CAPÍTULO 11

 

— 6 meses después —

Miami.

 

—Hola hermanito. ¿Puedo pasar? —Anabel abrió la puerta del despacho de Alejandro con cuidado. Últimamente apenas salía de allí.

—Por supuesto, pasa. ¿Qué ocurre? —Alejandro cerró su ordenador portátil y se puso en pie para recibir a su hermana—.

—Eso mismo vengo a preguntarte a ti. ¿Qué te ocurre Alex? ¿No crees que ya va siendo hora de enterrar el pasado? Han pasado seis meses. Déjalo ya. Mírate —lo señaló de arriba abajo con la mano—. Apenas sales de este despacho, ni que decir tiene, de esta casa. Te pasas casi las veinticuatro horas del día aquí metido o machacándote abajo en el gimnasio. Te has dejado el pelo más largo, tardas semanas en afeitarte, no comes bien, no duermes. Álex —se acercó a él y le puso las manos sobre las mejillas—, estamos preocupados por ti. Todos.

—Estoy bien, hermanita —le dio un beso en la frente y se puso de espaldas a ella, mirando hacia el jardín y la piscina—. Solo tengo muchísimo trabajo y nuevos proyectos que requieren de todo mi tiempo y concentración si quiero sacarlos adelante. Cuando termine con ello, me tomaré unas buenas vacaciones.

—Eso espero, así callarás muchas bocas. Sabes, las revistas y programas de televisión comienzan a especular que tienes una grave enfermedad.

—¡Qué tonterías! Solo saben inventar cosas, cada día es algo nuevo. Ya se cansarán.

Anabel se puso a su lado y miró en la misma dirección que él.

—Pablo y tío Julio dicen que esa clase de inventos pueden perjudicar gravemente tus negocios.

—¿Que no salga a fiestas, ni tengan fotos mías con mujeres? —la miró con sorpresa—.

—No, Álex, lo que podría perjudicar a tus negocios es que los inversionistas hagan caso de esos rumores y decidan retirar su capital.

Alejandro se quedó en silencio meditando lo que su pequeña hermana acababa de decirle. Ni Pablo ni su tío le habían planteado aquello. Él mismo no lo había tenido en cuenta; sin embargo, tenía delante de sus ojos a una niña con tan solo dieciocho años y en su primer año de universidad que tenía más visión de futuro que él mismo en aquel momento. Sería buena en los negocios, tanto o más que él.

—Gracias. Lo tendré en cuenta, hermanita. Ahora vete ¿Cómo vas en los estudios?

—Muy bien. Pronto seré una de las mejores ejecutivas de tus empresas ¿Pero, por qué Daniel puede estudiar y trabajar al mismo tiempo y yo no? Sabes que me gustaría ayudarte a ti o al tío Julio.

—Eres muy joven aún. Ya tendrás tiempo de trabajar. Ahora disfruta y estudia. Ya sabes que todo lo que necesites no tienes más que pedírmelo.

—Nos gusta vivir aquí contigo. A los tres. No por todo esto —señaló los lujos del despacho, el jardín, la piscina, el jacuzzi—, sino por estar contigo. Es lo único que le agradezco a Adriana, que nos contase toda la verdad y ahora estemos así de felices contigo. Eres el mejor hermano y te mereces ser feliz —le dijo un sonoro beso en la mejilla—.

—Soy feliz con toda mi familia aquí. Es lo que siempre desee.

—¿Me harías un enorme favor? —lo miró a sus penetrantes ojos negros—.

—Lo que quieras. Sabes que lo haré realidad. Pide.

Anabel le tomó ambas manos y se dirigió a él en tono muy serio.

—Olvídala, o terminarás por destruirte a ti mismo. Si te dejó es porque no te quería lo suficiente. Fue mejor así —le dio otro sonoro beso en la mejilla y salió por la puerta sin darle opción a réplica—.

Alejandro se la quedó mirando. Admiraba la valentía de su hermana. Había acudido a la cueva del lobo para hacerle frente y que despertase de una vez. Ya iba siendo hora de asumir que, por primera vez en su vida, había sido una mujer la que había jugado con él. Había probado en carne propia lo que se siente. Pero la olvidaría. Hasta ahora había escogido la vía inadecuada. A partir de ese momento, volvería a ser el Alejandro Robles de antes, el de antes no, aún más duro; nunca dejaría que una mujer tuviese tanto poder sobre él como el que había ejercido y permitido a Adriana.

 

Al otro lado del océano, Adriana se encontraba a punto de dar a luz. El embarazo se había desarrollado sin ninguna complicación. Los médicos tenían programado que el niño naciese al día siguiente. El bebé ya tenía el peso adecuado y lo más conveniente era provocar el parto.

Adriana se encontraba en una habitación privada del hospital. En un ala restringida a toda persona que no fuese la familia o personal autorizado. Allí había permanecido durante los últimos seis meses.

Como cada día, su familia abandonaba el hospital bien entrada la noche para irse a descansar a casa. Adriana se encontraba sola en una habitación, dormida. Llevaba seis meses de su vida dormida. Los médicos no podían estimar cuándo volvería a abrir esos maravillosos ojos verdes. No era consciente de lo que sucedía a su alrededor, no había dado señales de escuchar las palabras de su familia, que estaban horas y horas contándole su vida, pero Adriana no reaccionaba. Ni siquiera era consciente de que estaba embarazada, de que un ser se formaba en su interior, se movía, daba pataditas. Era ajena a todo eso.

Eran las cinco de la madrugada cuando una enfermera notó que algo extraño ocurría en la habitación de Adriana. El monitor indicaba que su pulso se estaba acelerando cada vez más. Salió de la habitación en busca de un médico.

Cuando ambos volvieron a entrar, se encontraron con que unos ojos verdes vidriosos, llenos de lágrimas y dolor los miraban. Adriana comenzó a gritar de forma desgarradora, llevándose las manos al vientre.

—Rápido, avisa al equipo de guardia. Ha despertado y está de parto —le comunicó el médico a la enfermera mientras la exploraba—. No tenemos tiempo. El niño ya está aquí. No podemos llevarla a paritorio, hay que sacar al niño, ¡ya!

La enfermera salió por la puerta como un rayo en busca de ayuda. En menos de un minuto la habitación estaba llena de médicos, enfermeras y monitores para asistir el parto.

—Adriana, Adriana —el médico trataba de captar su atención, que lo mirase y entendiese aquella situación tan complicada—. Mírame. Tienes que ayudarme. Estás embarazada. Acabas de ponerte de parto y el bebé está sufriendo. Cuando yo te diga, debes de empujar con todas tus fuerzas. Sé que no tendrás muchas, pero tienes que hacerlo, de lo contrario tu bebé sufrirá. ¿Me has entendido?

Adriana lo miró aterrorizada y asintió. No sabía qué estaba ocurriendo, estaba descolocada, tan solo se agarró a una frase; si ella no seguía las indicaciones del hombre de la bata blanca, “su bebé sufriría”. Tenía que hacerlo, aunque no pudiera mantener los ojos abiertos.

Media hora después, los médicos ponían en brazos de Adriana a una preciosa niña. A pesar de no tener fuerzas, quería ver a su hija. Insistió hasta que se la depositaron en sus brazos. Era una niña hermosa que lloraba a pulmón abierto, pero al notar el calor y el cariño de su madre paró de llorar y la miró. Era tan pequeñita, tenía unos ojos verdes tan grandes como los de su madre, unas pequeñas manitas. Adriana examinó a su hija de arriba abajo. Era perfecta. Se quedó absorta contemplándola, mientras todos los allí presentes le aseguraban que era igualita a ella, con sus mismos ojos. Era su hija, no recordaba tener una hija, lo único que recordaba eran unos espantosos dolores y ahora esa pequeña personita entre sus brazos que la miraba pidiendo a gritos su protección.

Una enfermera se acercó a la cama de Adriana y le dijo que tenía que llevarse a la niña un momento. Pero antes de quitársela de los brazos, la miró.

—¿Y cómo se va a llamar esta preciosidad? Tenemos que ponerle un nombre en su historial clínico.

Adriana no supo qué decir. Miró a su hija y luego alzó la vista hacia la enfermera. Detrás de ella despuntaban los primeros rayos del alba por la persiana de la habitación. Adriana bajó la vista, posó sus dedos sobre el rostro de su bebé, mirándola.

—Alba. Se llamará Alba —y alzó la vista hacia la enfermera—.

—Un nombre muy apropiado. Su hija ha nacido despuntando el alba y le ha traído de nuevo la luz a su vida. No podría haber elegido un nombre mejor para ella. Sin duda, será una luz en su vida. Ahora las dos deben descansar. Más tarde la traeré.

La enfermera cogió a Alba entre sus brazos y se la llevó fuera de la habitación, bajo la atenta mirada de Adriana. Una hija, no podía creer que tuviese una hija, pero ya la amaba y no quería separarse de ella ni un solo instante. Sería la mejor madre del mundo.

 

La familia de Adriana llegó al hospital feliz tras recibir la llamada de los médicos comunicándoles las nuevas y buenas noticias. Adriana había despertado y su bebé estaba en perfecto estado, no podían ser mejores. Era lo que esperaron durante meses.

No pudieron entrar a ver a Adriana, los médicos estaban con ella. Sí que alcanzaron a ver a la niña, era preciosa. A pesar de haber nacido con tan solo siete meses, estaba bien de peso y no necesitaría incubadora. Era toda una belleza, como su madre, con el mismo color de ojos; sin embargo no podía negarse que era hija de Alejandro Robles, como pensó Martina nada más verla.

Adriana había despertado gracias a su hija. Los médicos aseguraban que los fuertes dolores del parto habían hecho que saliese del profundo estado de coma. Y ahora, ya se encontraba despierta, había vuelto a la vida.

Jorge estaba feliz. Tenía una nieta y su hija estaba despierta. La vida le había devuelto a dos tesoros. No podía pedir más. Faltaban unos días para la celebración del día del padre, y no se le ocurría mejor regalo que el que había recibido.

 

Deseos del destino
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