CAPÍTULO 10
Jorge estaba en la sala del hospital esperando a que los médicos saliesen a informarle del estado de salud de su hija. Cuando llamaron a casa para avisar del accidente, tan solo dijeron que se encontraba en quirófano, desde entonces no habían vuelto a tener noticias, y de eso habían pasado ya cuatro horas. Junto a Jorge se encontraban Berta, Martina, Santi y Roberto; todos estaban desesperados por saber algo sobre el estado de salud de Adriana.
Fue Roberto el que se atrevió a preguntar a su tío cómo había ocurrido el accidente.
—¿Cómo ocurrió? ¿Iba sola?
—Sí. Su coche dio varias vueltas. Un camión estaba volcado en un punto muerto de la carretera. Al parecer Adriana trató de esquivarlo para no chocar frontalmente y perdió el control del coche. Tardaron dos horas en poder sacarla del vehículo —se echó a llorar—.
Martina se sentó junto a él y lo abrazó. Ambos se fundieron en un conmovedor abrazo, unidos por el mismo dolor. Perder a Adriana como ocurrió con Cristina. De los labios de Jorge solo salían las palabras “otra vez, no”. Otro accidente de tráfico no podía arrebatarle lo que más amaba en la vida. En el fondo se sentía culpable, había discutido con su hija y no le había dicho lo mucho que la seguiría queriendo siempre. Adriana se había marchado en mal estado después de su despedida, y él se sentía culpable por haberla dejado marchar así.
Sumido en esos pensamientos mientras permanecía abrazado a Martina, aparecieron los médicos. Llevaron a la familia a una zona apartada de la sala de espera y les explicaron la situación tan delicada en la que se encontraba Adriana. Eran tres médicos, dos de mediana edad y uno más joven. Comenzó hablando el médico canoso que llevaba inscrito en la bata el nombre de doctor Méndez.
—Señor Martorell, no lo vamos a engañar. El estado de su hija es grave. Ha sufrido múltiples golpes por todo el cuerpo. El que más nos preocupa es el de la cabeza; además, tiene dos costillas rotas y una herida en la pierna derecha. Debido al fuerte golpe de su cabeza, las primeras veinticuatro horas son críticas. Permanecerá en cuidados intensivos hasta pasado ese plazo y sus constantes se normalicen. Cualquier cambio, nos volveremos a poner en contacto con ustedes.
Todos se derrumbaron ante las desgarradoras noticias del equipo médico. Adriana estaba muy mal, aunque tratasen de disfrazar la realidad.
—Señores... —fue el médico más joven el que se dirigió a la familia al verla tan derrumbada— no pierdan las esperanzas. Adriana es joven, confiemos en que salga adelante.
Y dicho esto, los tres médicos salieron por la puerta y dejaron a la familia sumida en su dolor y desesperación.
Pasadas unas horas desde que el equipo médico hablase con ellos, todos permanecían en el hospital a la espera de nuevas noticias.
De repente, Berta se puso en pie.
—Habrá que avisar a Alejandro. Él está en Miami y aún no sabrá nada. Será duro decírselo, pero lo tiene que saber. Es su pareja y se iban a casar.
—No —dijo de forma brusca Jorge— No quiero que se avise a nadie ¿Entendido? —miró a todos los allí presentes— No quiero que la prensa se entere y tenerla por aquí, ni constantes llamadas interesándose por el estado de salud de mi hija. No quiero que esto salga de aquí. Nadie, —y enfatizó esta palabra— aparte de nosotros, su verdadera familia, debe enterase de nada de lo ocurrido hasta saber más sobre el estado de Adriana.
—Pero Jorge, se iban a casar... —comenzó a decir Berta—.
—Jorge nada —dijo alzando la voz y sin dejarla terminar la frase— y Alejandro menos que nadie. Os lo prohíbo a todos. Además, tú lo acabas de decir, se iban a casar. Ese hombre la llamó esta misma mañana y le dijo que no se casarían, que al regresar a Miami había visto todo con más claridad, que eran muy jóvenes para el matrimonio, que lo ocurrido había sido solo un sueño, una aventura, que lo mejor sería dejar las cosas como estaban, cada uno por su lado. No os podéis imaginar cómo estaba Adriana, destrozada. Ese hombre le ha roto el corazón, es un sinvergüenza. No quiero que nadie le informe de lo ocurrido a mi hija. Ella ya no le importaba; bien, pues no tiene nada que saber sobre ella.
—No puedo creer eso de Alejandro —se aventuró a decir Martina, saliendo en su defensa—.
—Pues créetelo, la misma Adriana me lo contó. Es por ello que no quiero que nadie se entere de lo ocurrido.
—No puedo creerlo, ¡Qué sinvergüenza! —dijo Berta—. Al final tenías razón sobre él.
—Os pido a todos que no mantengáis contacto con ese hombre. Por el bien de Adriana, es mejor que no sepa nada.
Cuando Adriana se pusiera bien ya se encargaría de que lo perdonara, pero no quería al tal Alejandro cerca de su hija, pensó en esos instantes.
Ya era media noche cuando Roberto, Berta y Santi se fueron a casa a descansar. Martina se quedó en el hospital con el padre de Adriana. No podía separase de él ni de su adorada niña. Ambos se quedaron en una cómoda habitación habilitada para la familia. Se había pedido al hospital absoluta discreción, y así sería. Jorge había construido ese hospital y hacía grandes donativos.
—Señor Martorell, buenas noches. Siento interrumpir —una enfermera entró en la habitación privada donde se encontraba con Martina. Ambos estaban medio dormidos en dos cómodos sillones— Este es el bolso de su hija, toda su documentación está dentro y los objetos personales que llevaba. Los bomberos lo rescataron del coche y venía con ella. Al ver la identificación le dijeron a la ambulancia que se dirigiese a este hospital.
—Hicieron muy bien —le cogió el bolso de Adriana—, gracias señorita.
—Los bomberos no pudieron rescatar nada más, a los pocos minutos de sacar a Adriana el coche explotó.
—Dios mío —Martina se tapó la cara con ambas manos —¿Hay alguna novedad, señorita?
—Nada aún. Los mantendré informados de cualquier cambio.
—Muchas gracias.
Jorge mantuvo el bolso de su hija entre sus manos. No podía conciliar el sueño, Martina se había quedado dormida. Abrió el bolso y pudo comprobar que toda la documentación de Adriana estaba allí, junto con sus tarjetas bancarias, dinero en efectivo y el billete de avión. Lo cogió y se lo metió en el bolsillo de su pantalón. Al cerrar el bolso comenzó a sonar el teléfono de Adriana. La llamada era de Alejandro. No contestó. Había diez llamadas perdidas más. Se quedó pensando durante unos minutos ¿Qué debía hacer? ¿Cómo alejarlo de su hija? También había varios mensajes de texto. Ambos venían a decir lo mismo; qué ocurría que no había llegado en el vuelo. Si lo había perdido y llegaba en otro, que lo llamase, que estaba muy preocupado por ella, ya que no respondía al móvil y en su casa nadie atendía al teléfono. No tenía otra forma de localizarla. Si en menos de dos horas no sabía nada de ella y seguía sin localizarla, tomaría el primer avión para España.
Jorge terminó de leer el mensaje de texto de Alejandro y meditó qué decirle para terminar de una vez por todas con la insistencia de ese hombre hacia su hija. Y, sobre todo, impedir que viniese a España en busca de Adriana. Decidió mandarle un mensaje.
“Alejandro. No pude subirme al avión. Es demasiado importante lo que tengo aquí como para dejarlo todo y emprender una aventura con alguien a quien apenas conozco. Aventura que, tarde o temprano, nos daríamos cuenta de que es un error como mi padre me ha hecho ver. Es mejor dejarlo así antes de que salgamos lastimados. Acepta mi decisión, no me busques ni me llames, es lo mejor para los dos. Voy camino a Londres, necesito pensar con claridad. No trates de conseguir mi dirección, ni yo misma la sé aún. Soy demasiado joven para casarme, me faltan demasiadas cosas por vivir que no podría realizar a tu lado. Hasta siempre. Adriana”.
Después de enviarle el mensaje, desconectó el teléfono de Adriana y se lo guardó en el bolsillo. Bastante mal se sentía por lo que estaba haciendo, pero era por el bien de su hija. Alejandro Robles debía permanecer lejos de ella y, si aquella era la forma, así sería, aunque se sintiese el ser más ruin del universo.
A primera hora de la mañana, los médicos se reunieron con Jorge y Berta para darle noticias sobre Adriana. No eran buenas noticias, ni los propios médicos sabían cómo comunicarles la situación. Esta vez, comenzó hablando el médico más joven.
— Señores, se ha producido un cambio en el estado de Adriana. Para ser más concretos, han sido dos los cambios. Señor Martorell. Su hija ha entrado en estado de coma.
—No puede ser —Berta se echó a llorar—.
—Eso no es todo —continuó el médico—. Acabamos de descubrir que Adriana está embarazada de unas cinco semanas. El feto se encuentra bien, no tememos por su vida. Ni tampoco por la vida de Adriana, a pesar del estado de coma.
—¡Embarazada! —Jorge repitió esta palabra despacio y con gran asombro—. No puede ser.
—Lo es, señor Martorell, no cabe la menor duda.
—¿Qué va a pasar ahora, doctor?
— Solo nos queda esperar, seamos optimistas y esperemos que Adriana despierte pronto del coma. Vamos a seguir haciéndole pruebas a lo largo de la mañana. Luego la instalaremos en una habitación. Podrán estar con ella, hablarle. Son su familia, y en algunos casos escuchar la voz de personas queridas hace que reaccionen. Decidle que está esperando un bebé, si os escucha, puede ser más fácil en su recuperación.
Los médicos se retiraron y Jorge no pudo hacer otra cosa más que sentarse cuando notó que le fallaban las rodillas. No podía creer que su hija estuviese en coma ¿Y si no despertaba nunca más? Y, además, estaba embarazada. ¿Cómo podía estar ocurriendo todo aquello? Berta se sentó junto a él, llorando, y se fundieron en un abrazo en el que permanecieron en silencio durante mucho tiempo.
—Será mejor que nadie más se entere del embarazo de Adriana. Creo que lo mejor es ver cómo evolucionan ambos ¿Para qué hacer sufrir a Martina y los demás? Ya bastante duro será decirles que Adriana está en estado de coma —se aventuró a proponerle Berta a Jorge—.
—Me parece que será lo más acertado. No diremos nada del bebé hasta ver cómo se desarrolla todo. Esperemos que mi niña salga de ese coma.
—Saldrá muy pronto. Tenemos que ser positivos. Es joven, con ganas de vivir. Tenemos que hacer que nos escuche para que ella luche por salir del coma. Lo lograremos, ya verás. Ella y el bebé estarán bien.