CAPÍTULO 3

Por mucho que te acostumbres, una oleada de aplausos siempre te energiza. Enrique González-Weimar no era inmune a ellos. Un hondo y profundo pozo narcisista precisa de una suerte de alimento que no siempre es fácil de identificar pero que, cuando aparece, es rápidamente depredado. La herida acecha, presta a abrirse si no es nutrida. Miró al público que le jaleaba entusiastamente. La verdad es que se lo merecía, aunque dudaba de que la mayor parte de ellos llegara a darse cuenta de hasta qué punto. Echó hacia atrás su flequillo entrecano y sonrió. Entre dientes le susurró al anfitrión del desayuno: «unas pocas preguntas y no más de cuatro o cinco selfies, tengo prisa». Su propio director de Comunicación estaba ya alerta en las escaleras que descendían del estrado para impedir que su señorito fuera asaltado más allá de lo cortésmente necesario. Aun así, una cohorte de jovencitos trajeados esperaba ya móvil en mano. No pensaban irse sin luchar por una foto con su ídolo. Poseídos tal vez por esa atávica creencia de que con la imagen se roba una parte del alma, pretendían succionar el éxito y soñar con que allanaban así el camino hacia esa escurridiza fortuna que les habían enseñado a amar como todo objeto, destino y sentido. Weimar había llegado. Weimar estaba en Forbes. Tenía jet y ferraris y seguro que tías con tetas como montañas. Rozarse con su aura les servía para constatar que toda esa vida de estresantes horas serviles que llevaban tenía un objeto y que si perseveraban, lo lograrían.

Leo seguía desde una de las mesas del Palace la disertación. Siempre acudía a las citas públicas de Enrique y cuando le oía hablar del camino del éxito, de la voluntad de osar y de lanzarse a nuevas aventuras para lograr ganar dinero, de ir más allá para hacer más cosas y para ganar más, se sentía un poco más intruso en todo aquello. Era el colmo. De todos aquellos lechuguinos de su edad, y aún más jóvenes, que estaban allí esperando su oportunidad, arremolinados en torno al vencedor como una jauría de perros rodeando las piernas de su dueño y agitando la cola esperando alguna recompensa, él era el único ejemplo de que todo aquello era posible. Enrique no sólo se lo había mostrado sino que le había empujado, y con aquel viento de cola había llegado hasta donde estaba. Fuera ese lugar el que fuera. Esperó un momento para dar la mano a su mentor y que éste supiera que no había faltado. Esa suerte de detalles que uno nunca debe olvidar, por más confianza que se tenga.

Weimar se hizo cinco fotos justas y comenzó su avance hacia la gran puerta de salida del salón, apretando manos con presteza. Cuando llegó a la altura de Leo se detuvo un momento y le estrechó en un abrazo con sus golpetazos viriles de rigor. En ese momento le dijo al oído: «el jueves a las diez en Modesto Lafuente, te espero». Cuando la última palabra aún estaba calando en su cerebro, el financiero ya se hallaba a varios pasos de distancia. ¡Qué listo era! Todas las citas para ese tipo de reuniones las recibían los implicados siempre de viva voz. Sin posibilidad de que nadie guardara mensajes de WhatsApp o grabara conversaciones, o cualquier otro riesgo técnico que pudiera romper la ineludible privacidad de aquellos encuentros. Se quedó demudado. Otra vez. No le había contado nunca a su terapeuta que estas ocasiones sociales eran las que amenazaban con romper su equilibrio. Era absurdo porque si no centraba la cuestión, ella nunca podría ayudarle; si bien, por otra parte, no sabía hasta qué punto el secreto profesional cubriría la magnitud del secreto que tendría que revelarle. Y, además, un análisis real de por qué su fobia se disparaba en tales fiestas le dejaría tan desnudo como no pensaba tolerar. Pero iría. Iría como iba siempre. No podía negarse a ese supuesto privilegio que le ofrecía un hombre que había hecho tanto por él. Pero le había jodido la semana. Se la había jodido pero bien. No sólo por tener que ir y pasar aquel trago de nuevo, sino por la punzada en el estómago que le producía pensar que iba a tener que pasar una hora con Irene sin hablar de lo único que era importante. Salió con tan negros presagios del lujoso hotel, y comenzó a caminar mientras veía la nube de admiradores que aún rodeaban el coche del magnate. Seguían haciendo fotos. De pronto, algo se detuvo en su cerebro acostumbrado al análisis visual. ¿No había visto entre ellos al hombre de la barba roja? Se giró, pero el grupo se estaba deshaciendo y no pudo comprobarlo. Ahora, además, tenía la sensación de estarse volviendo un paranoico.

Weimar iba dentro de su mundo de lunas tintadas. Había hecho subir el cristal de separación que le aislaba del conductor y el escolta. Volvía hacia Torre Picasso, pero estaba ya despachando asuntos. Tecleaba frenético en su aplicación de mensajería más segura. Había fijado un periodo de tiempo mínimo para la desaparición de sus frases una vez vistas por el destinatario.

Juan Nadie: «Esta semana no podrá ser, diosa mía… Ansioso. A tus pies».

Un asunto menos. Aquel jueves iba a estar ocupado. Descolgó la llamada entrante mientras las solapas de los mensajes se sucedían amontonadamente en la parte superior del teléfono. El nombre no era despreciable.

¿Cómo te pillo, Enrique?

Bien. Voy en el coche hacia la oficina. Dime…

Esto está jodido. He hecho una cata. Nadie lo ve demasiado bien, incluso sin conocer nada más que el tema, digamos, oficial. Los unos por unas cosas y los otros por otras. A unos les aprieta la cartera y a otros… Lo cierto es que la conclusión viene a ser que te jodas porque nadie va a darte ni el más mínimo apoyo —le resumió Gregorio Valbuena, el vicepresidente de Weimar Corporación.

Bien, contaba con ello. Yo quiero salir de esa posición y lo haré. Los rusos están interesados y mantienen la oferta.

Creo que deberíamos hablarlo con más calma. Cuando te digo jodido te digo bien jodido. —Valbuena hizo un silencio para subrayarlo—. Tanto tus socios como el Gobierno están muy cabreados con el tema. He hablado con el hombre de enlace y en Moncloa les pone muy nerviosos esa posibilidad. Quieren diálogo. Quizá ofrecerte otras opciones para que no vendas o ayudarte a buscar otros compradores. En caso contrario creo que usarán todos los recursos. El tema legal se te va a complicar mucho así…

Comprenderás que ya contaba con eso. Nadie va a mejorar la oferta de éstos. Nadie. En todo caso son pamplinas lo que les preocupa. Pero lo hablamos en persona mejor, Goyo. Yo voy a ir a París en un par de semanas a encontrarme con ellos y para entonces quiero tener una posición firme, le pese a quien le pese.

Bien, habrá que torear todo eso. Lo hablamos con calma… ¿Tienes comida hoy?

La tengo cerrada, sí, pero ya paso luego a verte cuando llegue y tenga un rato.

Ok, luego nos vemos.

Hacía casi tres décadas que Enrique controlaba a través de Weimar Corporación una parte mayoritaria de Global de Satélites S.A. Ahora tenía una oferta magnífica por su paquete de acciones por parte de Moscovasat y no iba a desaprovecharla. Cierto era que la empresa rusa estaba participada por un fondo detrás del cual había gentes aún más inquietantes, aunque eso no hacía menos interesante la transacción. Estaba harto además de ese sector. Si tenía la oportunidad de salir de él, con unos beneficios más que notables, nadie iba a pararle. El hecho de que Global de Satélites fuera accionista de una empresa de satélites militares era para él colateral, si bien era evidente que para otros muchos era un obstáculo central. Nada se consigue sin lucha. En todo caso serían ellos los que tendrían que pelear. Un paquete del 59% de las acciones le aseguraba que su voluntad sería, una vez más, la clave del negocio.

Tenía cincuenta y un años. Aún conservaba gran parte de un atractivo que nunca había dejado de cultivar sin escatimar gasto alguno. Entrenador personal. Médico de cuidado anti-aging. Lo mejor en materia de sastrería y revestimientos en general. Una familia ejemplar con un hijo excelente y una fortuna personal que le situaba en lo más alto. Era Enrique González-Weimar. No le iban a tocar los cojones. Nadie le había echado una mano cuando echó a rodar Global de Satélites; es más, nadie pensaba que España tuviera nada que decir en el mercado internacional de las comunicaciones por satélite. ¡Y ahora le iban a venir con pruritos patrioteros! Estaba harto de tontos. Había tontos en todas partes. Tontos de capirote en el Gobierno. Mediocres insulsos. Su socio en Global, el banquero, no era tonto pero había decidido hacérselo a mayor gloria de la caspa nacional. Que intentaran interponerse. Habría para todos. De todo. Para los que le tenían envidia, desde el Ibex 35 a los sillones de Gobierno. Tenía que darles. Y a los tocapelotas. Muchos de ellos podrían caer fulminados a un gesto suyo. Un gesto en el que no vacilaría.

Siguió tecleando mensajes en su móvil aunque su cabeza no dejaba de pensar en aquel escollo. Resistiría. Embestiría. Pensaban que iba a hacerles frente con su dinero, pero no, iba a hacerles frente con su voluntad. Su voluntad. ¿Quién era nadie para cuestionarla? Ni en lo público ni en lo privado. Ni en el mundo ni en su casa. Se lo había ganado a pulso. Trabajo e inteligencia. No todos podían ser como él, así que no todos podían actuar como él. Nadie podría doblegar su voluntad. Nadie. Así se había construido y así sobreviviría. Nadie. Sólo ella, pero aquello formaba parte de un pasado lejano. Madre. ¿Por qué nunca me abrazaste como hacían las demás madres? Perfecta. Bella y llena de poder. Altiva. Hubiera dado todo porque te fijaras en mi amor hacia ti, porque pusieras tu mano en mí más allá de aquellas azotainas con las que querías hacerme un hombre. Ya soy un hombre, pensó. Ya lo soy. Lo soy a los ojos de todos, madre. Ante todos los que nada me importan. Nunca lo fui ante ti. Te fuiste sin darme ese reposo. Fuiste mi valquiria, madre. Uní tu apellido al de tu esposo, porque tampoco fue nunca mi padre, para nombrarte. Tú lo llenabas todo. El financiero dejó su vista perderse en las calles de Madrid que se aceleraban tras la ventanilla. Se recompuso. Encerró su cara oculta y se dispuso a entrar en su reino.

El ascensor privado le llevó desde el garaje a la planta 45. No había querido otra. Sólo el cielo sobre él. Entró, como siempre, avasallando. Tan sólo con su presencia lo conseguía. Era imposible colaborar o simplemente vivir al lado de Weimar sin sufrir una especie de dolor interior. Su proximidad inquietaba, aturdía y eludía cualquier forma de paz. Pilar, su secretaria, lo sufría desde hacía años aunque no terminaba de identificar la causa. Pensaba que era la exigencia de un trabajo muy rápido, muy delicado, muy complejo, combinada con un jefe muy perfeccionista, lo que la había llevado a tener que vivir sujeta al alprazolam. No pasaba nada según su médico. Era normal. Un peaje de la vida moderna que el soma patentado permitía sobrellevar. Pilar era una víctima más de Enrique González-Weimar. Una víctima aislada puede hacer poco para considerarse una categoría. Por eso era una de las habilidades del manipulador hacer que todas permanecieran en una burbuja de ansiedad que les llevara a pensar que eran responsables de su estado, que era su falta de eficiencia o de valor la que les provocaba aquella inenarrable angustia. En la expresión de su rostro vio que iba a ser un día difícil y eso la tensionó ya antes de poder devolverle el saludo mientras entraba en el despacho dando una y otra y otra instrucción lanzadas como piedras que pretendían ordenar a la vez que presionar. A toda prisa descolgó el teléfono y empezó a hacer una tras otras las gestiones que le habían sido encomendadas. La necesidad de no fallar en ninguna la mantenía los suficientemente ocupada como para no sentir la ligera presión que una lágrima reprimida de rabia e impotencia hacía en la glándula.

Dentro del despacho, el financiero emprendió algunas tareas que nadie podía hacer por él. El gran vacío estaba apretando fuerte de nuevo. Se puso frente al ordenador y redactó un correo electrónico. No uno desde su cuenta sino uno que utilizaría los recorridos a través de servidores imposibles de seguir que ofrecía Anonymus de forma gratuita. No es que la destinataria de los mismos no supiera que Juan Nadie era él, pero lo cierto es que así jamás podría probar el origen de los mismos. Lo importante era no dejar rastros ni pruebas ni nada que en algún momento produjera la tentación de ser trocado por dinero. El miedo al chantaje no podía dejar de acecharle, aunque sus necesidades eran más imperiosas que éste. Los servicios de que le proveía exigían ese tipo de cuidados. No tenía pensado recurrir a ella en ese momento, pero el malestar creciente que sentía así lo exigía.

De: Juan Nadie

Para: Mistress Claudia

Texto: Como te he dicho, no tendremos sesión nuestra. Necesito no obstante tus servicios. Esta noche. Que sean cuatro o cinco. No quiero que estés tú. Sólo ocúpate de seleccionarlas y llevarlas allí. Una tarde escolar. Ocúpate de que estén perfectas. Si no hay suficientes uniformes o no son de la talla correcta, ¡cómpralos! No olvides los calcetines. ¡La otra vez lo hiciste y fue una cagada! Llegaré a las ocho. Estaré una hora y media aproximadamente. Tengo una cena. La tarifa acordada. Vete diez minutos antes de que yo llegue. Deja la documentación de todas cerrada en el cajón del vestidor. Yo se la devolveré… si todo marcha bien. No olvides explicarles bien su cometido. Odio tener que dar las instrucciones sobre la marcha.

Buen día

De ahí pasó al teléfono y marcó la extensión directa de su vicepresidente:

—¡Gregorio, ya he llegado! ¿Te puedes pasar ahora por aquí?

—Sí, claro, Enrique, voy para allí.

Mientras le esperaba dejó que sus ojos se posaran perdidos en los ventanales desde los que podían verse las sedes y obras de muchos de sus adversarios. Madrid se perdía bajo su vista y se sentía como un semidiós frustrado ante la imposibilidad de levantar los techos, como pequeñas tapaderas, para poder husmear dónde se cocían las conspiraciones contra él. Desde su despacho la ciudad no era sino el escenario de un Risk en el que las conquistas y las batallas se sobreponían sobre el hormiguero humano que las hacía posibles. Los cadáveres caían a su alrededor sin que nadie en aquella masa informe pareciera reparar en ello. Sólo los interesados alcanzaban a intuir hasta qué punto habían sido aniquilados.

Gregorio Valbuena entró en el despacho. A su edad conservaba una presencia regia con todo el aplomo y la paz interior que le faltaba a su socio. Se acomodó en uno de los rincones del sofá que había en la zona de visitas del despacho. Esperó a que Enrique se reuniera con él en el rincón opuesto. Retomó la conversación que el teléfono les había inhibido.

Bien, Enrique, como te he empezado a comentar antes, las noticias que me traen desde Moncloa no son nada halagüeñas. No quieren ni sopesar la posibilidad de que Ibersat caiga en manos de los rusos y de sus socios. Y yo, en cierta manera, les entiendo porque perder el control español de los satélites militares no parece la mejor solución. No amenazan, aunque advierten de que pondrán todas las piedritas en el camino que puedan… de forma perfectamente legal, claro, al menos en apariencia. Que si Competencia ve tales dificultades, que si la Abogacía del Estado te busca en los contratos tales cosas que discutir…

¡Oye, cojonudo, si a mí me parece muy bien que no quieran perder el control! Pero eso no significa que yo me tenga que amarrar a una actividad para el resto de mi vida. Vamos a ver, ¿por qué no compraron? Fue muy cómodo que Defensa se mantuviera con una participación no demasiado alta en el plan y conseguir que fuera el sector privado el que corriera con los riesgos y los gastos de dotarles de su satélite. El PAZ ya les está dando lo que quieren, incluido ese sistema de pago por volumen de imágenes… ¿Por qué no entraron de forma mayoritaria? A fin de cuentas, es cierto que se juegan ahí las bandas X y Ka de comunicaciones militares, el control de fronteras o las comunicaciones de inteligencia, pero eso no me imposibilita a mí para hacer con mis negocios lo que me dé la gana.

Todo eso se lo hemos hecho llegar con toda precisión, Enrique. Pretenden que la participación que tiene Global de Satélites en Ibersat se la vendas a otro empresario español antes de consumar la venta de las acciones de Global al grupo ruso…

¡Ya, perdiendo parte del valor de Global! No se puede jugar a eso de no hacer grandes inversiones y conseguir ser un país europeo puntero en este tipo de sistemas. Defensa ha minimizado los riesgos y ha obtenido su juguete. Correcto. Pero no era una boda, era un negocio y, ¡qué coño!, todo el mundo se divorcia cuando quiere… Yo ahora no voy a venderles esa parte exclusivamente haciendo el paquete menos atractivo. Seremos extremadamente cuidadosos con el tema legal. Los abogados ya están trabajando en ello —contestó Weimar dejando ver su indignación.

Por muy bien que lo hagan, sabes que pueden ponerte trabas si quieren. En esa operación o en cualquier otra que tengas en marcha. Pueden buscarte las cosquillas y lo harán, aunque entiendo que no tenemos por qué perder dinero ni una buena oportunidad. ¿Has hablado de este tema con Marcelo? —preguntó Valbuena mientras se removía inquieto sobre sus posaderas.

¡Marcelo, Marcelo…! Un gran tipo pero un cagao si cree que algo puede afectarle a la hora de su puesto de salida en las listas en las próximas elecciones. Ya sabes que no se lleva nada de bien con su colega de Defensa. No se llevan, sería más apropiado. Son de bandos distintos dentro del Consejo de Ministros. Le toqué levemente el otro día pero no quise entrar en profundidades. Volveré a verle esta semana de forma más relajada y ya le comentaré con más detalle. En todo caso, sabes que siempre nos va a avisar de los movimientos raros en cuanto tenga conocimiento. Eso siempre es un alivio…

Entonces seguimos con todo según está previsto: plazos, fórmulas, etcétera.

Seguimos. Como te he comentado, yo volaré en un par de semanas a París para volver a verme con ellos. O quizá los cite de alguna forma más discreta. Tal y como nos lo plantean, vamos a tener que jugar una partida mucho más silente. ¿No crees? —y Weimar le guiñó un ojo a su socio con un brillo muy suyo en las pupilas.

Si tú lo ves claro, vamos a ello. No obstante seguiremos mostrando un perfil negociador y de proximidad todo el tiempo que sea posible, que será poco porque es evidente que ellos tendrán gentes trabajando en esa información aquí y allí —terminó Gregorio levantándose para salir—, pero supongo que no saben bien a quién tienen enfrente ¡Jajajajaja! —rió—. ¡Soy yo, Enrique, que llevo veinte años contigo y aún no me creo cómo eres!

Le dio una palmada en la espalda antes de dirigirse a la puerta para volver a su despacho.

Justo en ese momento, el móvil de Enrique comenzó a sonar. No creía necesario apagarlo durante estas conversaciones. Los barridos en busca de micrófonos se hacían cada semana y la posibilidad de escuchas con micrófonos direccionales era remota en una planta 45 del que había sido el edificio más alto de Madrid. Ninguno a su alrededor revalidaba sus dimensiones. Tampoco habían descuidado la posibilidad de drones.

Hastiado vio en la pantalla que la llamada era de su mujer.

Dime.

Perdona que te moleste, Enrique, pero como no te he visto esta mañana no he podido preguntarte si vendrás a cenar…

A los que les interesa a efectos prácticos ya saben que no. Ya dispuse que sólo prepararan cena para ti y para Andreas, que estará esta noche en casa. Si vas a salir tú, lo arreglas —dijo desabridamente.

No, no…, si era sólo por saber si te vería.

No creo. Tienes fotos. ¿Qué más te da, Estefanía? No me llames más para tocarme las pelotas. Organiza tu vida.

El financiero cortó la comunicación sin ninguna clemencia. Al otro lado de la línea, una mujer lidiaba con la realidad. Ni siquiera le iba a conceder la cortesía o la apariencia o las formas. Los ojos se le arrasaron. Estefanía estaba en el baño de aquel famoso piso que había sido la comidilla de todas las revistas de arquitectura y diseño cuando lo remodelaron. Entonces aún le cabía la duda de si un nuevo entorno podría ayudarles a recuperar algo de lo que habían tenido. Todavía en aquel momento su marido era visible tras la fachada de aquel monstruo. González-Weimar no había terminado de tragarse a Enrique. A los episodios de intensa crueldad se sucedían momentos deliciosos que sólo él sabía preparar para ella. La delicadeza de sus caricias o las deliciosas locuras que el dinero permitía. Algunos tremendamente simples pero efectivos. Llenar de orquídeas aquellas estancias enormes, llenarlas hasta casi impedirle andar a través de ellas… En todo caso, hacía tiempo que ni siquiera esa ducha escocesa emocional estaba en marcha.

La señora de Weimar se recostó sobre una pared de su inacabable cuarto de baño. La luz le entraba desde la izquierda por aquel ventanal colosal. Todo era grande, limpio, cuadrado… y frío. Al menos para ella lo era. Una especie de sarcófago descomunal a la luz del día. Eran cosas suyas. Nadie lo interpretaba así. Al chico que lo diseñó le habían dado varios premios. Premiado por firmar su tumba. A pesar de eso le caía bien. Él nunca supo sobre qué cimientos de daño y humillación estaba construyendo. En tal caso quizá hubiera diseñado un pequeño reducto, una salita, algo tan pequeño como un útero para que ella pudiera refugiarse ahora que se sentía tan desvalida. Pequeña, inútil, sola. No fue así. Estaba condenada a vagar por aquellas salas inmensas en la que se sentía tan huérfana como los enormes muebles de líneas muy sencillas y colores tierra que permanecían como abandonados o suspendidos entre aquellos espacios irreales.

Al menos esa noche cenaría con Andreas. Su hijo le proporcionaba el consuelo de volver a ver la esencia de Enrique antes de que la ocupara el mal. Sí, el Mal, porque su marido era malvado y perverso. No le cabía ninguna duda. Sólo así se explicaba aquella crueldad gratuita que utilizaba cuando la humillaba contándole sus conquistas o sus hazañas amatorias, o sus sórdidos entretenimientos. Ella callaba. ¡Qué remedio! Callar para que nadie pudiera comprender hasta qué punto se veía obligada a rebajarse. Callar para que nada salpicara la imagen del financiero que mantenía su tren de vida y el de toda la familia y callar, callar para que sus hijos no se quebraran sabiendo qué tipo de persona era su padre. Mientras pensaba en todo ello, Estefanía había ido dejando resbalar su espalda sobre la pared de mármol hasta acabar ovillada en el suelo frío, inhóspito y mortalmente caro sobre el que moría un poco más cada día.

Tan sólo un par de horas después, la señora de González-Weimar oficiaba en una reunión de asesoras de la fundación de la familia. El financiero tenía muy bien pergeñadas sus estrategias fiscales, aunque luego gran parte de la atención real que aquello precisaba corría a cargo de Estefanía. La mayor parte eran mujeres. Uno de los objetivos de la fundación tenía que ver con las políticas de igualdad de la mujer y por eso había una serie de iniciativas en marcha para la reinserción de mujeres víctimas de la explotación sexual y del maltrato. Nunca había dejado de pensar que aquel sarcasmo era una sevicia más que su marido había decidido infligirle. Que un tipo putero y vicioso pusiera a su mujer maltratada psicológicamente a presidir un organismo de ayuda a las víctimas era una vuelta de tuerca que sólo a un pervertido como Enrique se le podía haber ocurrido. La humillación era además privada y sólo les competía a ellos, lo que, paradójicamente, la hacía más terrible.

Miró aquellos rostros en la mesa de reuniones. ¿Cuántas la envidiaban? ¿Cuántas se hubieran peleado en el barro por arrebatarle su puesto y convertirse en las orgullosas señoras de González-Weimar? ¿A qué estarían dispuestas a llegar? Ni imaginaban lo que dormía bajo aquel manto de bienestar, felicidad y lujo. Es más, ni lo creerían. No querrían creerlo. Algunas eran jóvenes y ambiciosas, lo cual estaba bien. Ella también había sido joven, pero su ambición estaba demasiado modelada por su familia. Cuando cursaba sus estudios en aquella prestigiosa universidad sabía que, más allá de aprobar, tenía que probar encontrar al hombre de su vida, porque el hombre de su vida tenía que estar allí. Era el sitio conveniente al que acudían las personas adecuadas. Estefanía compatibilizó unos estudios que no le decían gran cosa con la vida social con los chicos adecuados. Conoció a Enrique y sus padres fueron felices. Y los de él, también. Todo era color de rosa. Abandonó en quinto la carrera para casarse. Sabía que no la necesitaría más allá de lo preciso para saber estar en el mundo en el que tendría que desenvolverse. Pero a ella le habían explicado que eso era lo habitual, lo que se esperaba de ella. ¿Y aquellas jóvenes? Ellas tenían una ambición urgente. Lo presentía. No estaba claro que fueran a esperar a satisfacerla por ellas mismas. Quizá dos o tres de ellas, sí. Las más concienciadas. Otras, estaba segura, darían un brazo por encontrar el camino fácil. Un hombre que ya estuviera arriba. Un hombre como Enrique. Suponía que así conseguía muchas de sus conquistas. Esas que debían flotar pensando que un hombre con una fortuna como la suya las convirtiera en las nuevas reinas de su universo. No podía buscarlas una por una y explicarles que aquello no pasaría nunca. Que Enrique ya tenía todo lo que deseaba. Que una mujer que estuviera dispuesta a callar lo que ella callaba no volvería a aparecer y que, por otra parte, tampoco podría permitirse el lujo de desprenderse de ella y abrir una grieta en su fachada.

Sonrío mirándolas mientras se acomodaban.

Luego estaban las otras. Un par de ellas que también estaban casadas con hombres de gran importancia. Socios de Enrique. Colegas de Enrique. Mucho más viejos que ellas. Nunca se habría atrevido a iniciar una conversación sobre esa cuestión, ni siquiera en un momento de intimidad. ¿Iban a reconocerle que una vez alcanzado el estatus, se les hacían muy cuesta arriba sus obligaciones? ¿Se atrevían a buscar fuera de casa el roce de una piel deseada o les daba demasiado miedo perder lo que habían conseguido? Porque ella sabía el tipo de soledad a la que estaban abocadas. No creía que nunca se lo dijeran unas a otras. Parte de la efectividad de la jaula dorada consistía en el autoaislamiento. Ninguna osaría confesarle a las otras hasta qué punto su fracaso vital era terrible. A cambio, comprarían. Comprarían objetos, joyas, bolsos y zapatos, decenas de zapatos. Competirían entre ellas por tener los objetos más caros, más bonitos, más deseados. Y así, mientras desde cada una de sus jaulas saliera un canto de reto y competición, los dueños de las llaves estarían seguros de que nunca unirían sus fuerzas para atreverse a volar solas.

Se sirvió agua y carraspeó para indicar que estaba a punto de comenzar.

Quedaban un par de ellas o tres que, según creía intuir, eran distintas. Más comprometidas y menos susceptibles de ser capturadas con liga. Estaban dispuestas a dar su pelea, pero Estefanía no sabía si las envidiaba. ¿Encontrarían un destino mejor? ¿Habría amor en sus vidas? Amor verdadero. ¿Existía siquiera? Aquellas reflexiones lograban calmarla un poco porque, si no lo había, si todo había sido un cuento desde el principio, entonces ellas pelearían en vano hasta quedarse solas y, probablemente, tendrían miedo por su futuro mientras que ella sufría su soledad en un mullido colchón de lujo.

—¡Señoras, empezamos! —dijo mientras se convertía de nuevo en la perfecta e inquebrantable señora de un hombre de éxito.