CAPÍTULO 23

Algunos meses después en Madrid

El bedel no podía reprimir el instinto que le llevaba a emitir silbiditos según avanzaba con el carrito de la correspondencia por los pasillos de la Facultad. Le habían abroncado una y mil veces. A algunos profesores les desquiciaba que rompieran así su concentración. Aun así, él silbaba. A ratos, sin darse cuenta, pero silbaba. Por las ventanas del pasillo veía los esqueléticos arbolitos que ornamentaban el edificio central de Psicología en el campus de la Complutense.

Casi había terminado su tarea, que había sido especialmente agotadora. Libros y libros y más paquetes con libros que entregar. No lo valoraban ni lo tenían en consideración, pero aquello, día tras día, era un esfuerzo que a su edad se empezaba a notar.

Llegó a la altura del despacho del catedrático Larrea y tocó la puerta.

—¿Se puede, don Mauricio?

El le llegó lejano y como mascullado. Don Mauricio estaba sin duda escribiendo. Era amable el hombre aquel. Tenía buen trato.

Entró en el despacho y le dejó el sobre que tenía a su nombre sobre la mesa.

Una mujer.

¡Menudo pillín! Ya nadie escribe cartas. Una amante secreta sería. Aunque la novia que tenía era una mujerona. A ver si por liarse perdía a la una y a la otra. ¡Si él pudiera explicarles de qué iba la vida a estos intelectuales que se complicaban tanto y no entendían nada!

Mauricio levantó la vista sobre las gafas y le pagó el servicio con una sonrisa. El bedel se olvidó de todas sus suspicacias. Aquel hombre no podía engañar a nadie.

Cuando la puerta se cerró, Mauricio cogió intrigado el sobre. No parecía correspondencia comercial y las cuestiones de las administraciones y suministros le llegaban a su casa. Una dirección escrita a mano le retrotraía a tiempos que era seguro que fueron mejores. Tiempos en los que las noticias, el amor y la amistad viajaban lentos y esperados. Momentos en los que el espíritu reflexivo se volcaba sobre el papel en una tarea de introspección que no hacía más bien al receptor que al emisor de las misivas. Otros tiempos en los que la comunicación tenía un algo más de íntimo y personal, o sea, de humano.

Una carta con sellos y matasellos.

La rasgó sin demasiadas contemplaciones y extrajo unos folios no demasiado tersos ni demasiado limpios. Unos folios algo rurales cubiertos con frases a bolígrafo, con la letra de Irene.

El psicólogo dio un incontrolado respingo.

Miró el matasellos. Málaga. No podía sino constatar cómo los problemas siempre acaban volviendo como un bumerán cuando uno cree haberlos resuelto.

Desplegó aquellos papeles doblados en cuatro y se aprestó a leer.

Mi siempre muy querido Mauricio:

Supongo que esperabas no volver a tener noticias mías. A fin de cuentas, en tu decisión de darme tiempo para huir había toda una confesión por tu parte. No temas. No voy a causarte problemas, pero no podía apartar de mi mente la idea de que te debía una explicación. Probablemente no será ni tan larga ni tan profunda ni tan buena como la que tú tuviste con mi Leo, pero sé que le hará bien a mi mente y que no perturbará la tuya.

Te escribo desde un lugar seco y terroso en el que los hombres han vuelto a sus instintos más básicos. No daré muchas pistas por si interceptan la carta. Cuando te colgué el teléfono, no me cupo ninguna duda de que habías averiguado que yo había eliminado a Weimar y a los demás, ni tampoco de que sabías mis motivos. Estarás conmigo en que esta vez sí lo conseguí. Protegí a mi hombre. He estado mirando todo este tiempo en Internet y sé que nada le ha pasado, que ningún escándalo le ha rozado y que las cosas no le van mal. Me ha gustado la idea de que esté construyendo ese proyecto de viviendas sociales de calidad que ha puesto en marcha la mujer de Weimar. Eso le hará bien a su carrera. Lo conseguí, aunque haya sido con el precio de mi renuncia a él. También lo hubiera hecho por Rubén, aunque no tuve la oportunidad. Yo sólo buscaba tener la oportunidad. Saber. Poder velar por ellos e intervenir. Esta vez no me dejé engañar, como has visto.

No podía fallarle también a Leo. Aun cuando es seguro que su dolor por mi pérdida es terrible, lo superará. Es joven y creo que después de esta experiencia conseguirá, algún día, crear una pareja estable y saludable. No te voy a pedir que le digas que estoy bien. Será mejor para él pensar incluso que he muerto. Él no se queda con la desesperación, sino con el consuelo de lo que yo hice por su amor. Tú te encargaste de explicárselo. Por eso no he entrado en contacto con él ni lo haré.

Me quedó muy claro en tu llamada que sólo disponía de veinticuatro horas. Si te soy sincera, creo que entonces ya sabía que no ibas a ser capaz de delatarme y, desde luego, mi Leo no me iba a entregar después de tal sacrificio por nuestro amor. He comprobado en las informaciones que hay en la red que han decidido cubrir con un velo de olvido todo lo sucedido. Espías. ¡Qué malos son y qué bien vienen siempre! ¿Lo ves, Mauricio? Ninguno de los tres merecía ni dolor ni llanto. ¿Quién ha sufrido por ellos? Nadie. En el fondo, era una contribución a la limpieza de este mundo. El amor siempre barre al mal. Es lo que hice.

Pero me estoy dispersando. Lo sopesé y llegué a la conclusión de que ya no me iba a ser posible ser feliz en España con Leo, así que seguí lo que casi eran tus instrucciones y volé con lo más imprescindible a Miami aquella misma madrugada. Durante las misiones conocí a muchos marines norteamericanos con los que nunca he dejado de tener contacto. Antes de subir al avión les alerté de mi llegada. Me estaban esperando. Hay hermandades que sólo se gestan en los límites en los que ronda la muerte.

La mayoría de ellos dejó el Ejército. Como a mí, una profunda sensación de vacío les invadió a su vuelta a casa. Así que al final han tenido que buscar trabajo en lo único que saben hacer. Me han ayudado a enrolarme en Amincroft. He venido con ellos a luchar contra el mal que nos asuela ahora. Entrenamos a elementos locales en la lucha contra ISIS. Somos muchos y de muchos países. No sólo norteamericanos y exmilitares europeos sino africanos, argelinos, tunecinos o libaneses. Las primaveras árabes dejaron también muchos huérfanos cuya patria es la batalla.

Aquí estoy bien. Hay polvo y algo parecido a uniformes y camaradería. Los días son agotadores, pero me gusta llegar por las noches al catre molida pero satisfecha de haber sobrevivido un día más. Es una sensación singular. Al principio me reclutaron para tareas de apoyo, como psicóloga, pero ahora además de eso participo en los entrenamientos de lucha y estoy empezando a entrar en patrullas y en grupos de escolta. La gente es estupenda. La carta se la he dado a un exlegionario español que pasó también doce años en la Legión Francesa. Volvía a casa a pasar los diez días de descanso preceptivos cada cuatro meses. Yo nunca salgo de aquí. Mi descanso, la paz de mi espíritu, está en estas noches de estrellas, llenas de miedos terribles en las que yo puedo servir de guía y de sostén a tanta gente.

Son gente sana. Gente que mata por ideales, por convicciones, por dinero o simplemente porque han hecho de la guerra su profesión, pero que no lo esconden. No soy quién para juzgarlos. Mis motivos no son ni mejores ni peores que los suyos. Yo he llegado hasta aquí por amor, pero el amor y la muerte son dos caras de la misma moneda. No he renunciado a él. Aquí, esquivando la muerte, es posible que vuelva a cruzarse conmigo en cualquier momento. Hay algunos compañeros en cuyos ojos veo cosas que me hacen mantener la esperanza. Aquí no es prudente mezclar los sentimientos con el trabajo, pero, ¿quién sabe? Mientras, velo en mis noches por Leo y su amor, que para mí fue un regalo espléndido al que mi corazón no sabrá renunciar.

Hay una cosa que, sin embargo, me da vueltas a la cabeza incluso en sueños. Es una tontería, pero es uno de los motivos por los que te escribo. No quiero que me juzgues mal por haber tenido aquella sesión de sexo con Weimar. Entiéndeme. Siempre te respeté mucho. Perder en tu consideración es un castigo tan severo que no quiero ni planteármelo. Yo sé que tú sabes perfectamente por qué hice lo que hice, pero también sabes que antes de acabar con el hombre tuve que desempeñar mi rol. Fue algo muy racional. No me impliqué en aquello. Pensaba en Leo y en mi necesidad de protegerle. Pensaba en aquel tipo y en el daño que le estaba haciendo a mi amor sometiéndolo a aquellas perversiones.

Sólo quería que lo supieras.

Y a ti, maestro, amigo y confidente, sólo te deseo felicidad. Sé que tienes el secreto para procurártela, así que no me desvelo por ello.

No echo de menos nada ni a nadie excepto quizá volver a ver aquella mirada de alivio y reconocimiento de Leopoldo, pero como la guardo en mi corazón no me causa desconsuelo.

Siempre tu discípula y siempre tu amiga,

Irene

Cuando llegó a la última línea, el catedrático colocó cuidadosamente los folios uno sobre otro y los alineó de forma perfecta. Calmosamente los fue haciendo trozos. Primero cuadrados, y luego, más y más pequeños hasta convertirse casi en virutas. Se levantó y fue hasta el ficus que tenía en una esquina del despacho. Le quitó el plato de debajo del tiesto para recoger el agua del riego, y que estaba seco, y lo llevó hasta la mesa. Echó dentro los papeles y les prendió fuego con el mechero.

Sintió una especie de placer infantil al hacerlo.

Después, volvió a ponerse las gafas y se sumergió de nuevo en el libro que estaba escribiendo.

Madrid, febrero de 2017