Capítulo nueve
—¿Qué te ha pasado? —pregunta Carlos apoyando su codo contra la taquilla metálica que hay junto a la nuestra.
El recuerdo de la noche todavía retumba en mi cabeza: la llamada a Tate a las tres de la mañana, mi piel en llamas por el aire húmedo de la noche. Reprimo una sonrisa. No estoy preparada para hablarle de Tate. Por primera vez, tengo un secreto. Por primera vez en mucho tiempo, tengo algo solo para mí.
—¿A qué te refieres? —pregunto, dejando caer la mochila en el interior de la taquilla.
—Estás brillando.
—No, no lo estoy. —Pero me toco mis mejillas con la punta de los dedos, como si pudiera quitarme el brillo de la piel. Saco el libro de texto de la primera hora, Historia Americana. La funda de papel marrón está repleta, de esquina a esquina, de dibujos de flores exóticas y figuras que bailan. Las he garabateado durante las aburridísimas clases del señor Trenton.
—Sí que lo estás —dice Carlos, dejando caer su codo y arrimándose a mí—. Te conozco. Estás brillando.
Me hace pensar en mi cena con Tate, antes de saber quién era. Le dije que la gente normal no brilla en la vida real. Eso fue antes de saber que él era uno de ellos, una de las personas que brilla en los vídeos musicales, en los laterales de los autobuses y en las vallas publicitarias. Un cosquilleo de vergüenza se precipita por mi piel cuando recuerdo aquella conversación, pero ahora me pregunto si lo que dije es verdad. Quizá la gente normal también puede brillar. Sonrío.
Clarissa Rogers llega contoneándose y se queda junto a Carlos; intenta alcanzar su taquilla, pero Carlos no se retira. Está esperando a que yo le responda antes de moverse.
—Es solo que me alegra que ya sea viernes —digo, como si la cercanía del fin de semana explicara mi cutis radiante.
Carlos parece creerme. Echa la cabeza hacia atrás y resopla.
—Ya te digo. Creo que me van a quedar las mates… bueno, ya sabes, quien dice quedar dice sacar un notable. Me voy a dar un atracón de Netflix mañana para olvidar todas mis penas.
Estoy asintiendo con la cabeza cuando mi teléfono suena desde el interior del bolso; rápidamente empiezo a rebuscar en él.
—Nos vemos en Lite —dice Carlos girándose y abriéndose camino a través del mar de estudiantes que ya se dirige a la primera clase.
Saco mi teléfono. La pantalla sigue brillando por un SMS.
Es de Tate.
¿Puedo verte? dice el mensaje.
Mi pecho se agita, se incendia y echo un vistazo alrededor del pasillo lleno de gente, como si alguna de las personas que pasan por allí pudiera leer el mensaje y se diera cuenta de que es Tate Collins el que escribe. Pero todo el mundo me ignora, como de costumbre.
Sí, respondo.
Otro mensaje aparece en la pantalla. ¿Hoy?
Estoy a punto de contestar cuando la campana suena por el altavoz: solo quedan cinco minutos para que empiece la clase. Cierro de golpe la taquilla y zigzagueo entre la multitud. Mientras camino, escribo: Dime dónde, y le doy a enviar.
El día entero es como un lento reloj de tictac. Seguimos repasando material para los exámenes parciales, pero apenas se me queda nada, y nos ponen un examen sorpresa en Historia que casi ni recuerdo acabar.
No hago más que mirar el móvil, a la espera de una respuesta de Tate que nunca llega.
Después de pasar por el periódico para recoger las tareas de la tarde que nos han asignado, Carlos y yo nos dirigimos a la salida del instituto, listos para que empiece el fin de semana. Mientras cruzamos las enormes puertas principales, Carlos continúa hablando, relatando cómo hoy, en clase de Educación Física, le ha dado accidentalmente a Amanda Coats en toda la cara jugando al balón prisionero.
—Obviamente, me he sentido fatal —está diciendo—, pero esa chica lleva demasiado maquillaje a gimnasia y es como si los balones se sintieran atraídos por su cara… —continúa, pero yo solo estoy medio escuchando. Mi mirada se ha desviado hasta la calle, más allá de la turba de estudiantes que se dispersan fuera del instituto.
Allí, junto a la acera, está el coche de Tate.
—Me he enterado de que Mike Logan hace una fiesta esta noche. —La voz de Carlos se cuela de nuevo en mis oídos—. Quizá deberíamos ir. Puede estar guay.
—No puedo —digo, apartando la mirada del coche y volviendo a Carlos, que aún no ha visto el deportivo.
—¿Qué tienes que hacer esta noche? Es viernes, Char. Las tareas y estudiar se pueden dejar para mañana. —Cambia de lado el peso de su cuerpo y me lanza una mirada seria—. Además, pensaba que esta semana no tenías que ir al laboratorio. ¿No tenía tu profesor que montar unos experimentos nuevos o algo de eso?
—Lo sé… —digo, metiéndome un mechón de pelo detrás de la oreja—. Es solo que... Debería darle un empujón al examen de Historia. Creo que la he cagado en el test de hoy.
—Lo dudo. Charlotte Reed nunca la caga en los test.
—Lo siento —añado, notando cómo mis cejas se arrugan hacia abajo.
Carlos exhala con fuerza.
—Está bien. —Pero incluso cabreado conmigo, me da un beso en la mejilla antes de marcharse—. ¡Llámame mañana! Necesito que me ayudes con las mates. ¡No te olvides!
Le digo adiós con la mano y finjo que estoy buscando algo en mi mochila. Cuando Carlos cruza la calle y está fuera de mi vista, bajo las escaleras hacia el coche. No se ha movido desde que salí. Comienzo a dudar de mí misma cuando me acerco: tal vez me he equivocado. Igual no es Tate.
Pero entonces se abre la puerta.
Me paro y miro el oscuro interior.
—¿Vienes? —dice una voz desde la oscuridad. Es Tate.
Mi corazón da un vuelco y hago un barrido rápido con la mirada de la zona del parking y el jardín. Solo Jenna Sánchez, que creo que sigue cabreada conmigo por haber recibido yo, y no ella, las flores en clase de Literatura, se queda mirando un segundo desde su círculo de amigos que charlan en la acera. Pero enseguida se da la vuelta.
Me quito la mochila y me deslizo en el asiento del copiloto. En el interior, Tate me sonríe. Parece incluso tímido.
—Hola —dice, mirando hacia abajo—. Te he traído esto. —En sus manos hay una cinta de tela negra.
—¿Qué es? —pregunto.
—Una venda para los ojos.
—¿Para qué?
—Te voy a llevar a un sitio y es una sorpresa. —Se inclina en su asiento de cuero para acercarse más a mí y se me corta la respiración—. Date la vuelta —dice con dulzura y una leve sonrisa en los labios.
No puedo creer que yo esté haciendo esto. Debería salir de aquí, ahora. Volver a casa y trabajar en mis textos para Stanford, hacer las tareas de Química, darle un respiro a Mia con Leo… lo que sea menos esto. Pero lo que hago es quedarme quieta, girando la mirada hacia la ventanilla y viendo cómo mi reflejo me la devuelve: ojos redondos y pelo cayendo por la cara. Y entonces mi reflejo desaparece. Tate ata el tejido negro sobre mis ojos y yo me muerdo el labio inferior.
—¿Demasiado apretado? —susurra en mi oído.
Niego con la cabeza. Un calor embriagador se desdobla en mi estómago al sentir su aliento templado contra mi oreja.
—No hagas trampas y mires —añade.
El coche empieza a moverse; planea hacia el tráfico.
Con la vista eliminada, el resto de mis sentidos aumentan. Puedo oír la lenta respiración de Tate a mi lado. El aroma limpio y fresco de su colonia y algo más, algo que me recuerda al aire salado de la playa. Lo imagino moviéndose más cerca de mí, imagino cómo sería tener sus manos sobre mi cuerpo, sin poder verle.
No hablamos durante varias manzanas hasta que, por fin, Tate dice:
—¿En qué estás pensando?
—No estoy… —Empiezo, pero rectifico. Sé que quiere una respuesta honesta, puedo sentirlo en su tono de su voz. Quiere la verdad. Pero no soy capaz de decirle que me estoy imaginando sus manos sobre mi cuerpo—. Estoy pensando en el mar —digo, y es una verdad a medias.
—¿Qué pasa con el mar?
—El aire —le digo—. Huele a sal y a sol, y también un poco a verde. Y… —paro, pero Tate no habla. Apenas puedo oír su respiración, es como si se hubiese quedado paralizado esperando a que yo continúe hablando—. Estoy pensando en la sensación que producen las olas cuando suben por las piernas —continúo—. Cuando era pequeña, siempre pensé que el mar estaba vivo, que intentaba arrastrarme hacia él. Está tan… desesperado, como si tirara de ti desde la parte más lejana del fondo del océano. A veces quiero dejarle que… dejarle que me lleve mar adentro, para ir a la deriva miles de kilómetros hasta llegar a tierra en algún continente remoto. Me gusta esa idea.
Hay un largo silencio y me pregunto si me estará mirando.
—Me gusta tu forma de pensar sobre las cosas —dice por fin y escucho cómo se mueve en su asiento.
Lamo mis labios y después me muerdo el de abajo. Oigo cómo Tate coge aire.
—Charlotte... —dice, su tono es de súplica.
—¿Qué?
—Solo que… No hagas eso, ¿vale?
—¿Hacer qué? —le digo y para mi sorpresa, me vuelvo a sentir cómoda. Me lo estoy pasando bien con todo esto. Vuelvo a atrapar mi labio entre los dientes y lo muerdo suavemente. Saber que sus ojos están puestos en mí me hace sentir un cosquilleo en todo el cuerpo. Como si me estuviera tocando a pesar de no hacerlo. Como si fuesen sus dientes los que sujetan mi labio.
—Charlotte. No creo que pueda soportarlo —me dice y puedo notar la sonrisa en su voz—. Me vas a volver loco.
Así que él no es el único que tiene poder en esta relación, diga lo que diga. Me recuesto en mi asiento, sonriendo para mí misma.
El coche se para lentamente y me doy cuenta de que los ruidos de la ciudad han menguado. Ya no estamos en una carretera principal.
Siento un repentino remolino de viento cuando se abre la puerta del coche. Se enrolla alrededor de mi cuerpo y, a pesar de que el aire es cálido y suave, envía escalofríos por mis brazos. Las manos de Tate tocan las mías en una explosión de electricidad y me guía fuera del coche. Un claxon suena en la distancia. No tengo ni idea de dónde estamos.
Damos solo unos pocos pasos antes de atravesar una puerta de entrada a un edificio que huele un poco a polvo y tapicería.
Después, la punta de mi zapato choca contra algo duro.
—Escalones —dice Tate junto a mí.
Levanto el pie derecho, primero con cautela, con miedo de echarme demasiado para adelante y caerme de bruces. Pero Tate me tiene bien sujeta, una mano en la zona lumbar y la otra entrelazada con mis dedos, cuando subimos por unas escaleras alfombradas.
—¿Dónde estamos? —pregunto cuando llegamos a la cima. Mi mano libre está extendida hacia delante para poder detectar cualquier cosa que me pueda dar pistas de nuestra ubicación. Pero mis dedos solo sienten el vacío. Y Tate no me contesta. Simplemente me lleva hacia delante y deja de tocarme por completo. Me siento sin ancla, como si me pudiese caer en cualquier momento.
—¿Tate? —susurro de nuevo, subiendo mis manos hasta tocar la venda que me cubre los ojos. Pero de repente aparece a mi lado y sus manos me acarician los brazos hacia arriba lentamente, muy lentamente. Se me corta la respiración, siento sus dedos deslizándose por mi cuello hasta llegar a la parte de atrás de mi cabeza, donde finalmente afloja la venda y la deja caer.
Tengo que parpadear para enfocar el tenue espacio. Es un cine grande y exuberantemente decorado, el oro bordea el techo arqueado y las cortinas rojas llegan hasta el suelo. Estamos en un palco del segundo piso, con vistas a decenas de asientos vacíos y una pantalla gigante en la parte delantera. Hay escaleras contra una de las paredes y latas de pintura y telas blancas repartidas por el suelo. Es como si estuviesen preparándolo todo para pintar. El cine está en obras.
—Se llama Lumiere —dice Tate a mi lado—. ¿Has oído hablar de él?
Niego con la cabeza.
—Fue uno de los cines originales de Hollywood. Lo han abierto de vez en cuando en los últimos años, para proyectar sobre todo películas de serie B. Pero por fin están restaurándolo.
Camino hacia la barandilla y toco la barra de metal frío con las palmas de las manos. Miro hacia abajo, al primer piso. Faltan algunas de las butacas en las filas de asientos.
—¿Podemos estar aquí? —pregunto.
La boca de Tate se relaja en una sonrisa.
—He hecho unas gestiones.
Me doy la vuelta y veo una pequeña mesa junto a dos de las butacas de primera fila cara a la barandilla. La mesa está montada. Una lujosa botella de agua con gas, un plato enorme de palomitas y unos pequeños platos de cristal con un surtido de caramelos de colores sobre un mantel blanco.
Me lleva a las dos butacas y nos sentamos. Casi de inmediato, las luces comienzan a apagarse, controladas desde algún lugar que no puedo ver. Todo está perfectamente coreografiado.
—¿Qué vamos a ver? —pregunto.
Niega con la cabeza.
—Ahora lo verás.
Siento que mis labios se tuercen hacia abajo, tratando de adivinar qué película podría valer todo este esfuerzo. Y entonces me acuerdo.
—Casablanca —digo en voz alta. La noche del Lola’s. No se podía creer que nunca la hubiera visto.
Él sonríe pero no contesta.
La enorme pantalla parpadea delante de nosotros, la luz pálida se proyecta en el rostro de Tate. Las imágenes en blanco y negro toman forma en la pantalla. Un mapa de África, de Casablanca, y a continuación, cambia a una escena distorsionada y con grano de un concurrido mercado. El audio tiene esa calidad lejana y con eco de una vieja película. Sonrío y me siento en mi butaca.
He acertado.
En la oscuridad del cine puedo sentir los ojos de Tate posados en mí. Parece muy quieto, reclinado en su asiento, su mirada ardiente mientras me observa durante la escena del primer beso entre nuestro héroe, Humphrey Bogart, y su viejo amor, Ingrid Bergman, en un flashback en París, cuando se enamoraron por primera vez. Deseo que Tate me toque. Quiero que levante su mano y toque la mía en mi regazo, donde descansa. Hay un momento en el que incluso pienso que me va a acariciar la rodilla cuando se inclina hacia adelante para servirme un poco de agua, pero en ningún momento me roza, ni siquiera una vez. Guarda la distancia. Solo sus ojos han conseguido colarse en mi piel.
Cuando la película termina y los dos amantes se despiden, y el avión se eleva hacia el oscuro horizonte, la pantalla se vuelve negra y las luces se iluminan otra vez. Tate se gira en su butaca. Sus ojos se mueven hacia mis labios.
—¿Te ha gustado?
Toco con un dedo el reposabrazos que nos separa, una brecha que no se puede cruzar.
—Es trágica —digo.
—¿Por qué piensas eso?
—Porque no terminan juntos. Ella se va y ya está. Es supertriste.
—¿Entonces no te ha gustado? —pregunta.
—Pues la verdad es que no. —Me siento incómoda admitiéndolo, pero su mirada parece divertida. Me observa con ojos entrecerrados.
—Es una historia de amor clásica —añade.
—Pero quiero que al final acaben juntos. De eso van las historias de amor, ¿no? Dos amantes que sacrifican todo solo para estar juntos. —Obviamente nunca he sido una romántica, pero incluso a mí me encantó Romeo y Julieta.
—Sí que han hecho sacrificios —dice Tate, haciendo una pausa—. Renuncian el uno al otro, incluso estando enamorados. A veces la vida hace imposible que uno esté con la persona que ama.
—¿Alguna vez has estado enamorado? —le pregunto sin rodeos.
Se pone de pie, los vaqueros sujetos en las caderas, caídos.
—No —dice rápidamente—. ¿Y tú?
Me río.
—Tate. Te conté que ni siquiera había besado a nadie.
Pienso que va a sonreír y a reírse conmigo, pero en vez de eso, se queda mirando al vacío. Intento ver algo más profundo en sus fríos ojos rasgados, en la sutil contracción de su mandíbula que hace que los rasgos de su cara parezcan más duros.
—¿Estás lista? —pregunta por fin.
Bajamos por las escaleras de moqueta roja que no pude ver antes hasta una puerta de metal que abre Tate de un empujón. El Tesla (he aprendido que el estiloso coche negro de Tate se llama Tesla) está esperando fuera.
Abre las puertas y toco el techo del coche a punto de meterme en el interior cuando veo a un grupo de chicas caminando por el callejón, con sus vestidos cortos y brillantes que se mueven a la vez que sus muslos y sus tacones peligrosamente altos. Echo un vistazo hacia abajo y de repente me quedo sorprendida por la normalidad de mi apariencia: unos sencillos shorts vaqueros, mis sucias bailarinas azul marino y mi cabello castaño liso recogido en una cola de caballo.
Soy normal. Habitual y previsible. No soy «esas chicas». Y aunque tengo absolutamente claro que los vestidos de lentejuelas y los tacones no las hacen ni un poco mejores que yo, hay algo dentro de mí que siente envidia al verlas. Es el tipo de chica con la que imagino que debería estar Tate.
—¿Estás bien? —pregunta Tate a mi lado.
—Sí —contesto metiéndome en el coche. Me he quedado mirándolas demasiado tiempo y Tate se ha dado cuenta.
Hay silencio en el trayecto. Pero no es un silencio incómodo, es ese tipo de silencio en el que da la sensación de que las dos personas están como esperando que pase algo. Como si algo estuviera al llegar. Y una vez más no me puedo creer estar aquí. Pero no porque sea Tate Collins. No me puedo creer que esté en una cita con un chico pues, pesar de todo lo que he hecho para huir de alguien como Tate, no quiero que el día de hoy se acabe. Es como si mi interior estuviese en guerra: quiere que mantenga la distancia pero a la vez me anima a que me acerque más.
Le digo a Tate que aparque a una calle de mi casa. No quiero que mi abuela o Mia me vean salir de un coche como este. El ramo de flores es una cosa, pero que Tate Collins me traiga a casa en coche obligaría a una mentira mucho más difícil de crear.
Tate sale al bordillo. Veo que su mirada hace un barrido sobre las casas y los edificios de apartamentos que nos rodean: balcones a rebosar con barbacoas, sillas de plástico y bicicletas; coches aparcados en las calzadas que no se han movido en años y que se oxidan donde están. Un niño con un balón de baloncesto por la acera, haciendo de vez en cuando movimientos como si fueran de karate con sus brazos. Ni siquiera se da cuenta de nuestra presencia.
Tate y yo estamos a solo unos centímetros de distancia, el aire entre nosotros está tan quieto que me siento mareada por un momento. Observarlo así de cerca me recuerda a la sensación que tuve cuando su boca estaba sobre la mía esa noche en su casa, a cómo apretó su cuerpo contra el mío, con el torso desnudo, con el calor de la chimenea provocándome un cosquilleo y un aleteo en mi piel.
De forma inconsciente, doy un paso hacia él, cerrando la distancia entre nosotros a un mero centímetro. Quiero sentirle otra vez, el sabor de su boca, caliente y fría a la vez. Dejo de respirar.
Sus dedos tocan mi cintura y aprietan mi hueso de la cadera. Pero no se acerca más a mí, simplemente empuja suavemente, deteniéndome. Después parpadea y reenfoca.
—Tenemos que tomarnos las cosas con calma —dice.
Su mirada pasa de mis labios a mis ojos y a mí casi me entra la risa. Me he pasado la vida evitando a los chicos, especialmente a los chicos como Tate. Pensaba que solo querían una cosa de mí y ahora mira, ÉL diciéndome a MÍ que hay que reducir la velocidad.
—Claro —digo, forzando a mi cuerpo a que se enderece.
Debería estar contenta de que Tate quiera mantener cierta distancia, haciéndome más fácil que no cometa ningún error de los gordos. No debería querer nada más. Y sin embargo...
—Buenas noches, Charlotte Reed —dice él, soltando sus dedos de donde habían permanecido en mi cadera.
—Adiós, Tate Collins —contesto, mi voz mucho más suave que la suya, y doy un paso para subirme a la acera.
Puedo oír el zumbido del Tesla al ralentí a mi espalda, pero no miro hacia atrás. Me niego a ser la chica que mira hacia atrás. Aunque sé que sus ojos me observan hasta que desaparezco al torcer la esquina.
Y sigo sintiendo sus ojos mirándome mucho después de haberme enterrado entre las frías sábanas de mi cama. Pongo una almohada sobre mi cara y reproduzco en mi cabeza la forma en la que sus dedos se movían con destreza en mi cadera, impidiéndome que me acercara más. Impidiéndome que le tocara. Que le besara.
Y me quedo dormida soñando con sus manos, soñando con las yemas de sus dedos en mis caderas y en todo mi cuerpo.