fiesta, Tate no está aquí... Tate no está conmigo.
¿Qué leches está haciendo?
Aprieto el teléfono con las manos y me empiezan a temblar, una punzada de dolor se pega a la parte posterior de mi cráneo.
Está en alguna discoteca… ahora mismo… con otras chicas. Y entonces la verdad empieza a asentarse en mis entrañas: Tate no quería que fuese al concierto. No ha sido un error que no pudiese entrar… que no estuviera en la lista… Tate no quería que yo estuviera allí. Ya no me quiere con él, por eso no ha vuelto a casa después del concierto. No quiere estar CONMIGO.
No me puedo quedar aquí. No voy a permitir que me encuentre aquí en su habitación, esperándole como una novia obsesionada que no sabe pillar una indirecta. Mis uñas se clavan en la palma de mi mano y me pongo de pie, apago el móvil y me lo meto en el bolsillo de atrás. Pienso en la cara de Tate en el aeropuerto, en su expresión cuando le dije que iba a aplazar la universidad y que quería irme de gira con él.
Mi cabeza comienza a doler. He hecho el ridículo. Otra vez. Soy tan estúpida… Tan, tan estúpida.
Bajo corriendo las escaleras y salgo por la puerta principal, desesperada por escapar, convencida de repente de que se traerá a esas chicas aquí y que la vergüenza que sentiré será colosal.
Bueno, al menos no le daré esa satisfacción. Mis ojos se empañan a pesar de mi intento por contener las lágrimas. Mi coche se tambalea frente a mí, desenfocado en la constante lluvia. Apoyo con fuerza mis manos en el capó cuando llego y respiro hondo para asimilar el shock… por el momento, el coche es lo único que me sostiene.
Doy la vuelta hasta la puerta del conductor, secándome las lágrimas con el antebrazo. Ojalá no me hubiese puesto tacones, ojalá no me hubiese vestido para él. Le odio por hacer que me importe. Le odio por provocar que me enamorase de él. Por hacerme ser tan estúpida como el resto de las mujeres de mi familia. Por hacerme romper las promesas que me hice a mí misma hace tantos años.
Las lágrimas nublan mi visión y pongo la mano en la manilla de la puerta cuando escucho algo moverse detrás de mí. Nada nítido: alguien que arrastra los pies, una leve respiración. Me detengo y me doy la vuelta. Mi sangre está congelada en mis venas, mi boca se ha quedado paralizada entreabierta.
Un par de metros a mi espalda, pasado el anillo de luz que se extiende desde el porche, hay una figura, una silueta. Podría casi estar imaginándomela: evocada por el creciente temor que escarba en mi columna vertebral, encendiendo todas las terminaciones nerviosas y haciendo que los músculos de mi cuerpo se tensen. Me seco los ojos de nuevo, tratando de limpiarme las lágrimas para poder ver mejor a través de la lluvia, para poder separar a la figura de las ramas que la rodean.
Y después la silueta da un paso adelante y sé que es real.
Mi ritmo cardíaco se eleva.
—¿Tate? —exclamo, odiándome a misma por la desesperación de mi voz, por la esperanza que nace en mi corazón.
La silueta da varios pasos más rápidos hacia adelante. Y sé al instante que no es Tate. La figura es más estrecha, más ligera. Se acerca más, cruza el camino de entrada, y finalmente invade la tenue luz del porche.
Reconozco su cara.
Es la chica del cuarto de baño. El mismo pelo corto negro, las pecas y la misma piel blanca como la nieve. Lleva una sudadera de capucha negra y unos vaqueros negros. Está vestida para ocultarse, para esconderse en la oscuridad.
—¿Qué haces aquí? —pregunto. Son palabras que parecen insuficientes.
Ella no responde.
—No deberías estar aquí —digo otra vez, escondiendo la mano detrás de mí para tirar de la manilla de la puerta de mi coche. Está cerrada con llave.
—Te he seguido —responde.
Una punzada de miedo se abre camino en mis pensamientos. Mis ojos miran hacia abajo, a la manilla de la puerta. ¿Puedo llegar a mis llaves a tiempo?
—No —dice, deduciendo lo que estoy pensando. Y vuelvo la mirada hacia ella. La lluvia se suaviza ligeramente y puedo verla mejor en la penumbra, puedo ver cómo sus ojos me miran sin pestañear.
—¿Por qué me estás siguiendo? —pregunto para ganar tiempo a la vez que rebusco muy cuidadosamente dentro de mi bolso.
—Intenté avisarte. —Sus brazos están rígidos en sus costados y su mano izquierda comienza a recorrer la tela de sus vaqueros negros—. Pero entonces te vi en el concierto, intentando meterte en el backstage. —Sus ojos se agrandan, sus párpados se echan atrás, revelando el blanco en torno a sus pupilas—. No vas a mantenerte alejada de él, ahora lo tengo claro.
—Estás equivocada —digo, mi voz tiembla—. Tate y yo no estamos juntos. Hemos terminado.
—Mentirosa —suelta. Cierra los ojos brevemente mientras aspira una bocanada de aire.
—Es verdad. —Mi mano izquierda toca a tientas lo que hay detrás de mí, tratando de llegar a la manilla.
Su mirada se estrecha.
—Lo quiero desde antes que tú. Ni siquiera sabías quién era antes de conocerle.
—Es todo tuyo —contesto. Pero sus facciones se endurecen, sus pómulos pálidos y sus cejas oscuras se tensan, como si un huracán se estuviera formando dentro de ella. Da un paso más hacia mí.
—Lo será. —Su mirada es intensa y no parpadea, las fosas nasales están repentinamente dilatadas—. En cuanto hayas desaparecido.
Me giro a toda velocidad, cogiendo la manilla. Acciones como flashes marcan los siguientes instantes: abro la puerta de un tirón, pero ella es demasiado rápida, viene corriendo hacia mí y sus manos me rodean la garganta. La puerta se vuelve a cerrar de golpe. Mi cuerpo se choca contra el coche. Mis pulmones se contraen, me falta el aire. Y por un segundo estoy tan aturdida que tengo los brazos colgando a los costados y mi visión se empieza a nublar. Pero entonces el pánico sube arrastrándose desde mi estómago y golpeo mis manos contra su cara, tratando de empujarla hacia atrás. Tropezamos y caemos de lado en la parte delantera del coche, con las manos la una en la otra, mis tacones arrastrándose por el pavimento mojado.
Nos movemos con rapidez, el impulso nos arrastra hasta el guardabarros y después nos tropezamos en dirección al otro lado del camino, en la oscuridad. Pero no llegamos al bordillo del camino de entrada. La fuerza de su cuerpo es demasiado potente y siento que mis pies se quedan atrapados debajo de mi cuerpo. A continuación, las dos caemos.
Nos damos un fuerte golpe contra el suelo, el cemento se eleva para recibirme. Unos pequeños puntos blancos desdibujan mi visión y noto que la parte posterior de mi cabeza está palpitando y el calor se está extendiendo por mi cuero cabelludo.
Abro la boca para hablar, para decirle que pare, pero no tengo aire para formar las palabras.
Me encuentro con sus ojos, solo a centímetros de los míos, sus pupilas negro carbón agrandadas como si me estuviera atravesando de lado a lado: vacías pero llenas de satisfacción. Sus manos se enroscan con más fuerza alrededor de mi garganta; apretando, hundiéndose, luchando para expulsar la vida fuera de mí. Y todo comienza a ralentizarse. Yo grito, pateo y la araño, pero su expresión se tuerce en una mueca deformada, como si estuviera a punto de romper a llorar, o a reír.
Mis uñas se clavan en sus mejillas, pero pronto siento que la fuerza empieza a abandonar mis extremidades. Y mi visión se borra con manchas de color rojo.
Todo se está escapando, desapareciendo como una espesa cortina negra que ondula sobre la cubierta de la casa de Tate y se asienta sobre mí.
El cielo es precioso. Las nubes retroceden, se apartan. Ahora todo es negro y está salpicado de pequeñas luces. Estrellas.
Nada más que estrellas. Es todo lo que veo. Queman al caer y tocar mi piel, tiñéndolo todo de blanco.
El cielo se oscurece. Fogonazos de luz explotan.
Todo se vuelve superficial, desenfocado.
Y después, nada más que oscuridad.
El latido de mi corazón es lo primero que siento: dando martillazos en todas las articulaciones, en todos mis huesos. Partiendo mi cuerpo a golpes.
Despego mis párpados, pegajosos y húmedos.
El cielo tiembla sobre mí.
Hay un destello de pelo oscuro… la chica, aún sigue encima. Y a continuación, la repentina liberación de la presión. Su cuerpo se levanta del mío, sus manos sueltan mi garganta. Pero no me puedo mover. Mis piernas son como anclas. Siento un cosquilleo en los brazos. Mi cabeza palpita con el peor dolor de cabeza que he sentido jamás.
Alguien grita: Creo que es la chica.
Hay movimiento, unos pies sobre el cemento, unas manos arañando, raspando.
Me doy cuenta de que mis párpados se han cerrado de nuevo y me obligo a abrirlos. Una cara entra en mi visión. Me estremezco, creyendo que es otra vez la chica, regresando a acabar lo que ha empezado. A matarme esta vez. Pero no es ella.
Es Tate.
Sus labios se mueven. Sus ojos son como un océano sin fondo y quiero hundirme en ellos y no emerger nunca. Está hablando, pero mi cabeza no es capaz de analizar las palabras. Y entonces sus brazos me toman por debajo y me levanta y me siento vacía de todo salvo de aire y dolor, y dejo que Tate me lleve a cuestas, con mi cabeza apretada contra su pecho.
Y entonces todo se vuelve negro. Solo el fuerte sonido de los latidos del corazón de Tate en mi oído me persiguen en la oscuridad.
Primero escucho el pitido constante de un monitor cardiaco y sé que estoy en el hospital. Cuando abro los ojos veo a Tate. El alivio me invade hasta que recuerdo lo que ha pasado.
—Hey —digo, mi voz ronca.
—Hey. —Intenta sonreír, pero no percibo ninguna felicidad en él.
Se frota la nuca y sus ojos me miran sin pestañear. Pero no son los ojos que recuerdo: los ojos de alguien que no puede vivir sin mí. Son los ojos de alguien que ya no está.
—Charlotte —comienza—, lo siento mucho. No sabía nada de esa admiradora, estaba loca y…
—Yo no estaba en tu lista —consigo decir.
Se queda en silencio.
—He sido un cobarde y lo siento mucho, pero…
Quiero que pare ahí, que no diga nada más. Pero continúa y sé lo que viene ahora.
—No puedo permitir que renuncies a ir a la universidad por mí. No puedo dejar que hagas eso. —Toca la barra de metal de la cama del hospital, apretando los nudillos a su alrededor.
Sus hombros se enderezan y sus brazos se quedan inmóviles en sus costados. Pienso en lo guapo que es. Incluso ahora, que cada palabra que dice me está rompiendo en dos, no puedo dejar de admirar lo dolorosamente guapo que es. Esto hace que el dolor sea aún más grande.
—Me gustaría que fuera diferente —dice, apartando ahora la mirada de mí, incapaz de enfrentarse a mis ojos—. Pero es más fácil si… —Se muerde el labio.
—Si terminamos esto —acabo por él, fogonazos de dolor pisoteando mis sienes.
Asiente.
—Sí. Creo que sí.
No puedo responder. Las lágrimas escuecen mis ojos, mis labios tiemblan. Si hablo voy a desmoronarme.
—Lo siento, Charlotte. Por todo.
Sus dedos se deslizan por el borde de la cama, tan cerca que me podría tocar, tan cerca que podría recorrer mi brazo desnudo con sus manos y besarme. Pero no lo hace. Retira la mano y se gira hacia la puerta. Se detiene; su espalda es una línea recta y rígida. Y creo que se va a dar la vuelta, a decir algo más… algo que lo arregle todo, que haga que esto no duela tanto, tantísimo…, pero en vez de eso, sale al pasillo y desaparece de mi vida.
Y me deshace.