CAPÍTULO 50
Harrison había vuelto al distrito policial de Toms River, a unas sesenta millas de Medford Lakes, cuando recibió la llamada de Ted Burton.
«Teniente, ya no estoy seguro de poder poner la mano en el fuego por Winnipeg Moore…» dijo al teléfono Ted.
Harrison, después de que Ted le contara la conversación que había mantenido con Jasmine Lewis, le dijo que se quedase en su sitio hasta que llegase la intervención del FBI, sobre todo le dijo que no tomase ninguna iniciativa personal y que le comunicase inmediatamente si veía algo insólito en la casa. Ted Burton respondió con el típico “sí, señor” y eso significaba que él haría lo que quisiera, y esto Harrison lo sabía: pero si sesenta millas en coche permitían a Ted hacer alguna tontería, un helicóptero lo podría evitar.
Terminada la conversación con Harrison, Ted se apoyó sobre la parte derecha y alargó el brazo bajo el asiento del copiloto para sacar una Colt M4 CQBP: esas adaptas a los marines. Sacó el cargador, controló que tuviese los siete tiros calibre 45 y lo metió de nuevo en la pistola. Dio un suspiro, antes de inclinarse hacia delante para meterse la pistola detrás de la espalda, entre los pantalones y la camisa.
“Tengo que ponerme a dieta”, pensó Ted mirando la barriga que le apretaba los botones de la camisa, deformando los ojales y que alargándose mostraba bajo el tejido de algodón la generosa y todavía vigorosa carne, rosada como la de un cerdo, que revestía la perpetua hinchazón de su vientre.
“Esperaré teniente, pero justo el tiempo de un Padre Nuestro. Si mi soldado está involucrado en el secuestro de ese chiquillo, bueno, tengo todo el derecho a plantarle un disparo en la cabeza, sin esperar a los refuerzos…¡Claro que es mi derecho, pero también mi deber, por Dios!”
Dentro del garaje, Winnie intentaba explicarse, justificándose como si fuera un niño obeso en un orfanato, descubierto en la cocina con las manos en la mermelada de una monja mala que le había ya puesto desde hace tiempo en la lista de aquellos a poner a dieta, pero le salió mal porque Winnie era delgado y estaba bastante confundido con su cerebro, sobre todo en las situaciones de estrés familiar. No era culpa suya si la policía le había parado para un control, como mucho no tendría que haberse dejado ver con esa estúpida furgoneta por la calle, pero esa vuelta la tenía que hacer por fuerza: era una orden impuesta que había oído directamente en su cabeza, precedido por un silbido, una especie de zumbido electrónico que provenía de los extraterrestres y que Winnie no había oído por primera vez, solo que en esas circunstancias, no había querido reunirse con ellos y la culpa era también de esos estúpidos policías, ¡que a saber desde cuando lo seguían sin darse cuenta del platillo volante!
«¡Solamente tenías que comprar la vaselina y tendrías que haber ido con el coche de tu madre, idiota!» le gritó el hombre gigantesco dándole un puñetazo en la cara. «No me toques la cara, golpéame donde quieras, ¡pero no me toques la cara!» le respondió Winnie gritando y rasgando sus cuerdas vocales, por un instante inconsciente de parecer una rama seca en comparación con el tonelaje imponente del otro.
«¿Qué pasa ahí abajo?» gritó una voz femenina desde la parte de arriba de la casa.
«¡La policía ha parado al idiota de tu hijo!» le respondió el hombre a la mujer.
«¿Qué?»
«¡Ya lo has oído!»
«¿Ha comprado al menos la vaselina?» gritó la mujer con la voz tan ronca como la de alguien que ha fumado medio siglo.
«¡Sí, mamá. La he comprado: dos botes, como me habíais dicho!» dijo Winnie calmándose y recobrando la confianza en sí mismo.
«Ven a abrazar a mamá Winnipeg…» respondió la mujer antes de empezar a toser.
Winnie hizo una mueca –ilegible- a ese hombre horrendo, que en el fondo no era más que su padrastro, después subió rápidamente las escaleras para ir a abrazar a la madre. Si Winnie era lo que era por culpa de la bomba, la madre, en comparación, sin ninguna explosión, tenía tantas arrugas en la cara que parecía que le habían tatuado e implantado en la piel la tela de una araña, que le cubría desde la frente hasta el cuello. Winnie era el hijo predilecto de Samantha Monroe y el más odiado por su segundo marido. Ella y Winnie habían compartido, aunque en diferentes épocas, la experiencia en un hospital psiquiátrico y Samantha nunca dudó del hecho de que su hijo había sido raptado por los extraterrestres, de hecho, estaba convencida de que el ejército había hecho algo para que él fuese elegido y secuestrado.
-Experimentos, malditos experimentos Winnipeg. Tu padre también fue una víctima. ¡Qué Dios lo tenga en su gloria, a tu padre Geoffrey Moore!- decía siempre lo mismo a su hijo, y cuando tocaba el tema de las abducciones, la madre de Winnie le contaba cuando el marido le decía que había visto y oído cosas en el ejército, tan absurdas y horrendas, y que si quería seguir vivo, no debería contárselo a nadie.
Fue después de la muerte de Geoffrey Moore en el Océano Atlántico, los del ejército ni siquiera llevaron el cadáver a su casa, cuando Samantha, ya loca de por sí, empezó verdaderamente a perder el juicio, hasta el punto de ingresar durante tres años y algún mes en un hospital psiquiátrico, después de haber intentado asesinar con un hacha a un cadete en el funeral del marido, acusándolo de estar controlado por los extraterrestres y de ser el asesino de su Geoffrey.
Más tarde, después de llenarse de hamburguesas y psicofármacos como un conejillo de indias humano, una vez restablecida y declarada como no peligrosa para sí misma y para la sociedad, la mandaron a casa justo a tiempo para casarse con Dalton Clark: el gordo y ex enfermero jubilado del hospital psiquiátrico donde había estado ingresada.
Él la había cuidado día tras día durante todos esos larguísimos cuarenta meses, abrumado por el amor y por la fatal coincidencia de haber encontrado a una mujer “sensible”, que no lo juzgaba por su particular atención hacia los niños, pero, de hecho, con el tiempo y manipulándola, conociendo y aprovechando sus puntos débiles –era una esquizofrénica paranoide- consiguió llevarla a su terreno: transformando la consternación inicial de ella en curiosidad, y, a final, en vicio.
En el pasado, Dalton ya había estado en contacto con otro pedófilos; había conocido a algunas personas aparentemente “de bien”, de la buena sociedad: sobre todo hombres, pero también padres y madres de familia que en sus viajes a Bangkok en Tailandia, o en algunas ciudades de Vietnam, de Cuba o de Brasil, se ponían, de repente y con sádico placer, la ropa del orco malo, para después volver, todavía más íntegros en apariencia y más férreos con la defensa de la moralidad, a casa con sus hijos.
Al haber trabajado toda la vida en un hospital psiquiátrico, Dalton sabía cómo administrar una dosis de ciertos psicofármacos para nublar completamente la empobrecida mente de un enfermo y convertirlo en un esclavo. Eso hizo con Samantha, que además de Winnie y un marido muerto, tenía otros dos hijos medio retrasados a causa de una meningitis bacteriana cuando tenían cuatro y seis años respectivamente, pegándosela el uno al otro: George y Paul, los hermanos mayores de Winnie, el hijo más pequeño y sano de esa familia trastornada, aquel por quien habían apostado todo, como un rescate a su dolorosa existencia y como esperanza para todos los Moore/Monroe.
-Tienes que creerme Samantha. Sé perfectamente que poseen nuestros cuerpos, son como parásitos invisibles: una vez dentro nos dominan. Son seres dimensionales que eligen familias numerosas para nutrirse energéticamente, a veces crean incluso parejas, lo hacen con la intención de extraer y robar el alma de quien la posee. De aquellos como nosotros…Solamente con los ritos es posible librarse de ellos, pero son ritos que pueden asustar: precisa hacer un sacrificio, un tremendo sacrificio que debemos cumplir.- Dalton le decía esto cada vez que se quedaba solo con Samantha en la clínica.
-Mi familia ha sufrido tanto…- respondía ella.
-¿Te fías de mí?- le preguntaba Dalton con un semblante tan serio que no daba lugar a dudas.
-Sí, Dalton. Libéranos a mi familia y a mí. Haré todo lo que haya que hacer…-
-Hay que sacrificar la pureza, amor mío. La misma que todos tuvimos de pequeños. La clave es solamente esa y tenemos que usarla si queremos abrir la cerradura de la celda que encierra a tu familia. Cueste lo que cueste, no hay otra solución. ¡Ninguna otra!-.
Fue así como Dalton hizo creer a Samantha que, además de la muerte del marido, los extraterrestres eran los culpables del retraso mental de sus dos hijos y de los problemas psicológicos de Winnie. Después, cuando Winnie se obsesionó, quizás por la consecuencia de la enfermedad mental de su madre o quizás por el trauma debido al accidente en Iraq, con el hecho de haber sido abducido por los extraterrestres, para Dalton fue una epifanía: había llegado el momento perfecto que aquel bastardo esperaba desde hace años para poder iniciar el plan que había creado la más brutal y monstruosa de las enfermas fantasías de un pedófilo y criminal: secuestrar, abusar, torturar y nutrirse del cuerpo de un chiquillo.