CAPÍTULO 12
— 5 años después —
Madrid.
Adriana estaba abriendo la puerta de la que sería, a partir de ese momento, su nueva casa. Ella y Sofía iban cargadas de maletas y bolsas. Entraron en el precioso ático y dejaron las maletas en la entrada. Sofía quedó impresionada al verlo completamente terminado. Había quedado fabuloso. Todo decorado en tonos blancos y negros. Muy moderno, pero a la vez elegante y cómodo. Era un ático en la zona más exclusiva de la ciudad, un edificio con la seguridad más avanzada y nuevas tecnologías. Adriana disfrutaría de unas vistas sensacionales. El salón era de enormes ventanales que daban a la terraza, donde se podía divisar toda la ciudad. Sería un lujo estar allí, al calor de la chimenea, y ver como la lluvia caía fuera. El ático estaba totalmente equipado. Tenía 300 metros cuadrados repartidos en tres habitaciones, de las cuales una de ellas sería un despacho; tres baños, un enorme salón y la cocina. La terraza era tan grande como una pista de tenis, tenía un jacuzzi, tumbonas para tomar el sol y una enorme mesa para salir a comer a la terraza con el buen tiempo.
—Adriana, te ha quedado genial —dijo Sofía supervisándolo todo sin salir de su asombro—. Es perfecto para ti. Tu tía tuvo una gran idea cuando te animó a comprarlo y reformarlo. Ahora que tu padre tiene que pasar unos meses fuera, esta casa es perfecta. Está en el mismo centro de la ciudad, cerca del trabajo, tienes a tu tía como vecina, y a mí y a Edu a dos calles de aquí. Me alegro de que por fin hayas decidido hacer este cambio en tu vida. Ya era hora de que te independizaras —le cogió las manos y le dio un abrazo—.
—Sí, amiga. Yo también me alegro. Me gusta mucho mi nueva casa.
—La decoración es lo mejor —ambas sonrieron—. Eres la mejor —y le guiñó un ojo—. Sin duda.
Hacía tres años que Sofía y Adriana habían montado una empresa. Todo comenzó sin pensarlo. Y en cuestión de nada se convirtieron en unas famosas y ricas empresarias.
Sofía trabajaba desde que terminó la carrera, como contable y asesora de la Fundación Martorell. Era muy buena en su trabajo; junto con Berta, hacían un buen equipo. En los últimos años habían llevado a cabo múltiples proyectos. Adriana también colaboraba en la fundación cuando su tiempo libre se lo permitía. Pero el éxito profesional de ambas fue debido a que Adriana se encargó de decorar el nuevo pabellón de rehabilitación, las nuevas instalaciones deportivas, salas de conferencias, guarderías y despachos. En la inauguración de la nueva sede de la Fundación Martorell, la prensa fotografió y elogió cada rincón de las instalaciones y salió publicado en varias revistas. Fue a partir de ese momento cuando muchos amigos de la familia y conocidos, comenzaron a pedir consejos y asesoramiento a Adriana. Sofía, arriesgada y emprendedora, le propuso montar una empresa de decoración. Ella llevaría todo lo relacionado con los clientes, bancos y personal, Adriana, tan solo tendría que poner su ingenio. Así fue como se convirtieron en socias y ahora eran las dueñas de una de las empresas con más prestigio en decoración. Estaban subiendo como la espuma, se ponían en contacto con ellas personajes famosos, productores de series, películas, televisión, etc. Monfort era ya una gran empresa, con gran proyección a los escasos tres años de ser puesta en marcha. Al año, ya les reportó numerables beneficios y se tuvieron que instalarse en oficinas más grandes y contratar a más personal. Adriana era rica desde pequeña, pero ahora era rica por sí misma, por su trabajo y esfuerzo. Y Sofía, aunque siempre había gozado de una posición económica buena, ahora, gracias al negocio montado con su mejor amiga, era también rica por ella misma, sin tener en cuenta a su millonario marido. Él y el padre de Adriana fueron piezas fundamentales en el arranque de Monfort.
Por la puerta de entrada aparecieron, cargados con más bolsas y maletas, Edu, el marido de Sofía; Cristian, el novio de Adriana y Alba, que entró corriendo hacia su tía y su madre.
—Mamá, mamá. El tío Edu dice que mi habitación es como las de las princesas, ¿puedo verla ya?
—Ya veo que tu tío no puede guardar un secreto —Adriana lo miró para regañarlo—. Vamos a verla, mi amor —le extendió la mano y se encaminaron hacia la que sería su nueva habitación, seguidos de los demás, que no querían perderse la reacción de Alba— A ver si te gusta tu nueva habitación —le dijo mientras abría la puerta—.
La habitación estaba situada justo al lado de la de Adriana, quería siempre a su hija muy cerca de ella. Estaba decorada en rosa, con dibujos de princesas y hadas en las paredes, y en el techo había unas estrellas que se iluminaban por la noche. Las cortinas eran rosas y blancas, la cama también; los muebles eran a su medida, hasta un sofá y dos sillones. Y los cojines tenían dibujos con personajes de los cuentos que más le gustaban a su hija; príncipes, caballos, carrozas, princesas, hadas... Era como un sueño. Alba se quedó impresionada al entrar, no se lo esperaba; además, había peluches y muñecos por todas partes. Pero lo que más le impresionó fue la alfombra. Era enorme y en ella estaba Alba. Su madre la había mandado a hacer, era Alba vestida de princesa en su último cumpleaños. Tener una habitación así era el sueño de toda niña y su madre se lo había cumplido. No había nada más que verla. A sus casi cinco años, Alba estaba en esa edad en que soñaba con ser una princesa. Le encantaban los cuentos de príncipes azules y disfrazarse.
Adriana deseaba que su hija se sintiese bien en su nueva casa y, al parecer, lo había logrado. No quería que extrañase la enorme casa de su abuelo que tanto le gustaba y en la que había vivido sus primeros años de vida.
—¿Te gusta, mi amor? Es tu nueva habitación —Adriana se sentó en la cama y cogió entre sus brazos a su hija—. Mira hacia arriba —le indicó—. El techo simulaba un castillo con las estrellas que se iluminaran en la oscuridad.
—Sí —asintió Alba—. Quiero dormir siempre aquí, me gusta mucho. Gracias, mami —le dio un enorme abrazo—.
—Claro que sí, mi vida. De hoy en adelante viviremos en esta casa. ¿Te gusta?, vamos a verla toda.
Todos salieron de la habitación y recorrieron el resto de la casa. La habitación de Adriana era muy grande, con una cama enorme en el centro, un vestidor y un baño en suite. La habitación estaba decorada en tonos blancos, negros y grises. El despacho tenía mucha luz, se accedía desde el salón mediante dos grandes puertas correderas blancas. Tenía una enorme mesa de cristal con un portátil y un sillón para trabajar, estanterías con muchos libros y un sillón relax para leer, junto a una lámpara de pie. El salón era la parte más grande de toda la casa, sin contar la terraza. Tenía una chimenea moderna, protegida con cristal, y un gran sofá delante. Hacia el otro lado había una enorme pantalla de televisión con un sofá de tres plazas, dos sillones a los lados y una mesa pequeña delante; al fondo, una mesa en cristal con seis sillas alrededor y una lámpara en forma de araña justo encima. La cocina era lo más pequeño de la casa, estaba al lado del salón.
Cristian llamó a Alba y ella corrió a sus brazos, lo adoraba junto con su tío Edu.
—Mira lo que tengo para ti —le dio una enorme caja rosa con un lazo rojo—.
Alba lo abrió ante la atenta mirada de todos y sacó un vestido de princesa, rosa y blanco; su cara era de pura felicidad. Le dio un beso a Cristian y le tomó la mano a su madre.
—¡Vamos a ponérmelo!
Adriana fue con su hija y al rato aparecieron en el salón con Alba vestida de princesa dando vueltas por todas partes. Su tía Sofía sacó una caja para su sobrina.
—Creo que te falta algo, princesa.
Le extendió la caja y Alba la abrió, eran unos zapatos de tacón de su talla, de color plata con brillantes. Eran preciosos. Su tía los había mandado hacer especialmente para ella, era la consentida de la familia. Se los puso y fue hacia su adorado tío.
—Mira tío, ¡ya soy una princesa! —Edu la cogió en brazos y le dio un beso—.
—¡Estás guapísima!, y los zapatos son como los que usan mama y tía Sofía —le comentó, con asombro, alzándole el pie hacia arriba—.
Alba era una niña muy presumida; a sus escasos cinco años, siempre trataba de imitar a su tía y a su madre. Le encantaba los tacones, bolsos, collares, pintarse, era muy coqueta. De mayor sería como su madre, incluso más guapa. Poseía sus mismos ojos verde claros, sus mismas pestañas. Sin embargo, poseía el encanto y embrujo de la personalidad de su padre. Todo aquel que la conocía caía rendido a sus pies, era cariñosa, simpática, bondadosa y, a pesar de tenerlo todo, no era para nada caprichosa. Era un verdadero sol al que todos consentían.
Después de ordenar todas las bolsas y maletas; Cristian, Edu y Sofía se fueron y dejaron a madre e hija en su nuevo hogar. Cristian se despidió de ambas prometiéndole a Alba que vendría a recogerlas a la mañana siguiente, que era domingo, para ir al parque. A Alba le gustaba mucho pasear en bici.
Adriana estaba en el salón con Alba viendo una película de dibujos, esas que tanto le gustaban a su hija, cuando sonó el teléfono. Alba fue a cogerlo.
—¡Abuelo! –gritó. Adoraba a su abuelo— Tengo una habitación de princesa, es más bonita que la de tu casa, tienes que venir a verla.
Adriana le cogió el teléfono a su hija.
—Dile al abuelo que mañana iremos a comer con él —Alba repitió estas palabras y le pasó el teléfono a su madre—.
—Estamos bien papá —le adelantó Adriana a Jorge, que era sumamente sobre protector con ellas .
A su padre no le gustaba demasiado que su adorada hija y su nieta hubiesen dejado su casa para independizarse. Con él lo tenían todo. No le gustaba que viviesen solas en un ático, por muchas medidas de seguridad que tuviese el edificio y aunque Berta viviese justo al lado. Sin embargo, Adriana había tomado la firme decisión de mudarse al centro de la ciudad. Le resultaba más cómodo para el colegio de la niña y para su propio trabajo. En cierto modo entendía ese aspecto, ya que él vivía en una exclusiva urbanización de lujo a las afueras de Madrid. Sin embargo, echaría mucho de menos a sus dos grandes amores. Sobre todo ahora, que tendría que pasar dos meses fuera de la ciudad por asuntos de trabajo.
—Si no os gusta vivir ahí ya sabéis que podéis volver cuando queráis —le dijo con tono de añoranza—.
—Te prometemos —dijo mirando a su hija y con la mano en el pecho a modo de comedia— que iremos a visitarte todos los fines de semana para que Alba disfrute de su abuelo, su perrito y del jardín ¿Verdad? —preguntó a su hija—.
Alba asintió.
Adriana trataba de contentar a su padre. Sabía que la decisión de mudarse con Alba a otra casa no le hacía mucha gracia, pero debía hacerlo. Su hija tenía ya casi cinco años, iba al cole, tenía actividades extraescolares, y ella cada vez tenía más trabajo. Vivir en las afueras de la ciudad la estaba matando, y lo último que quería era perderse ni un solo instante en la vida de su hija. Vivir en la ciudad le permitiría tener más tiempo para Alba y poder pasar más tiempo con ella. No le gustaba llegar a casa y que su hija estuviese dormida. Le gustaba ser ella quien se encargase de bañarla, darle la cena, contarle un cuento, preguntarle por sus tareas, por el cole… Era una auténtica madraza y en el último mes no había podido ejercer como tal debido al exceso de trabajo. De ahí que tomase la repentina decisión de quedarse con el fabuloso ático que compró, inicialmente, como una inversión. De ahora en adelante, sería su hogar y le encantaba porque era muy acogedor y estaba perfectamente situado para su trabajo y el colegio de su hija.
—Mañana nos tendrás ahí a la hora de comer —continuó diciéndole a su padre— Cristian pasará a recogernos. Hasta mañana papá.
—Buenas noches mis amores, nos vemos mañana —se despidió—.
Al día siguiente, Cristian fue a recoger a madre e hija y las llevó al parque. Pasaron una mañana estupenda los tres, Alba lo quería muchísimo, y Cristian la consentía en todo, ambas eran la razón de su vida y por ellas daría la suya propia. Aquella mañana parecían una familia feliz. Adriana los observaba montados en las barcas alrededor del estanque, se reían y hacían bromas continuamente. Ambos eran la viva imagen de la felicidad. Cristian amaba a su hija y Alba lo quería también mucho. Sumida en sus pensamientos ante la imagen que sus ojos contemplaban, se planteó por primera vez aceptar en serio la proposición de casarse con él. Llevaba mucho tiempo pidiéndoselo, y aún no se había atrevido a dar el paso. Era un hombre maravilloso, dulce, cariñoso, detallista, bondadoso, guapo, con muy buen cuerpo y un futuro prometedor. Era muy buen médico, había montado una clínica privada y le iba muy bien. De hecho, en cuestión de un año, se cambiarían a la nueva clínica que Jorge Martorell tenía proyectado construir. Ambos eran socios en ese proyecto.
Cristian la quería con locura. Lo conoció tres años atrás. Acudió como médico a la fundación Martorell y se ofreció a colaborar con ellos desinteresadamente, tras años de amistad, Adriana aceptó formalizar su relación. Eran una pareja envidiada por muchos. Él había sido muy paciente con ella durante su relación y quería a Alba como a una hija. Ya iba siendo hora de darle un padre a su hija. Sin duda alguna, no tendría uno mejor. Junto a Cristian, ella y Alba serían muy felices, de eso estaba segura; sin embargo, eran sus dudas las que le hacían no avanzar en su relación.
Comieron en casa del abuelo. Alba estaba feliz, disfrutó mucho; además, hacía un día perfecto para estar en el jardín jugando con todas las cosas que el abuelo le había comprado. La había echado mucho de menos; por ello, cuando llegó le tenía todo el jardín lleno de juguetes. Le había comprado una tienda de campaña infantil que simulaba un castillo y un coche a batería que parecía una carroza. Abuelo y nieta jugaron hasta el cansancio. Las echaría muchísimo de menos los meses que tendría que pasar fuera por asuntos de negocios. Nunca se habían separado tanto tiempo desde que nació.
Adriana los observaba feliz y sonriente. No le pasó desapercibida la estrategia de su padre, y se dirigió a él con una enorme sonrisa y alzando la voz hacia donde se encontraba él con su nieta.
—Muy hábil de tu parte, abuelo —le sonrió—.
Su padre le devolvió la sonrisa, le había comprado todos esos enormes juguetes para que Alba quisiese volver a su casa cada día a jugar en el jardín.
Al finalizar el día, Alba terminó rendida. Llegaron al ático de Adriana e iba profundamente dormida en los brazos de Cristian.
—Déjala en su cama —le indicó Adriana—.
Cristian se encaminó hacia la habitación de Alba, la depositó en su camita y la arropó con una manta. Se despidió de ella con un beso en la frente. Adriana los observaba desde la puerta, aquella escena la enterneció. Era un gran hombre, lo admiraba en todos los sentidos. Sin embargo, se preguntaba siempre a sí misma por qué no estaba locamente enamorada de él como Sofía lo estaba de Edu. Lo quería mucho, pero no lo amaba locamente. La había ayudado bastante en los últimos años, eran grandes amigos y compañeros. Con él podía hablar de todo, la comprendía y la animaba ante sus miedos, pero no se atrevía a dar el paso de casarse con él y formar una familia. Por Alba no había ningún problema, la niña lo adoraba y estaría encantada de tenerlo como padre. El problema lo tenía Adriana, ella era la que tenía miedos e inseguridades de afrontar una relación seria.
Cristian se acercó a ella sacándola de sus pensamientos con un suave beso en los labios. La cogió de la mano y se dirigieron al salón.
—¿A qué hora coges tu avión mañana?—Adriana estaba en sus brazos acurrucada en el sofá, al calor de la chimenea y contemplando las maravillosas vistas de la ciudad desde el ático—.
—A las ocho de la mañana —le dio un beso en el pelo—. Te echaré de menos en toda esta semana que voy a estar fuera.
—No estarás aquí para la fiesta de cumpleaños de Sofía, ni para la inauguración del hotel —le dijo con añoranza—.
—Lo siento mucho, mi amor, pero el congreso no termina hasta el domingo. No puedo venir antes. Y sabes que no puedo faltar.
—Lo sé —le dijo con tono de resignación, acariciándole el brazo—.
—Todo saldrá muy bien. Te llamaré. Organiza una cena para los cuatro para cuando llegue. Celebraremos vuestro éxito —sonrió porque estaba seguro de ello— y el cumpleaños de Sofía.
—Me gusta la idea.
—Y ahora, me voy —dijo poniéndose en pie—. Estás cansada, y yo aún tengo que hacer la maleta.
Adriana lo acompañó hasta la puerta y se despidieron con un beso y un abrazo hasta la próxima semana.
Miami.
—¿Lo tenéis todo listo? —Álex se dirigía a su madre y hermana—. El avión sale a primera hora. Tendremos que madrugar.
—Todo listo. Estamos listas —Anabel miró a su madre— y felices de volver a España después de cinco años.
—No te ilusiones, hermanita. Solo será por un año, después volveremos aquí.
—Habla por ti. Quizás yo decida quedarme. ¿No sería genial? Daniel cuida de tus negocios aquí y yo me quedo en España. Tú puedes ir y venir a tu antojo, tus intereses estarán bien cuidados —le dijo con una enorme sonrisa y la energía de siempre—.
Era un torbellino y muy eficaz, como Alejandro había podido comprobar. A pesar de su juventud y casi inexperiencia, tenía grandes ideas y, lo más importante, tenía ganas de trabajar.
—Ya veremos —no le apetecía volver a discutir con ella sobre la cuestión de siempre—.
—¿Dónde vamos a vivir? ¿Está ya todo arreglado? –preguntó, su madre, dirigiéndose a Álex—.
Su vuelta a España había sido un tanto precipitada. Alejandro inauguraba un hotel con su socio y tenían que poner en marcha la construcción de tres más. Tenía que estar en España para supervisarlo todo, por ello decidió trasladarse por un año allí. Era el tiempo que había estimado que le llevaría la compra de los terrenos y poner en marcha todo lo demás, después se encargaría su socio y amigo.
En un principio iba a viajar solo, por eso no se preocupó de buscar una buena casa, se alojaría en una de las suites del hotel. Sin embargo, su madre y su hermana insistieron en acompañarlo durante ese año. Anabel trabajaría para él y su madre prefería estar en España antes que en Miami. Ante ello, decidió alquilar una casa, donde vivirían durante ese año. Alejandro le pidió a su amigo y socio una semana atrás que le buscase una buena casa donde alojarse con su familia, que la decorasen y arreglasen para los tres.
—Todo listo. Eduardo me ha llamado hace un rato para confirmarme que la casa está lista. Es perfecta, situada en una zona tranquila, con seguridad privada en la urbanización y ubicada en las afueras de la cuidad. Tiene seis habitaciones, siete baños, cocina, salón, un despacho, gimnasio, piscina y un enorme jardín.
—¿Tan grande? —exclamó su madre—. Hubiese preferido un piso en el centro de la ciudad.
—Si no os gusta, buscamos otra casa. Yo voy a pasar poco tiempo en casa, aunque dudo que no os guste. Eduardo tiene muy buen gusto y su mujer es una de las mejores decoradoras del país. Os encantará.
Alejandro y su socio habían adquirido un edificio donde instalarían las oficinas de su nueva empresa, desde allí también dirigiría sus otros negocios. El último piso del edificio era exclusivo para él, con personal solo a su disposición, un enorme despacho y una sala de juntas. Su hermana se instalaría una planta más abajo, ella solo se ocuparía de supervisar tanto el hotel que iban a inaugurar, como los próximos. Era muy joven aún, recién salida de la universidad; sin embargo, tenía muchas ganas de trabajar y Alejandro le daría una oportunidad. Poco a poco haría de ella una gran ejecutiva, tenía madera.
Adriana estaba terminando de arreglarse. Disponía de poco tiempo, estaba siendo una semana de auténtica locura. Esa misma noche sería la fiesta de cumpleaños de Sofía y el sábado se inauguraba el hotel, uno de sus mayores proyectos, esperaba que todo saliese muy bien.
Alba entró en su habitación corriendo, como de costumbre.
—Mamá, mamá. Mira qué libro me ha traído la tía Berta —le enseñó el libro, entusiasmada, y luego se quedó mirando a su madre —¡Qué guapa! –exclamó, asombrada—.
—¿Te gusta, mi amor? —se puso en pie y dio una ligera vuelta para que su hija la observase junto con su tía, que venía entrando por la puerta—.
Adriana había escogido un traje color champán muy ajustado a su estupenda figura, con drapeados en la parte delantera a modo de cruces y con un solo tirante, dejando un hombro al descubierto. El pelo lo llevaba suelto, un poco ondulado y sin demasiado maquillaje. Tan solo había resaltado sus ojos.
—Estás impresionante, mi amor —Berta estaba admirándola desde la puerta—.
—¡Qué guapa, mamá! ¿Puedo ir contigo, con mi traje de princesa?
Adriana y Berta se rieron de la ocurrencia de su hija, sin duda la niña veía a su madre como una princesa.
—Hoy no, cariño. La fiesta es solo para mayores. Cuando Cristian venga hacemos una con los tíos y podrás llevar tu traje de princesa. Esta noche te quedarás con la tía Berta hasta que mamá llegue —le dio un beso y cogió su bolso y su chaqueta de encima de la cama—.
—Ven, Alba. Vamos a hacer palomitas, vemos una peli y pedimos pizza, ¿Qué te parece?
La niña se puso muy contenta y acudió a los brazos de su tía. Adriana le agradeció que se quedase con ella y se despidió de ambas.
Eduardo había reservado mesas en uno de los mejores restaurantes de la cuidad para los amigos más íntimos, unas veinte personas. Después irían a bailar y a tomar unas copas a una discoteca que tenían reservada y en la que se unirían más amigos, conocidos y compañeros de trabajo.
La cena transcurrió con normalidad. Sofía ya lo sospechaba, agradeció la presencia de todos, abrió los regalos y luego se dirigieron a tomar unas copas. Adriana se dispuso a despedirse tras la cena. Les dijo a Sofía y a Edu que Alba estaba con Berta y que le había prometido regresar pronto; además, mañana tendría muchísimo trabajo. La fiesta de inauguración del hotel se había adelantado, los socios de Edu así lo habían estimado oportuno y eso le dejaba muy justa con los preparativos. Ella y Sofía querían que todo estuviese perfecto y le quedaban dos días de muy duro de trabajo por delante. Sin embargo, Sofía no dejó que su amiga se marchase a casa. La convenció de que fuese a tomarse al menos una copa y saludar a los demás invitados que acudirían a la discoteca. Adriana no tuvo más remedio que aceptar. Sofía era muy persistente cuando se lo proponía.
Adriana ya llevaba más de una hora en la fiesta, se había tomado algo y había brindado con todos por el cumpleaños de su mejor amiga. Ya había cumplido, pensó. Comenzaba a dolerle un poco la cabeza, no acostumbraba a beber, y esa noche había brindado varias veces. Con su copa de champán en la mano, se acercó a Sofía.
—Amiga, ahora sí que me voy. Estoy cansada y me duele un poco la cabeza —alzó la copa de champán culpándolo—. Necesito descansar, mañana nos queda un largo día.
Sofía asintió.
—Bien. Dame un segundo, antes de que te marches quiero presentarte al socio de Edu. Llegó el lunes de Miami. Por cierto, está encantado con la casa que encontramos y decoramos para él —se dirigían hacia donde estaba Edu con su socio. Sofía llevaba a Adriana cogida por el brazo mientras la ponía al día—. Están allí —indicó haciéndole a Edu con la mano—.
—Sofía, me quiero ir ya. ¿No me lo puedes presentar en otro momento? —se quejó Adriana—.
—Solo será un minuto —y siguió tirando de ella—.
Faltaban unos pasos para llegar hasta donde se encontraba Edu con su socio, éste estaba de espaldas a ellas cuando llegaron a su altura. Fue Sofía, con su carácter extrovertido de siempre, quien llamó su atención.
—¡Alejandro! —al oír la voz de Sofía se dio media vuelva y se las quedó mirando a ambas—. Te presento a mi gran amiga y socia, Adriana Martorell —se giró levemente hacia su amiga y continuó—. Adriana, él es Alejandro Robles, amigo y socio de Edu. Y nuestro jefe, por así decirlo —le sonrió y se reunió con su marido unos pasos más allá, tomándolo del brazo—.
Alejandro se quedó petrificado al encontrarse frente a ella. No podía creer lo que veían sus ojos. Era Adriana. Y ella era la socia de Sofía. No daba crédito a tenerla delante ni a lo que sus oídos escuchaban. Era ella, y estaba guapísima. Se le cortó la respiración nada más verla. Sus ojos la miraban de forma feroz, le echaban chispas, se quedó sin saber cómo actuar. Apretó con tal fuerza la copa que tenía en la mano que casi la rompió. Había deseado durante tanto tiempo tenerla delante, y ahora que la tenía ahí, no sabía qué decirle ni cómo actuar. Fue Adriana la que rompió su momento de ensimismamiento, al ver que la miraba de aquella forma tan penetrante. Le extendió la mano de forma amigable y natural.
—Encantada de conocerle, señor Robles —le sonrió cortésmente—.
Alejandro se quedó aún más estupefacto ante su actitud. Le extendía la mano y se dirigía a él como si no lo conociese. Fingía no conocerlo. No lo podía creer. Bien, si así lo quería, le seguiría el juego. Le extendió su mano y la miró a sus impresionantes ojos, devorándola con la mirada.
—Igualmente, Adriana —él prescindió de los formalismos
—Nunca imaginé que alguien como tú fuese la socia de Sofía —la miró descaradamente de arriba abajo—.
—¿Cómo ella? —inquirió Edu, que no entendió sus palabras—.
—Sí. Con su belleza, con esos ojos tan impresionantes y su espléndida figura. Pareces más bien una modelo —y le sonrió con descaro—. No te imagino todo el día en un despacho con tus planos y diseños.
Adriana se sintió incómoda ante la mirada de ese hombre tan descarado. Sus ojos la miraban con sorpresa y decepción a la vez. Le quedó claro que no se esperaba a alguien como ella. Sin embargo, Adriana no iba a permitir que nadie la tratase como una más del montón que se llevaban a la cama con facilidad. Ese hombre tenía toda la pinta de ser de esos que con una mirada creen tener el mundo a sus pies, a las mujeres a sus pies. No se podía esperar menos, era guapo, atractivo y millonario. Bien, pues con ella iba muy equivocado, le demostraría que a pesar de ser una cara bonita, tenía talento como diseñadora, y era la mejor.
Lo miró de arriba abajo como él hizo anteriormente con ella, fijó sus ojos, con soberbia, en los de él.
—Señor Robles, si me disculpa, ya me marchaba. Comenzaba a dolerme la cabeza, no aguanto más —soltó la copa y se llevó la mano a la sien—. Nos vemos en otra ocasión.
—Sin duda. Aún tienes que decorar tres hoteles más. No nos faltarán oportunidades, Adriana. Que duermas bien —pronunció estas últimas palabras con rencor—.
Sin más, se despidió. Dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida. Sofía salió tras ella.
—Adriana, espera —consiguió detenerla—. ¿Qué te pasa? —le dijo, sorprendida, alzando una de sus manos—.
— ¿Que qué me pasa? ¿No lo has visto? —señaló a Alejandro—. ¿Qué se cree ese hombre? Me ha mirado como a una muñeca —estaba indignada—.
—Adriana, ha sido un halago. Es cierto que te ha devorado con la mirada, cosa que hacen todos los hombres —le aclaró—. Solo se ha quedado sorprendido por tu belleza, lo has dejado prácticamente sin habla, impresionado.
—Nos vemos mañana —le dio dos besos de despedida y se encaminó hacia la puerta. No tenía ganas de discutir con Sofía el día de su cumpleaños—. Ya hablamos.
Y se marchó a su casa de mal humor, el encuentro con ese hombre la había sacado de quicio.