CAPÍTULO 14
El resto de la semana transcurrió con mucho trabajo para todos. Alejandro estaba decidido a marcharse a Miami y estuvo inmerso en dejar todo listo para su marcha. A más tardar, la próxima semana deseaba irse. Pablo llegaría a principios de semana. Hoy por fin era viernes.
Adriana y Sofía llevaban toda la mañana decorando el jardín de la casa del padre de Adriana; esa tarde celebraban el quinto cumpleaños de Alba. Acudirían muchos amiguitos de la niña y amigos de la familia. Sin embargo, Adriana estaba un poco triste. Era el primer cumpleaños de su hija en el que no estaría su padre y Cristian, por asuntos personales, tampoco podía acudir. Esa misma mañana había tenido que viajar a Londres porque su abuela estaba muy grave. El final de su terrible enfermedad estaba cerca y no pudo dejar de ir para acompañar a su familia en tan delicados momentos. Cosa que Adriana entendía a la perfección.
El jardín quedó increíble. Estaba decorado con globos, letras de colores, castillos hinchables para los niños, camas elásticas, mesas y sillas de colores, flores y una enorme tarta de tres pisos. Acudirían payasos con números de magia y otros juegos divertidos. Adriana quería una fiesta perfecta, su hija se lo merecía todo, y más este año, no quería que echase en falta a su abuelo. Las camas elásticas y los castillos hinchables fueron sus regalos, los había enviados dos días antes, quería que su nieta disfrutase como nunca, a ese paso se iba a quedar sin jardín.
Los invitados comenzaron a llegar a las cinco en punto, hacía una tarde casi de primavera, por ello, habían decidido a última hora sacar todas las mesas y celebrar el cumpleaños en el jardín. Los regalos de su abuelo le habían hecho muchísima ilusión a Alba. Adriana y Sofía recordarían su carita de sorpresa al verlos en el jardín para siempre.
Eduardo llegaba tarde a la fiesta de cumpleaños de su sobrina. Salió de forma precipitada de su despacho colocándose la chaqueta. Al entrar en el ascensor, Alejandro bajaba en él.
—Alejandro, amigo —lo saludó— ¿Ya te marchas?, aún es temprano para ti —le dijo con ironía, consultando el reloj y viendo que solo eran las seis—. Se rumorea que cierras las oficinas todas las noches —y esbozó una gran sonrisa—.
—Quiero dejarlo todo bien organizado antes de marcharme a Miami. Me vuelvo en unas semanas —le informó—. Pensaba comunicártelo mañana.
Eduardo se sorprendió y lo miró frunciendo el ceño.
—¿Algún problema?
—No. Necesito estar en Miami. Tengo demasiados negocios allí que no puedo descuidar. Lo mejor será que Pablo se encargue de todo aquí. No te preocupes por nada, estaremos en contacto constantemente.
—Perfecto —asintió Edu—.
—Te veo algo apurado, ¿llegas tarde a algún sitio?
—Es el cumpleaños de mi sobrina y llego tarde.
—¿Te acerco?, tengo la limusina esperándome en la puerta.
Edu lo pensó por unos instantes y asintió.
—Será lo mejor, así llegaré antes. Esta mañana me dejó Sofía aquí y no he traído mi coche. Pensaba coger un taxi.
—No te preocupes, vamos —y se montaron en la limusina negra de Alejandro—.
Alejandro siempre iba en limusina, le gustaba ir cómodo y no ver el caos de atascos de la ciudad. Desde que se trasladó a Madrid, en ningún momento consideró prescindir de ese lujo, por muy extravagante que pudiese parecer pasearse a diario en limusina, él era así, no le importaba nada.
Al Eduardo darle la dirección al chófer, Alejandro vio que el lugar estaba muy cerca de su casa. Eduardo le habló de su encantadora sobrina y de lo mucho que la adoraba. Lo invitó a la fiesta, a que se tomase un trozo de tarta y disfrutase de una tarde de niños. En un principio Álex se negó. Sin embargo, ante su insistencia, aceptó. La niña era como una hija para Edu, y le entró curiosidad por conocer a la adorada sobrina de su amigo. Jamás había tenido contacto con niños, nunca había acudido a una fiesta de cumpleaños infantil, y en aquel momento necesitaba desconectar de los negocios y dejar de pensar en Adriana. Sería una buena distracción. En su casa le esperaba la soledad de los recuerdos hasta ser derrumbado por el sueño a altas horas de la madrugada, como ocurría cada noche. Sí, estaría bien pasar la tarde entre niños, ¿por qué no? Pensó. El lugar estaba cerca de su casa, si no estaba a gusto podría regresarse dando un paseo. Así se lo hizo saber a su chófer al bajarse ante la impresionante mansión. Dejó su chaqueta y la corbata en el coche, hacía mucho calor y le resultaba extraño ir vestido tan formal para estar con niños. Edu hizo lo mismo al entrar en la casa, dejado sus pertenencias sobre el primer sillón. Ambos entraron en el jardín con aire despreocupado y juvenil. Allí estaban, dos grandes hombres de negocios, en una fiesta de cumpleaños, rodeados de niños.
Edu buscaba con la mirada a su adorada sobrina. Fue ella quien lo encontró. Al llegar al centro del jardín, una hermosa niña de ojos verde claros y pelo negro se acercó corriendo como una bala hacia él. Su vestido rojo llamó su atención, se arrodilló para recibirla en sus brazos y la alzó en ellos dando vueltas con ella y dándole millones de besos. Se disculpó por llegar tarde, y con ella aún en sus brazos, le dijo, mirando a su amigo;
—¡Qué guapa está mi princesa! ¡Ya tienes cinco años! —le hizo cosquillas— Eres toda una mujercita.
Alejandro contemplaba aquella escena, embobado. Los ojos de esa niña le recordaban a alguien, sin duda era preciosa.
—Tío, mira —le volvió la mirada hacia los objetos— ¡Camas elásticas y un castillo!, me los ha enviado el abuelito.
—Qué bonitos, cariño.
—Te estábamos esperando para cortar la tarta.
—Pues ya estoy aquí, mi vida. Mira, —la depositó en el suelo— este es mi amigo Alejandro, lo he invitado a tu fiesta.
Alejandro se agachó para estar a su altura de la niña y la miró con ternura.
—¡Felicidades, preciosa! ¿Me das un beso? —Alba se arrojó a sus brazos de forma cariñosa, como si lo conociese desde siempre. Él no se esperaba tal muestra de cariño—. ¿Cómo te llamas?
—Alba –contestó, mirándolo fijamente a los ojos—.
Alejandro era un hombre extremadamente atractivo, parecía sacado del papel principal de cualquier película. Eduardo pensó que ya había encandilado también a su sobrina, y sonrió para sí.
—No tengo un regalo para ti. Mañana te mandaré uno.
—No importa, el abuelo me ha traído regalos y él no está. Yo quiero que venga a mi cumple mucha gente, regalos tengo ya muchos.
Alejandro sonrió ante la madurez de la niña que, en cuestión de segundos, se había ganado su admiración. Eduardo también sonrió, pero él estaba acostumbrado a Alba, así era ella, muy madura para su edad, a pesar de tenerlo todo y faltarle la figura tan importante como la de un padre. Al fondo, divisó a su mujer junto con Adriana, ambas se dirigían hacia ellos.
—Ya era hora. Pensé que te habías olvidado del cumpleaños de tu sobrina —regaño Sofía a su marido un poco molesta por su tardanza—.
Adriana sonreía, estaba radiante. Ver a su hija feliz la daba vida. No se percató de que el hombre que estaba agachado al lado de su hija era Alejandro. Sin embargo, él si la vio a ella. Se le cambió la cara al instante. Debió imaginarse que Adriana se encontraría allí, siendo tan amiga de Edu y Sofía. ¿Cómo no pensó en ello? Se recriminó, incorporándose a su altura.
—Mi amor —Adriana llamó a su hija—. Ven con mamá. Es hora de soplar las velitas, ya ha llegado el tío —extendió la mano a su hija—.
Alejandro se quedó impactado ante aquellas palabras y la visión de Alba corriendo hacia la mano extendida de su madre. Su hija, la sobrina de Edu, era nada menos que la hija de Adriana. Él ignoraba que tuviese una hija. Su rostro se volvió duro como el acero ante aquel descubrimiento. Adriana lo miró algo sorprendida por su presencia en el cumpleaños de Alba. Edu se adelantó.
—Invité a Alejandro, espero que no te importe. Quería que conociese a mi mimada sobrina.
Adriana seguía mirándolo, al igual que él. No podían apartar sus miradas el uno del otro.
—Por supuesto que no me importa. ¿Qué tal Alejandro? —le dijo, con educación—. Ya veo que has conocido a mi pequeña —él asintió, no le salían las palabras—. Vamos a cortar la tarta, todos nos esperan —se dirigió a los tres—.
Comenzaron a caminar hasta la gran mesa colocada en medio del jardín con la enorme tarta de tres pisos. Alejandro se quedó petrificado, sus pies no le respondían, la noticia lo había dejado sumamente impresionado, observaba como se dirigían hacia la tarta. De repente, Alba miró atrás y vio que él no iba con ellos. Se soltó de la mano de su madre, corrió hasta Álex, le tomó la mano y tiró de él, sacándolo de sus pensamientos.
—Vamos —le dijo, con energía—.
Alejandro tomó su manita y la siguió. Era Alba la que lo guiaba. Adriana estaba a medio camino esperando a su hija. Al llegar a ella, su hija le tomó la mano sin soltarse de la de Alejandro. Los tres avanzaron cogidos de la mano hasta la mesa donde todos esperaban para soplar las cinco velitas ya encendidas.
Mientras todos cantaban la canción de cumpleaños feliz, Alejandro tenía un terrible nudo en la garganta. Alba estaba justo delante de él, y Adriana a su lado. Centró su vista y su mente en una sola cosa; las cinco velas encendidas en el pastel. Miró a Adriana con el ceño fruncido, a Alba y otra vez a aquellas cinco velas. No podía ser, se decía a sí mismo. Alba cumplía cinco años, tenía los mismos ojos que su madre. Su mente comenzó a hacer mentalmente cuentas y repasar hechos ocurridos en el pasado. No le cabía la menor duda, un embarazo eran nueve meses. Él, fue el primer hombre en la vida de Adriana. Las imágenes le pasaban por la cabeza a gran velocidad. Estaban en marzo, concretamente a día quince. Siete meses. Adriana había dado a luz a su hija siete meses después de acostarse con él por primera vez. La niña se llamaba “Alba”. Recordó aquellos momentos vividos en el yate. Miró a Adriana a los ojos y se encontraron con los de ella que lo miraba sin culpabilidad ni remordimiento alguno. Le devolvió una mirada cargada de resentimiento y odio. ¿De verdad lo creía tan estúpido como para no darse cuenta de la verdad que tenía ante sus ojos? ¿Cómo había podido Adriana ocultarle durante todos esos años que Alba era su hija? Reparó en Alba en el momento en que soplaba las velas. Estaba seguro, tenía una hija. Una preciosa y encantadora hija de la cual se había perdido sus primeros cinco años de vida, sin saber que existía. Alba se abrazó a él después de hacerlo con su madre, sacándolo de sus pensamientos. La abrazó y casi rompió a llorar de la emoción en ese momento. Era su hija. Mientras que la tenía en sus brazos miró a Adriana y se juró que la haría pagar muy caro por aquello. Alba era su hija, lo había descubierto, y tenía derechos sobre ella. Derechos que pensaba ejercer, sin lugar a dudas.
Mientras cortaban y repartían el pastel, miró a Sofía y Edu, ¿sabrían ellos la verdad? No podía esperar a que todo aquello terminase para decirle a Adriana todas las cosas que se agolpaban en su mente.
Martina y Berta repararon en la expresión de Alejandro, ambas estaban nerviosas. Él no paraba de mirar a la niña y a Adriana. Se acercó a Martina con la voz ronca por la emoción y el coraje que lo embargaba.
—De ti, no me lo esperaba ¿Cómo habéis podido ocultarme algo así? —la taladró con su mirada y se fue—.
En aquel mismo instante, tanto Martina como Berta, que estaba a su lado, supieron con certeza que Alejandro había averiguado la verdad por sí mismo. Tan solo ellas y Jorge eran conocedoras de esa verdad.
Alejandro se dirigió con paso decidido y expresión diabólica hacia Adriana, Berta iba detrás. Tomó sin miramientos a Adriana del brazo.
—Ven conmigo —fue una orden de ejecución—.
Adriana lo miró asombrada por el tono con el que se dirigía a ella y la fuerza que ejercía sobre su antebrazo. Berta se interpuso entre ellos, miró a Alejandro suplicándole porque no montase un espectáculo allí mismo.
—Alejandro. No es el momento. Será mejor que te marches. Hay mucha gente —al ver en su rostro que el escándalo le daba igual, puntualizó— y niños. Piensa en Alba.
Alejandro miró a su alrededor y volvió a tomar a Adriana por el brazo.
—Eso depende de ella. Vamos dentro —comenzó a andar tirando de Adriana, que lo seguía con paso ligero sin saber qué pretendía ese hombre—.
Mientras Alejandro se dirigía hacia la casa con Adriana a su lado, Berta buscó con la mirada a Sofía y Eduardo, ellos tenían que ayudarla y parar aquello. Dejó encargada a Martina de despedir la fiesta y de la niña. Aquello se iba a complicar, y mucho.
Al entrar en la casa, Alejandro se dirigió a Adriana bruscamente.
—¿Un lugar donde podamos hablar a solas sin ser interrumpidos?
Ella le indicó la puerta de la biblioteca y se dirigieron hacia allí. La hizo pasar a ella y después cerró la puerta con el pestillo.
—¡¿Qué haces?! —exclamó ella, con sorpresa—.
Durante el recorrido desde el jardín a la biblioteca, Adriana no abrió la boca, ya que había invitados por todas partes. Tan solo trató de soltarse de su enorme mano, sin éxito. Prefirió no preguntar qué le ocurría, ya que por su expresión, no sería nada bueno, y prefería tratarlo en privado.
—No quiero que a nadie se le ocurra la brillante idea de interrumpirnos —le dijo con ironía— porque, te advierto; — le dijo en tono amenazador— que no me importará montar un escándalo delante de todos.
Alejandro se colocó detrás de la mesa, necesitaba algo de separación entre ellos. Ella lo miró desafiante y terriblemente enfadada por su trato y sus formas. Lo acusó con los ojos llameantes por la furia contenida.
—¿Qué te pasa? ¿Estás loco? ¿Quién te crees que eres para sacarme así de la fiesta de cumpleaños de mi hija? —le gritó—.
—¡Sí, loco! –dijo, dando un golpe fuerte sobre la mesa. La miró de forma fulminante—. ¿Cómo has podido hacerme esto?
—¿Cómo he podido qué? —le dijo, sorprendida—.
—No te hagas la tonta. Estamos solos —miró a su alrededor— ¡Deja de fingir! —gritó y volvió a golpear la mesa— ¡Maldita seas, Adriana! Eres peor de lo que imaginé. Pero eso sí, —se situó cerca de ella— te juró que me lo vas a pagar.
—¿De qué me hablas?, definitivamente te has vuelto loco de remate —se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta para abrirla—.
Rápidamente, Alejandro la apartó de la puerta bruscamente interponiéndose en medio, la miró a la cara muy enfadado y con tono severo.
—¡Vamos!, ¡dímelo de una vez —cada vez alzaba más y más la voz—. Lo he descubierto. ¿Qué pensabas, que nunca lo descubriría? ¿Tan ingenuo me crees?
Adriana se enfrentaba a una mirada dura, agresiva y llena de odio. Sin embargo, no sabía a qué se debía la ira de ese hombre. Estaba cada vez mas asustada ante su actitud. Lo encaró alzando la voz igual que él.
—¿Se puede saber, qué es lo que has descubierto?
—¡Cómo puedes ser tan cínica! —la tomó por ambos brazos con fuerza—.
—¡Suéltame, animal! —gritó— ¿Qué te has creído?
—¡Grita!, de aquí no vas a salir hasta que me confieses toda la verdad. Sin embargo, solo me interesa una pregunta, ¿por qué? —la agarró más fuerte y la estrechó junto a su cuerpo, sintiendo su aliento junto al de él—.
Adriana estaba sobresaltada, le costaba respirar. Esos ojos que la miraban con tanto rencor... Cerró los ojos y trató de retroceder sin éxito. Él la tomó por las muñecas y vio que llevaba puesto el reloj que él le regaló cinco años atrás. Lo reconoció al instante, justo en el momento en el que rozaba el anillo de compromiso que llevaba puesto. La soltó con desprecio.
—¡Me das asco! Llevas en la misma mano regalos de diferentes amantes ¿Qué clase de mujer eres?
Adriana bajó la mirada al anillo y al reloj. Él había reconocido el reloj.
Las voces de ambos se escuchaban en toda la casa cuando Berta, Sofía y Eduardo entraron. Se dirigieron rápidamente a la biblioteca. La puerta estaba cerrada. Eduardo llamó con insistencia y gritó a Alejandro para que abriese. Él no hizo caso.
—Alba es mi hija y te la voy a quitar. Te lo juro —le dijo Alejandro a Adriana con un rencor desmedido en su mirada—. No voy a permitir que crezca junto a alguien como tú —pronunció las últimas palabras con asco—.
Adriana entró en cólera al ver que ese tipo se refería a su hija.
—¿Que me vas a quitar a mi hija? —sonrió—. Tú, definitivamente, estás loco —le gritó—.
Alejandro fue de nuevo hacia ella, la tomó por los brazos y la zarandeó.
Justo en ese momento la puerta se abrió, Edu la había abierto de una patada. Fue hacia Alejandro, con tono amenazante.
—¡Suéltala! —Alejandro la soltó de mala gana—.
Todos se miraron. Berta entró, cogió a Adriana por la cintura y se la llevó.
—Vámonos de aquí cariño. Yo te lo explicaré todo.
Adriana estaba terriblemente afectada por lo ocurrido, temblaba y comenzaba a dolerle fuertemente la cabeza.
Alejandro fue a interponerse en su camino, pero Edu y Sofía se lo impidieron. Berta miró hacia atrás.
—Espérame aquí, Alejandro. Yo te daré todas las explicaciones que necesitas. Sofía, ¿nos acompañas?
—No necesito ninguna explicación. Todo me queda claro. Adriana, prepárate para sufrir.
Fueron estas palabras las que hicieron que Berta perdiera la clase y la calma que la caracterizaban. Se encaró a Alejandro.
—¿Es que no te has dado cuenta aún? Adriana no te reconoce. No sabe quién eres. No recuerda nada de su pasado. Sufrió un accidente antes de nacer Alba que le hizo perder la memoria, casi le costó la vida. No te reconoce ni te reconocerá, no puede recordar su pasado.
Sin más, Berta salió de la biblioteca para ir junto con su sobrina y Sofía, que estaban ya subiendo la escalera. Alejandro se dirigió al sofá y se derrumbó en él. Apoyó los codos en las rodillas y se masajeó las sienes. Eduardo lo observaba en silencio. Comprendía el dolor de su amigo, no tenía que ser fácil enterarse que tienes una hija de aquella forma.
Al cabo de unos minutos, Alejandro alzó la vista y vio a Eduardo allí de pie. Lo miró con los ojos entornados y llenos de lágrimas.
—Dime que tú no lo sabías.
—Ni yo ni Sofía sabíamos que tú eras el verdadero padre de Alba. Nos acabamos de enterar. Créeme —por su cara era evidente que acababa de conocer la misma noticia que Alejandro—.
Alejandro asintió y se revolvió el pelo. No sabía cómo encajar todo aquello. Fue Edu quien tomó la palabra.
—Me imagino cómo debes sentirte; sin embargo, no debes cargar tu furia contra Adriana. Ella es completamente inocente de todo lo que piensas.
Justo en ese instante, Berta aparecía por la puerta alcanzando a oír sus palabras.
—¿Dejas que sea yo quien le explique todo a Alejandro? —le rogó amablemente—.
Edu asintió, le dio una palmada de ánimo a Álex en el hombro y se fue sin más, cerrando la puerta tras él al salir.
Berta, ya más calmada y con el porte de siempre, tomó la palabra. Allí, de pie, frente a un Alejandro visiblemente abatido comenzó a hablar.
—Voy a contarte toda la verdad —él la miró—. No me interrumpas —le ordenó alzando una mano— hasta que termine con la historia.. Bien, ha llegado la hora. Todo lo que te voy a contar es cierto, si dudas de mí, hay informes médicos que lo avalan todo.
Cogió una silla y la situó cerca de él, tomó asiento y comenzó con el relato ante la expectante mirada fría y desconfiada de Alejandro.
—Como has podido comprobar por ti mismo, Adriana no te recuerda. No sabe quién eres, aún ignora que eres el padre de su hija. Para ella eres un completo desconocido. Verás, hace cinco años, poco después de que tú te marchases ese verano, sufrió un terrible accidente de tráfico. Adriana llegó al hospital muy mal, los médicos temían por su vida. Había sufrido un fuerte golpe en la cabeza, tenía varias costillas rotas y una herida en el muslo. Las primeras veinticuatro horas fueron críticas —hizo un gesto de dolor al recordar esos amargos momentos y continuó—. Las superó, sin embargo, los médicos nos comunicaron que había entrado en coma y que estaba embarazada de pocas semanas. Fue toda una sorpresa para nosotros, ya que no sabíamos nada, ni ella misma lo sabía. Ella y el bebé evolucionaban bien, pero seguía en coma. Así permaneció durante seis meses más. Despertó con los dolores del parto prematuro. El bebé nació a los siete meses, ninguno lo esperábamos; sin embargo, eso hizo que Adriana saliese del profundo coma. Ella y la niña estaban en perfecto estado, pero Adriana no recordaba nada de su pasado. A día de hoy, aún no ha podido recordar nada. Le vienen de vez en cuando fuertes dolores de cabeza, como el que tiene ahora mismo — Alejandro se sintió culpable por ello—. Pero nada, tras esos fuertes dolores que apenas alivian las pastillas, recupera la normalidad. Cuando no desaparecen, cree enloquecer de dolor.
Alejandro no podía creer todo aquello. Pero todo tenía sentido, así se explicaba la actitud de Adriana con él, lo trató siempre como si fuese un completo desconocido desde que se volvieron a ver. Ahora lo comprendía, lo era.
—Yo no sabía que Adriana estaba embarazada. Ella nunca me dijo nada ¿Por qué nadie me lo dijo? Tú, Martina. Tenía derecho a saberlo, era el padre.
—Suponíamos que serías el padre del bebé pero ¿qué esperabas que hiciéramos? Habías dejado a Adriana. Probablemente ella tampoco te lo hubiese dicho. La dejaste y le dijiste que solo había sido una aventura pasajera de verano.
Alejandro sonrió con ironía, no podía creer lo que sus oídos escuchaban.
—¿Eso es lo que os contó?, ¿que yo la dejé? No lo puedo creer —se puso en pie, se metió ambas manos en los bolsillos del pantalón y se paseo por la estancia—. Ella fue la que me dejó a mí —enfatizó—. Ya tenía el billete de avión comprado, hablamos horas antes de coger el vuelo, estaba llegando a su casa para despedirse de su familia, me dijo. La noche anterior, ninguno de los dos aguantaba más estar separado del otro, le dije que al día siguiente tomase el primer avión para Miami. La esperé y la esperé. Pero no llegó. La llamé millones de veces y no me contestó al teléfono. Cuando ya estaba dispuesto a coger un avión para venir a buscarla, me envió un mensaje donde me decía que lo nuestro no resultaría jamás. No iba a dejarlo todo por algo que no funcionaría con el paso del tiempo, al parecer se lo había pensado mejor. No contestó más a mis mensajes ni a mis llamadas. Nunca más supe nada de ella, hasta ahora que llegué y descubrí que ella era una de las famosas decoradoras de mi hotel.
—¿Me estás diciendo que Adriana te dejó a ti? —le preguntó con extremada sorpresa—. Ella estaba muy enamorada de ti, me consta. Jamás te dejaría, te lo aseguro. Hablé con ella y estaba decidida a luchar contra todos por vuestra relación. Jorge nos dijo que Adriana estaba muy mal justo antes del accidente, que era porque tú la habías dejado.
—¡Jorge! –exclamó, sorprendido—.
—Sí, fue él quien nos contó todo. Yo me ofrecí a llamarte y contarte lo del accidente de Adriana. Pensé que, como su pareja, tenías derecho a saber lo que ocurría. Fue entonces cuando Jorge nos contó todo lo que Adriana le había dicho. Que tú la habías dejado.
Alejandro se quedó pensativo. En todo aquello había algo raro. Eran dos versiones completamente diferentes. Ambos estaban en silencio tratando de armar el puzzle. Estaba claro que alguien mentía. De repente lanzó una pregunta.
—¿Cuándo ocurrió el accidente? El día exacto ¿Lo recuerdas?
—Sí, fue el 28 de septiembre. ¿Por qué?
—¿El 28 de septiembre? ¿Estás segura?
—Completamente. Nunca podré olvidar ese día.
—Ese era el día que Adriana iba a viajar a Miami, yo mismo reservé el vuelo. Lo recuerdo perfectamente. Durante cinco años he recordado esa fecha como la muerte de lo nuestro —dijo con dolor en su voz— Ella me escribió el mensaje al día siguiente. Aún lo tengo guardado —miró horrorizado a Berta—.
—Eso es imposible. Adriana nunca volvió en sí después del accidente. No pudo escribir el mensaje en esa fecha —su cara era de absoluta sorpresa y horror por lo que estaban intuyendo—.
—¿Me estás diciendo que Adriana no escribió ese mensaje, verdad?
Berta asintió.
—Si no te equivocas con las fechas, no. No lo escribió ella –dijo, dolida—. Permaneció durante los seis meses en el hospital, en un ala privada. La noticia del coma nunca trascendió a la prensa. Solo lo sabemos la familia, Sofía y Edu. Nadie más sabe que Adriana no recuerda nada de su pasado. Que tú eres el padre de Alba solo lo sabíamos Jorge, Martina, Roberto y yo.
—¿Qué sabe Adriana del padre de su hija? —le preguntó serio—.
—Que murió en el accidente donde ella perdió la memoria. Consideramos que era lo mejor para las dos —se sintió terriblemente culpable al confesarle aquello—.
Alejandro se llevó las manos a la cabeza. No lo podía creer. Estaba fuera de sí.
Adriana no había enviado ese mensaje. Y no le había respondido a sus llamadas porque estaba en el hospital, en coma. Pero lo más importante de todo; podía jugarse la vida a que ella no lo había dejado. Había tenido el accidente el mismo día y horas antes de coger el avión. ¡Dios!, sentía una terrible opresión en el pecho y un nudo en la garganta. “No puede ser”, era lo que su cabeza se repetía una y otra vez. Adriana no era la mujer que él había imaginado en todos estos años. Ella era una víctima inocente, al igual que él, de la maldad de su padre. Estaba seguro de ello.
Berta contemplaba el dolor por el que Alejandro estaba pasando. No sabía qué decir ni qué hacer. Se sentía culpable por todo lo ocurrido. Por primera vez en su vida, se había quedado sin palabras.
Alejandro la miró con sus penetrantes ojos.
—El mensaje solo me lo pudo enviar una persona. El padre de Adriana —dijo con rotundidad y dolor—.
Berta asintió. Ella hacía rato que había llegado a la misma conclusión. Era más que evidente. Tan solo conocían la historia ellos, y si Alejandro nunca la dejó...
Berta permaneció en silencio. Todo aquello era demasiado. No se lo esperaba de Jorge. Alejandro se dirigió a ella con mucho dolor en la mirada, con resentimiento.
—Nunca podré perdonaros ni a ti ni a Martina. Sabiendo que yo era el padre de Alba, me lo ocultasteis. Tenía derecho a saberlo, inclusive en el caso de que hubiese dejado a Adriana —dijo alzando la voz por la impotencia que sentía—.
Berta lo miró con calma y resignación.
—¿Y qué hubieses hecho? ¿Quitarle la niña a Adriana? Era tu hija, sí. Pero nosotros creíamos que tú la habías abandonado. Solo la protegimos. Hicimos lo mejor para ambas. Tú le habrías quitado a Alba. Con sus problemas de memoria y los años de psicólogos, cualquier juez le habría quitado la custodia. Y ella hubiese sufrido mucho. Para Adriana eres un completo desconocido, no hubieseis podido ser una pareja normal. No sabes como ella adora a su hija —dijo con emoción—. Alba ha sido la salvación de Adriana en su recuperación ¿Tienes idea como debe de sentirse cuándo trata de recordar algo de su pasado?
—Comprendo –dijo, con un profundo dolor—.
—Alejandro, si hubiésemos sabido que no la abandonaste, quizás las cosas hubiesen sido diferentes. Lo siento de verdad.
—Tengo que hablar con Adriana.
—Esto va a ser muy duro para ella. Deja que sea yo quien le cuente todo. Tú eres un extraño para ella, no le inspiras confianza, no te creería como a mí. Será mejor que te marches —pronunció aquellas palabras con dolor, pero era lo mejor, que él se marchase, por ahora—.
Alejandro asintió, comprendiendo la situación. Se dirigió a la puerta y se marchó sin más. Berta suspiró y se encaminó a la habitación de Adriana. Allí esperaban Sofía y Edu. Ellos tenían que conocer también la verdad, solo le había dado tiempo a decirles que Alejandro era el padre de Alba y Adriana no lo recordaba. Entró en la habitación, Adriana estaba en la cama, ya más calmada. A su lado estaban Sofía y Edu, en el sillón próximo. Berta se sentó al otro lado de Adriana y le tomó la mano.
—Esto va a ser duro, cariño. Confío en que seas fuerte.
Sofía y Edu hicieron ademán de marcharse, pero Berta les indicó que se quedasen a escuchar la historia. Tenían derecho. Ambos habían sido como hermanos para Adriana.
Berta les contó toda la historia a todos, sin dejar nada oculto. Bastantes malos entendidos había habido ya. Que ellos juzgasen por sí mismos como debieron ser las cosas años atrás.
Adriana no pudo dormir en toda la noche. En su mente solo se repetía la misma frase; Alejandro era el padre de Alba. Habían mantenido una relación en el pasado. Su tía y Sofía les aseguraban que había estado perdidamente enamorada de él. Sofía no sabía que se trataba de este Alejandro, sin embargo conocía los sentimientos de Adriana por el hombre que le robó el corazón aquel verano. No podía creer que hubiese estado enamorada de un hombre como Alejandro. Y, lo que menos podía llegar a creer, era que él hubiese estado tan enamorado de ella hasta el punto de pedirle matrimonio. Se iban a casar. Ella iba a dejarlo todo aquí para irse junto a él. Estaba escandalizada.
Trató de recordar sin éxito alguno. Era un esfuerzo en vano. Contempló el reloj que aún llevaba puesto. Sin duda, se lo habría regalado él, ya que lo había reconocido al instante. A pesar de todo, comprendía su ira y su dolor. Acababa de enterarse de que tenía una hija de cinco años. Comprendió el desprecio que sintió hacia ella. Alba era su hija y tenía derecho a saberlo. Se dijo a sí misma que trataría de remediar aquella situación. Ella era una persona justa y con valores. Alejandro no había sido el único perjudicado, su hija tampoco había tenido un padre en todo este tiempo. Se prometió que ambos disfrutarían de los años perdidos, se encargaría de ello personalmente. Ya vería cómo lo hacía posible. Por ahora, lo que más le urgía era hablar con Alejandro personalmente. Necesitaba verlo. Él podría aclararle muchas dudas sobre su pasado.