CAPÍTULO 15
Mauricio se acercó por detrás y se pegó al cuerpo de Marta. La dejó sentir su deseo y su calor. Irene se había ido ya a descansar y el trabajo de retirar la mesa y meter los platos en el lavavajillas tenía un potente poder estimulador para él. Como fetichista era un desastre, pero eran aquellos momentos en los que se acababa de recobrar la intimidad, al irse los invitados, cuando le parecía más sugerente plasmar que volvían a ser libres de amarse en cualquier lugar de la casa.
Sólo que esta vez no funcionó. Marta estaba revuelta. Picajosa. No estaba para gaitas, vamos. No es que la cena hubiera estado mal; aun así, había sido similar a una carrera bajo fuego enemigo, esquivando las minas contra persona. Eso podía ser exagerado, pero lo cierto es que Mauricio había tenido que andar con pies de plomo para no utilizar los conocimientos que tenía de cada una de ellas y que eran reservados, y ágil para evitar que ellas se metieran en sus respectivos campos. Estaba siendo injusto. Esa equidistancia la quería aplicar para no parecer subjetivo; sin embargo, lo cierto es que había sido Irene la que había estado más entrometida. Ahora que sabía en qué andaba ocupada Marta, parecía que se le había abierto una compuerta. Había intentado ser disimulada, cierto, pero a ojos de Mauricio era evidente que para Irene todo lo que tuviera que ver con su paciente Leo adquiría un plus de atractivo, al que no podía resistirse.
El psicólogo había estado callado casi toda la noche, echando capotes cuando era necesario. No era eso lo que esperaba del encuentro. Irene se había comportado de una forma atípica preguntándole a Marta cosas que ella misma como profesional sabía que la otra psicóloga no podría contestarle. El hecho de que los tres compartieran profesión no significaba que nadie fuera a saltarse las normas a las que estaba obligado por deontología y también por la estructura en la que desarrollaba su trabajo. Irene había sido militar. Tenía que entender perfectamente que dentro de la Policía también había un nivel jerárquico y de reserva que Marta no se podía saltar. Aun así, había insistido una y otra vez, con preguntas cada vez más abiertamente impertinentes, para ver si obtenía datos.
Él, debido a las sesiones de supervisión, creía saber de dónde nacía el interés desorbitado de Irene. Ella lo que quería saber es si la policía se aproximaba a su Leo. Ambos sabían que, más pronto o más tarde, tanto los investigadores como la propia Marta acabarían llegando hasta él. Formaba parte de la esfera más íntima del hombre asesinado y había participado en algunas de sus actividades sexuales en grupo. Leo tendría que hablar con la policía y su terapeuta parecía dispuesta a lograr ciertas ventajas que poder ofrecerle después. A Mauricio le había parecido intolerable, pero también estaba pillado por su propio deber de secreto. No podía pegarle dos cortes para reprocharle su actitud, porque esto le hubiera desvelado a Marta quién era el cliente de Irene. Complicado. Él sabía que lo iba a ser, aunque no había esperado que empezase tan pronto y con tanta belicosidad.
Así que Marta no estaba para festivales eróticos y había que entenderla. Se giró hacia él y le besó más con dulzura que con lujuria, apartándolo de ella cariñosamente.
—Mira, Mauricio, que tu amiga me ha puesto de una hostia regular… Ha estado superimpertinente, ¿siempre es así? —verbalizó finalmente.
—Te entiendo, amor. A veces Irene resulta un poco estresante. Puede ser que arrastre aún un efecto ansiógeno después de sus problemas en el Ejército y esto haga que se la perciba de ese modo. Es buena chica, Marta —exculpó el psicólogo.
—No digo que no, pero es evidente que intentaba sacarme información sobre el caso durante toda la cena. A mí lo que me ha parecido es una cotilla y eso, siendo del gremio, no me produce ninguna buena impresión —siguió mientras metía con una energía innecesaria los platos al lavavajillas.
—Mujer, no, seguro que simplemente echa de menos un ejercicio profesional más activo, como el que tú tienes, y por eso se apasiona con cosas como las que haces. No le des más importancia —bajó el nivel Mauricio.
—Bueno pues no voy a dejar que me perturbe más. Lo cierto es que hay un montón de cosas que sí me apetecía contarte a ti para ver tu opinión y delante de ella no he podido —terció la psicóloga policial.
—¿Nos ponemos un copazo y me las cuentas ahí junto a la chimenea? —ofreció Mauricio, que ya había pasado la página del deseo a la vista del panorama.
Marta asintió y una sensación de tregua recorrió la cocina. Fueron hacia el salón en el que aún quedaban rescoldos en la chimenea y Mauricio sirvió un coñac francés Napoleón, para ella muy corto, y otro para él, más generoso.
Se estaba bien notando el calor del licor en la garganta y el de las ascuas fuera. Marta se apoyó sobre el brazo del sofá, ya más relajada, y puso los pies despojados ya de sus tacones, sobre las piernas de Mauricio. Bonitos pies, pensó éste. Se desperezó como una gata y esperó unos momentos antes de arrancarse a hablar.
—Conseguí una cita con la mujer de Weimar, ¿sabes? He estado tres horas en su casa escuchándola y creo que tengo ahora una idea más aproximada de su personalidad y de por qué puede resultar a priori contradictoria, pero me gustaría saber tu opinión también.
—Dime, pues…
—Ante todo, contra lo que podría deducirse de la actitud de Weimar, tengo que decirte que eligió a una gran mujer. Estefanía es una mujer culta, sensible y con una gran fuerza interior. Digo es, aunque no sé si debería decir era. Ahora mismo está abatida, casi destruida. Son sus despojos los que me encontré al entrar en las salas personales que tiene en aquella preciosa casa —dijo Marta.
—No es poca cosa lo que le ha caído. Tendrá que hacer el duelo en medio del escándalo y eso lo complica mucho —murmuró Mauricio.
—No hay tal duelo, Mauricio. Creo que él había muerto para ella hace mucho tiempo. Hay otros muchos sentimientos: liberación, sobre todo; pero también vergüenza por haber esperado a que la muerte hiciera lo que ella no se atrevía. Se siente frágil y vacía, pero porque ese cabrón la ha socavado lo suficiente como para que ella se sienta una bayeta y piense que no podrá hacer nada sola. Weimar se había ocupado de aislarla en cuanto a relaciones emocionales. Ya sabes, todo vida social y de paripé, pero había roto o le había obligado a romper todo vínculo que pudiera haberla recargado de energía vital para resistirle. Sé que no te va a sonar muy profesional, pero se ha sincerado de tal modo que casi hasta yo me he alegrado de la muerte de tipo tan repugnante. Únele a eso lo que hacía fuera. Las humillaciones han sido constantes. Me ha contado cómo él se pavoneaba de sus constantes infidelidades delante de ella. No se lo ha contado jamás a nadie. Comprensible. Tú y yo sabemos de qué nos está hablando pero, eso aparte, mucha gente o no hubiera entendido la situación o la hubiera culpabilizado a ella. Terrible. Teóricamente conocemos el cuadro que me está describiendo, aunque yo personalmente nunca he tenido que abordarlo —le contó Marta.
—Un perverso narcisista de manual, ¿no es así? Nunca se les ve en consulta. Es otra de esas formas de personalidad que es casi imposible tener en terapia —diagnosticó Mauricio.
—¿Otra?, ¿en cuál más has pensado? —preguntó curiosa.
—En los masoquistas que tampoco acuden nunca a pedir ayuda, si bien por razones distintas. ¿Has visto a alguien que acuda a nosotros para contarnos cómo se divierte? No lo hacen tampoco los homosexuales. Sí sucede si se produce una deriva psicológica que resulte dolorosa. Por motivos de identidad, por ejemplo. Estaba pensando en un caso concreto que por reserva no puedo comentarte. Con el masoquismo pasa que es una actividad generalizada, como la homosexualidad, pero que a diferencia de ésta es una identidad no deseable, más en una sociedad que venera a los triunfadores, a los fuertes, a los invictos. En la mayor parte de la literatura, el masoquismo erógeno se atribuye al hombre, lo que para muchos lo convierte en aún más incomprensible. En muchos casos son hombres de éxito. De los masoquistas confesos ahí tienes a Sacher-Masoch, que era profesor en la Universidad de Viena o a Jean-Jacques Rousseau —le respondió con una lentitud que denotaba que iba pensando sobre la marcha.
—¿Cómo podía ser Weimar ambas cosas? —se preguntó a sí misma Marta.
—Creo que era el narcisismo el que arrastraba a tu hombre. Es cierto que nunca vemos a perversos narcisistas en consulta, dado que ellos no sienten ningún dolor ni padecen, más allá de ese vacío existencial que buscan llenar con sus víctimas, lo que les impide pedir ayuda. Yo sí he visto a bastantes de sus víctimas. Conozco el tipo de destrucción moral que acarrean, pero también puedo asegurarte que, una vez consiguen sustraerse a la presencia y al influjo del perverso, se recuperan siempre y más bien rápidamente. La mujer de Weimar ha sido liberada del todo y eso es una suerte para ella. Le irá bien. Y respecto a él, yo creo que el masoquismo en su caso, aunque arrancara posiblemente de cuestiones de su infancia, era más una forma de romper los límites y ponerse por encima de ellos, más propia de una psicopatía narcisista que de otra cosa. Tengo bibliografía y trabajos sobre ambos temas. Supongo que conoces el de Traver sobre masoquismo y puedo pasarte los de Tayebaly y Racamier sobre la perversión narcisista; con este último me intercambié correos durante una temporada. Un tipo interesante —dijo Mauricio.
—Llevas razón. No temo por Estefanía. Tiene además posibilidades económicas para buscar ayuda. Lo cierto es que muero de ganas por bucear en la infancia de ese tipo, aunque no creo que mi tarea policial me deje. Me apremian para que presente un informe cuanto antes, que pueda ayudarles a centrar la investigación —confesó Marta.
—Sobre eso, sé que lo que voy a decirte no es novedoso, pero aun así me voy a permitir recordártelo: para que el masoquismo deje de ser una fantasía y se materialice, el masoquista debe encontrar a la otra persona. Debe haber alguien que disfrute de la actividad opuesta, que disfrute causando dolor o humillando y que conozca las características del juego. No sólo se trata de encontrar una buena actora que conozca el ritual sadomasoquista, que también es muy importante, sino alguien con quien haya una complicidad absoluta que interprete los síes y los noes. En puridad, nada que tenga que ver con un psicópata que no discrimine el juego de la realidad.¿Qué es lo que pasó en el caso de Weimar? ¿Quién es esa persona y por qué pasó la línea? Yo creo que es hacia ahí hacia donde hay que avanzar. ¿Qué tipo de persona buscaría un hombre como Weimar para esa aventura? —le señaló Mauricio, que no pensaba revelar nada de lo que sabía por Irene, pero que tampoco quería perder la oportunidad de señalarle el camino a la mujer a la que amaba.
—Crees que debería hacer el retrato psicológico de la mujer y que me estoy perdiendo entre el bosque. ¡Anda, sé sincero! —le animó amorosa.
—No lo diría yo así. Estás aplicando el método que utiliza habitualmente tu unidad —le recordó.
—Sí, y además tengo que hacerlo por huevos. Sí o sí tengo que recorrer el entorno de la víctima. Si esa mujer forma parte del entorno, acabaré encontrándola; si no, serán los de homicidios los que al final den con ella.
—Tampoco será estéril. Un perverso narcisista se fabrica en un entorno familiar que, en el fondo, es un sistema perverso. Y en realidad, en el caso de Weimar, él jugaba los dos roles de alguna forma, aunque en el fondo siempre fuera el mismo.
Marta le miró confundida. Le gustaba oír a Mauricio perorar desde que era su profesor en la facultad. Sabía que al final todo quedaría claro.
—El narcisista que quiere apresar a su víctima, primero la seduce, la halaga, la hace sentir en las nubes y así la amansa para asegurarse su hegemonía. Es lo que hizo con Estefanía y seguramente con más personas de su alrededor. Las represalias y la destrucción llegan cuando el dominado empieza a rebelarse contra él. En su otra faceta, en la erótica, el dominado es él mismo, aunque no creas que eso cambia el juego. El mayor poder del sumiso es conseguir que el dominante haga exactamente lo que él quiere, incluso humillarlo. De hecho, el masoquismo masculino ni siquiera trastoca el sesgo de los roles de género ni el sistema del patriarcado y de dominación social, sino que lo confirma precisamente porque lo pone patas arriba de una forma algo grotesca, pero que confirma el rol final del dominio. ¿Lo ves, no? —preguntó suavemente.
—Sí, sí, claro que lo veo. ¡No sabes cómo me gusta oírte explicar una y mil cosas! Creo que me enamoré de ti por cómo lo haces, por el tono que usas, por cómo te explicas como si te estuvieras arrancando desde muy dentro el conocimiento —le dijo mientras se abalanzaba sobre él y le cubría el rostro de besos.
Mauricio se dio cuenta de que la Psicología le funcionaba mil veces mejor que las escenas culinarias de película. Se dejó envolver por el deseo de ella y le hizo el amor con dulzura y determinación. Justo como un hombre de la edad de ella no hubiera sabido.
Al terminar se quedaron dulcemente traspuestos, pero el frío que siguió a la extinción absoluta de los rescoldos terminó por despertarles. La cargó como un dulce bulto, aún estaba semidormida, y así desnuda la llevó y la metió bajo el nórdico. Él hizo lo propio y se dejó llevar por la temperatura que iba subiendo en torno a él.
Eran las seis de la mañana cuando sonó el móvil de Marta.
¡Qué pasa! ¡Es sábado!, pensó Mauricio aún semiinconsciente.
La inspectora Carracedo, sin embargo, descolgó una vez más sin alterarse. Sabía que sólo se producían las llamadas estrictamente imprescindibles. Debía serlo. Escuchó en silencio lo que le comunicaron y salió del edredón. Movió a Mauricio para asegurarse de que la escuchaba.
—Cielo, ha pasado otra vez. Me tengo que ir —le susurró.
Mauricio abrió los ojos sin dilación.
—¿Otra muerte? —preguntó.
—Otro asesinato, sí. Escúchame, te lo voy a contar porque te vas a enterar igual…
—¿Es gordo?
—Ahora tenemos una serie, me temo, Mauricio. No sé si esto lo cambia todo, pero un periodista, Arsenio Nogales, acaba de aparecer degollado en una mazmorra de Ciudad Lineal.
El psicólogo se tomó un poco de tiempo para procesar la información.
—Otro ritual de masoquismo…
—Otro y además esta vez han buscado hasta el escenario perfecto —contestó Marta—. Ese pobre hombre había estado informando sobre el tema de Weimar, así que la relación es hiperclara.
—En eso llevas razón, pero en lo de pobre hombre… Era una hiena, Marta, y hacía un tipo de periodismo propio de hienas. Eso lo sabe todo el país —le recordó.
—Pero que fuera un cabrón no significa que tuviera que morir asesinado…
—Conversación absurda. Claro que no. Te lo he dicho porque te acaban de avisar como psicóloga de la policía para que hagas una autopsia psicológica del personaje, y lo primero que debes recordar es que no era de Mensajeros por la Paz precisamente —dijo, serio, el psicólogo clínico.
Marta reprodujo su propio ritual de emergencia y salió zumbando para la dirección de Ciudad Lineal que le habían dado sus compañeros. Al llegar, se encontró con el mismo equipo que había realizado la inspección ocular y la recogida de muestras en el apartamento de Weimar. Era evidente para todos que ambas muertes estaban relacionadas. Ya sólo les quedaba saber el cómo y el por quién, pensó sarcástica.
Había entrado en el local tan deprisa que apenas había reparado en el contexto de decorado que emanaba de él. Un decorado tan perfecto que resultaba un poco grotesco, pensó ella. La sensación que le produjo el cuerpo sin vida de un Weimar emboscado en su máscara de látex fue más turbadora que la que estaba recibiendo ahora.
Había atravesado una entrada y un dormitorio con una cama de cuero negro que tenía signos de haber sido usada. Algo más allá, en lo que se podría denominar la zona de juegos propiamente dicha, estaba el cadáver del periodista.
Yacía amarrado sobre un potro boca abajo. Estaba desnudo excepto por un bustier rojo de encaje que estaba abrochado al tresbolillo, sin que coincidieran bien los enganches de un lado y de otro. La cabeza colgaba. Un corte certero. A degüello. A Marta le sobrevino un amago de arcada. Bajo el potro, en un gran charco, se podían ver litros de sangre llena de jirones viscosos y de coágulos. El rostro estaba hacia el suelo y no podía verse nada de él. La psicóloga se perdonó a sí misma por pensar que a ella tampoco le había caído nunca bien Nogales. No obstante, aquello era terrible.
Sus compañeros se afanaban metiendo en bolsas de pruebas todo aquello que veían. Preguntó al inspector que estaba al mando y supo que esta vez sí había un teléfono en el que rebuscar. Algo les diría sobre sus últimos movimientos. Ahora tendría que pensar en reconducirse al entorno del periodista, aunque en esta ocasión la escena del crimen tenía mucho que decir también.
Reinaba un cierto caos allí. Los policías parecían tramoyistas retirando los restos de una función. La inspectora Carracedo vio cómo en un rincón del vestidor en el que colgaban de forma incongruente ahora vestidos de colegiala y gorras nazis, sus compañeros rodeaban a una mujer que se mostraba aparentemente fría ante la muerte.
Se acercó para enterarse.
El Gordo estaba también por allí y le guiñó un ojo.
—¡Hola, gordo! ¿Éste estaba bien amarrado? —le preguntó recordando su ojo fino cuando en el caso de Weimar reparó inmediatamente en las extrañas bridas.
—Yo no diría que bien. Cuerdas de atrezzo —dijo.
—¿A qué te refieres?, ¿eran de aquí, de la mazmorra?
—Sí, pero no estaban ni bien apretadas. Creo que cuando lo tumbaron sobre el potro no estaba consciente. Digamos que la escenografía se la colocaron sin su consentimiento. Al menos, ésa es la sensación que nos da —le contestó el agente.
—¿Le drogaron? —preguntó Marta.
—Es lo más probable. Habrá que esperar al informe del forense y a los análisis de toxicología de las dos copas que había sobre la mesilla, aunque si quieres mi opinión de perro viejo, a éste le drogaron y después le colocaron en la guillotina y le rebanaron el cuello —dijo con esa ligereza que da el haber bregado con muchas muertes.
—¿Qué haría aquí? —murmuró la inspectora.
—¡Ah, eso se lo está aclarando la rumana que se encarga de gestionar el garito este a Bustos! Al parecer lo alquiló por unas horas, y cuando ella vino a recoger porque se había acabado el plazo, se encontró con el pastel —le informó el número.
Marta se puso un dedo sobre la boca y lo silenció amablemente.
Prefería acercarse hacía el lugar en el que tenía lugar la conversación.
—No, no, no, yo no sé con qué mujer vino. Puede que no estuviera solo porque a mí me dijo que iba alquilar para traer amigo —explicaba con aspavientos. La rumana estaba jodida porque esto podía estropearle un negocio saneado en el que ella ya no tenía por qué poner en juego su propio cuerpo.
—Vino solo —le dijo Bustos—, no hay señales de que nadie más haya estado esta tarde aquí, aunque supongo que aparecerá numeroso material biológico, porque por aquí ha pasado mucha gente.
—Yo limpio cada vez. Hay unas mujeres que vienen. Siempre las mismas —insistió la arrendadora.
—Lo que nos interesa es saber quién le ha hecho esa carnicería. En principio, puede que fuera una mujer o un hombre que llegó después, pero necesitamos encontrar a la mujer.
—Nada que decir sobre eso. Él me dijo que buscaba una dómina que fuera muy, muy especial. La mejor de Madrid, me dijo. Yo le pasé un par de teléfonos. Te doy ahora a ti si tú quieres. No creo que llamara a ninguna de ellas. Él buscaba alguien muy especial..
Bustos miró a Marta, que contemplaba en silencio como buscando apoyo y solidaridad para el bucle en el que se había metido aquella mujer.
—Todos los clientes buscarán algo especial, supongo. ¡Tú dame esos teléfonos y déjanos a nosotros las conclusiones!
—Te doy a ti, pero no molestar mucho a estas chicas que hacen buen trabajo aquí, porque yo creo que no vinieron con éste. Éste buscaba otra cosa y no sé si la encontró —dijo dubitativa.
—¿Qué quieres decir con otra cosa? ¿Alguien que hiciera servicios especialmente duros? ¿Te refieres a eso? —preguntó el policía.
—No, no. Éste no era cliente. Si yo te digo lo que creo, no le gustaba esto verdaderamente. Vino porque buscaba cosas.
—¿Qué buscaba?
—Buscaba a una mujer. Buscaba a la mistress más delicada y mejor del país. Yo le hablé de una persona que ni siquiera sé si existe. Mira, yo llevo mucho tiempo aquí. Es verdad que la mazmorra me la alquilan muchos hombres y grupos de hombres. Hay que buscarles a las chicas. No son sumisas de verdad, ¿entiendes? Sólo que ellos pagan bien por zurrarlas y a muchas les compensa. Tengo listado de chicas, así que traen luego a sus amigas a ganar un buen dinero, aunque no saben bien a veces dónde se meten. Lo de los tíos es distinto. Muchas mujeres aprenden que la Femdom, la Dominación Femenina, les va bien. Los golpes los dan ellas, no hay contacto sexual real y el dinero que están dispuestos a pagar los hombres por esto es increíble. Se lo conté a él cuando vino, pero no era eso lo que buscaba. Él preguntar y preguntar una vez y otra por mujer diferente a ésas y a todas…
Marta tenía claro ya lo que buscaba el periodista, aunque era evidente que había llevado demasiado lejos sus pesquisas. Pensó que era el momento de meter baza.
—¿De quién le habló? —preguntó con mucha dulzura en la voz para contrarrestar el tono de boca chancla de Bustos, que no estaba ayudando nada.
—Le hablé casi de una leyenda, en realidad —dijo la mujer mirando agradecida a Marta—. Hace algunos años que se dice en el mundillo que vive en Madrid una de las guardesas de la reina.
Marta puso una cara de póquer inmejorable.
—Perdona, tú. Empiezo por el principio. ¿Conoces tú el The Other World Kingdom? Es una especie de minirreino en el que la Dominación Femenina es la regla. El paraíso de un masoquista. Está en Cernà y tiene su propio pasaporte, bandera, himno y reina. La reina Patricia. Es un verdadero matriarcado en el que los hombres son dominados y sometidos por hermosas mujeres que son verdaderamente dominantes. Eso es lo que dice leyenda. Yo nunca he ido allí, claro. Pues bien, la reina tiene una guardia de mistress muy especiales, las mejores amas del mundo, las diosas que estos hombres buscan, y se supone que una de ellas vive en Madrid de incógnito —concluyó el cuento la mujer que no denotaba el más mínimo nerviosismo a pesar de que el cadáver sanguinolento estuviera aún allí.
Era evidente para Marta que el tal Nogales estaba tras la pista del ama que había fustigado a Weimar. Sólo una mujer así podía cuadrar con el retrato psicológico de un narcisista como él. La rumana seguía hablando sin que la preguntaran.
—No sé si la encontró o no. El llamó para reservar las horas y quedar en sitio para llave. Todo normal. Ahora, esto no. Esto no pasa así más veces aquí. Todo ha cogido ella de aquí. Corpiño encaje para feminizar estaba ya aquí en vestuario —explicó la mujer.
—¿Lo piden a menudo? Yo pensaba que sería para las dominatrix —expuso Bustos que, como estaba dejando claro, no tenía ni idea de por dónde le daba el aire.
—¡Oh, no! Es para los hombres, claro. Muchos esclavos adoran que les obliguen a vestirse de mujer. Lo usan para castigarles y a muchos les gustar que a la vez ama insultar y que digan cosas feas y mujer mee encima. Muchas cosas piden como ésa a veces —explicó la empresaria.
Esta vez a Nogales le habían castigado de verdad por meter las narices dónde no debía, se dijo Marta. La inspectora veía el móvil de este asesinato totalmente claro. El periodista se había acercado a algún sitio al que la policía no había llegado todavía o había tocado los cojones a quien no debía. No había otra. Lo que estaba viendo era la consecuencia de la investigación del periodista, que, conociéndole, no había tenido por qué estar exenta de mierda. Ahora sabía que se iba a ahorrar mucho camino en el entorno de Arsenio Nogales. Aquí sólo importaba con quién y cuánto se había aproximado a la verdad sobre Weimar.
Era posible que a través de los últimos movimientos de aquel desgraciado, llegaran hasta la inquietante presencia femenina que se dejaba entrever todo el tiempo en aquel asunto, o a lo mejor a otros sitios aparentemente tan poco sórdidos como el aparato del Estado. Seguía teniendo pendiente tirar del hilo de la amistad de Weimar con el ministro del Interior. Nogales había dado aquella exclusiva sobre las orgías. ¿Qué había llegado a descubrir?, ¿quién se había sentido amenazado? Por otra parte, también había insistido, en todos los programas de televisión a los que había ido, en el tema de la venta de no sé qué parte de la empresa que al Gobierno no le gustaba.
Alguno de aquellos hilos se había convertido en un cuchillo que le había rebanado cualquier expectativa de nuevas exclusivas. Esperaría a ver qué decían los informes sobre el arma empleada, el tipo de corte y la fuerza utilizada. No obstante, se abrían las mismas dudas, puesto que alguien podía haber recibido el encargo de quitar de en medio al periodista, mezclándolo de nuevo con un escenario masoquista para sugerir la existencia de una especie de ama psicópata que se ventilaba a sus sumisos.
Todo se había espesado un poco más como la sangre de Nogales.
Marta sabía que había que encontrar a aquella mujer. Andaría con cuidado pero andaría. Mientras sus colegas indagaban por aquí y por allá, ella iba a volver sobre sus pasos para intentar saber si los más próximos a Weimar sabían algo de aquella misteriosa ama.
Se dio cuenta de que no había intentado hablar con uno de los testigos más mudos de las costumbres depravadas de Weimar. Aquella mujer rumana a la que parecían haber dado cuerda se lo recordó. Había una limpiadora también en el picadero del empresario. Por fuerza tenía que saber algo, haber visto algo, intuir algo.
Mientras se alejaba de la escena, seguía oyendo a la rumana clamar por su negocio. ¿Hasta cuándo iba a tener que tenerlo cerrado?, ¿quién le resarciría a ella de las pérdidas? Le hubiera gustado volverse y decirle que con las cámaras de televisión haciendo guardia a su puerta su mazmorra estaba más cegada que la de un castillo derruido. Ni los vecinos iban a permitir que siguiera su actividad, ni sus viciosos iban a repetir en un lugar en el que uno había encontrado la muerte.
Marta, sin embargo, abandonó a su suerte lo que quedaba de Nogales y supo lo que tenía que hacer.